Recuerdo haber tenido noticia del nombre de Alberto Rosales, por primera vez, a través del inolvidable maestro que fue Adolfo Carpio, profesor de “Introducción a la Filosofía” y “Metafísica” en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Fue seguramente hacia fines de los años 70 o comienzos de los 80. Brillante docente, Carpio se caracterizaba, además de su proverbial rigurosidad y su imponente dominio del canon de la tradición filosófica, también por su instintivo recelo frente a toda forma superficial de erudición y, a una con ello, por su tajante rechazo frente a toda especie de vanidad exhibicionista, muy probablemente, pienso, porque veía en ellas concreciones particularmente penosas de lo que en Ser y tiempo Heidegger designa como la “habladuría” (Gerede) y la “escribiduría” (Geschreibe). De hecho, era poco frecuente que, más allá de los grandes filósofos tratados en sus clases, Carpio citara autores de estudios que pertenecen a la llamada “literatura secundaria”. Y si lo hacía, solía limitarse a lo que consideraba más importante, más sólido y, sobre todo, más claro. Por lo mismo, cuando Carpio mencionaba un autor, un colega o un estudio digno de consulta, la recomendación adquiría un particular realce. Por su inhabitual recurrencia, recuerdo, entre las referidas a quienes formaban parte del mismo ámbito cultural y lingüístico, las menciones elogiosas de su maestro Francisco Romero y su colega Roberto Walton, y también las de dos estudiosos cuyos nombres evocaban latitudes norteñas bastante remotas para quienes vivíamos en el extremo sur del mundo, el colombiano Danilo Cruz Vélez y el venezolano Alberto Rosales.
Yo era entonces un simple estudiante de grado, tan entusiasta como desinformado, de modo que esos nombres se me aparecían entornados de un cierto halo de misterio. En el caso de Cruz Vélez, su reconocido libro titulado Filosofía sin supuestos. De Husserl a Heidegger, publicado en 1970, se hallaba más al alcance de la mano. No así, en cambio, la importante y, en cierto modo, pionera obra de Rosales sobre Heidegger, publicada también en 1970, la cual, para peor, estaba escrita en alemán. Su título Transzendenz und Differenz aparecía citado en la escueta bibliografía añadida al final del excelente capítulo que Carpio dedica a Heidegger en su obra de referencia titulada Principios de filosofía. Una introducción a su problemática (Buenos Aires 1974, 21995, con numerosas reimpresiones). A continuación de la cita de la obra, Carpio añade el siguiente comentario: “Tesis de doctorado en la Universidad de Colonia de un notable estudioso venezolano; se trata de un profundo estudio de Ser y tiempo y demás obras del mismo período a la luz del tema de la trascendencia y la diferencia” (cf. p. 485 de la segunda edición). Ese enfático elogio, inusual como era viniendo de Carpio y puesto además por escrito, operaba, desde luego, como un poderoso disparador del interés. En el caso de Rosales, por lo demás, se añadía el hecho de que sus trabajos abordaban, hasta donde yo mismo podía saber, aspectos más directamente conectados con lo que eran entonces mis propios intereses, incipientes pero ya algo perfilados, en particular: la relación del pensamiento de Heidegger con la filosofía trascendental de Kant, por un lado, y con la tradición metafísica que remonta a Aristóteles, por el otro, con arreglo al hilo conductor que proporciona la problemática de la temporalidad.
Los primeros trabajos que pude leer –algunos de ellos hallados tras azarosas búsquedas, como era lo usual en aquellos tiempos pre-informáticos, muy especialmente, en nuestra lejana periferia del sur de América Latina– fueron unos cuantos artículos aparecidos a lo largo de las décadas del 70 y el 80 en las revistas Cuadernos de Filosofía, de la UBA, y Escritos de Filosofía, de la Academia de Ciencias de Buenos Aires. Mis expectativas se vieron generosamente recompensadas. Había en esos trabajos verdadera reflexión filosófica –profunda, rigurosa y ajena a toda retórica superficial o efectista– sobre cuestiones centrales para el estudio y la comprensión de los autores y los problemas abordados. En su género, eran, sin duda, trabajos ejemplares, que mostraban un nivel técnico por entonces muy difícil de hallar en la investigación filosófica publicada originalmente en nuestra lengua. En aquel momento, me atuve, sobre todo, a los aspectos de los trabajos de Rosales que tenían que ver más directamente con la problemática de la temporalidad. Influyeron en ello también razones contextuales muy precisas. En efecto, en el año 1982 el profesor Carpio dictó un impresionante curso sobre el tema “Ser y tiempo en Heidegger y Aristóteles”, que, desde el punto de vista motivacional, resultó decisivo para mí, porque fue el punto de partida de mi propio interés por la Física de Aristóteles y, también, el disparador de mi posterior decisión de dedicar mi trabajo de Tesis de Licenciatura al problema de la conexión entre tiempo y sustancia en Aristóteles.
Dada esta orientación básica, y más allá de mi admiración por su trabajo, no estuve en esos años en condiciones de apreciar y aprovechar verdaderamente los importantísimos aportes de Rosales al problema de la conexión entre trascendencia y diferencia ontológica y, en conexión inmediata, también a la reconstrucción de los principales motivos sistemáticos que conducen al famoso “giro” (Kehre) del pensamiento heideggeriano, entre comienzos y mediados de los años 30. Una segunda oportunidad para comprender más cabalmente el enorme valor de esos aportes me la proporcionó la decisión de retomar los estudios sobre Heidegger, una vez concluido mi trabajo de doctorado sobre Aristóteles en Heidelberg y estando afincado ya en Santiago de Chile, desde comienzos de los años 90. Fue en esta etapa chilena, que se prolongó hasta el año 2006, cuando tuve la oportunidad no solo de volver sobre esos trabajos de Rosales y leer muchos otros, sino también de conocerlo, por fin, personalmente. Nos vimos por primera vez en 1996, en el marco de un congreso internacional que se realizó en Santiago de Chile y Valparaíso, y que fue organizado en commemoración de la muerte de Heidegger, en su vigésimo aniversario. Desde entonces, hemos mantenido un intercambio filosófico y también personal del que puedo decir que he salido enormemente beneficiado, en muchos sentidos, y que ha ido dando paso a lo que en mi caso es una convicción, firmemente asentada, a saber: la de que por el rigor, la solvencia y la creatividad de sus aportes Rosales forma parte, sin duda alguna, del selecto grupo de los mejores filósofos académicos de lengua española de los últimos 50 años.
He dado a lo dicho hasta aquí un tono predominantemente personal, porque creo que es también la mejor, si no la única, manera de dar expresión al sentimiento de gratitud por lo mucho que creo deber a la obra y también a la persona de Alberto Rosales. Pero no quisiera terminar sin una referencia a lo que, a mi modo de ver, son algunos de los aportes fundamentales de Rosales. Naturalmente, lo que diré tendrá que ser muy escueto y muy simplificado. Las dos obras mayores de Rosales son, como nadie ignora, el ya mencionado libro sobre Heidegger de 1970 y el impresionante libro sobre Kant cuya versión original en alemán se publicó en 2000, con el título Sein und Subjektivität bei Kant. Zum subjektiven Ursprung der Kategorien, y del cual hay una traducción española publicada en 2010. Ambos libros representan, cada uno a su modo, aportes sustanciales a la investigación especializada. Más arriba he calificado el libro sobre Heidegger de “pionero”, y creo que realmente merece esa calificación, por varios motivos. En primer lugar, desde el punto de vista temático puede decirse que Rosales fue uno de los primeros en intentar rastrear el origen de la problemática vinculada con la diferencia ontológica, partiendo del escrito sobre la esencia del fundamento (Vom Wesen des Grundes) de 1929 y echando luz de modo retrospectivo sobre la concepción de Ser y tiempo. Este enfoque le permitió no solo identificar los elementos precedentes cuyo desarrollo da lugar al posterior planteo expreso de la problemática de la diferencia ontológica, sino, a la vez, detectar también, por así decir, el límite interno de la concepción trascendental que Heidegger elabora sistemáticamente en los años finales de la década del 20. Y en este punto se inserta inmediatamente la interpretación que avanza Rosales respecto de los motivos que conducen al “giro” de los años 30. Según el diagnóstico de Rosales hay, en la concepción temprana de Heidegger, una cierta tensión interna entre una concepción de la trascendencia de carácter marcadamente activista y proyectivo, por un lado, y una concepción de la verdad como desocultamiento (alétheia), que presupone la prioridad de aquello que viene a la presencia en el desocultar, por el otro. Desde aquí se abre una vía directa para interpretar el camino que lleva hacia el “giro”, con su característica inflexión pasivista y con el creciente énfasis en el papel posbilitante del momento de la sustracción. Si se tiene en cuenta que Rosales echó las bases de esta potente línea de interpretación en un tiempo en el cual no había comenzado todavía la publicación de las lecciones de Heidegger en el marco de la Gesamtausgabe, no se podrá por menos de admirar la extraordinaria clarividencia que pone de manifiesto su abordaje de un asunto tan difícil y tan enrevesado. En efecto, el drástico incremento posterior de la base textual disponible no ha hecho, hasta donde alcanzo a ver, mella alguna, en lo esencial, a la consistencia y la plausibilidad de la interpretación propuesta por Rosales. Pero se añade, además, el notable nivel de rigor metódico que exhibe el libro de 1970, publicado en un momento en el que los estudios heideggerianos apenas comenzaban a alcanzar el nivel técnico que lograron tener posteriormente. No creo exagerado decir que el libro de Rosales forma parte, también desde el punto de vista metódico, de un pequeño grupo de trabajos señeros aparecidos en esos años, al que pertenecen obras tan importantes como la de E. Tugendhat de 1970, sobre la verdad en Husserl y Heidegger, y la de C.-Fr. Gethmann de 1974, sobre el modelo metódico de la concepción presentada en Ser y tiempo.
En cuanto al libro sobre Kant de 2000, puede decirse, me parece, que recoge y desarrolla sistemáticamente, con admirable rigor e impresionante dominio de las fuentes, toda una serie de motivos y temas cuyo origen el lector atento puede rastrear, en buena medida, hasta diversos trabajos precedentes, en particular, los que se ocupan de la problemática vinculada con la función sintética de la apercepción trascendental. También aquí se podrán detectar con relativa facilidad algunos impulsos procedentes del modo en el que Heidegger busca apropiarse de la concepción kantiana, en particular, allí donde Rosales pone el acento en la adquisición originaria de las categorías a partir de los esquemas y, con ello, se distancia decididamente de las interpretaciones dualistas, sean de corte empirista o bien intelectualista, que tienden a desconocer el papel central de la imaginación trascendental. Tampoco es completamente ajena al influjo de Heidegger la preferencia por la dirección de consideración que domina la versión de la “Deducción trascendental de las categorías” en la primera edición de la Crítica de la razón pura, frente a la que adquiere mayor fuerza en la versión de la segunda edición. Sin embargo, en el desarrollo de su propia interpretación Rosales jamás se deja guiar, sin más, por los resultados obtenidos por Heidegger, sino que lleva a cabo, de modo independiente, una reconstrucción detallada, que pone de manifiesto no solo un conocimiento acabado de los textos, sino también una excepcional penetración analítica, que permite poner de relieve una cantidad de aspectos no debidamente considerados o simplemente pasados por alto. El resultado final de la interpretación elaborada es, puede decirse, una visión de conjunto de la concepción kantiana dentro de la cual el motivo central de la finitud del conocimiento humano queda internamente conectado con una peculiar manera de enfocar la relación entre la experiencia misma y el discurso trascendental que busca dar cuenta de sus condiciones de posibilidad, haciendo justicia, en el plano metódico, a la diferencia irreductible de los niveles de consideración involucrados. Aunque en los años inmediatamente siguientes a su aparición la obra no tuvo un eco tan potente como el que merecía en la discusión especializada, lo cierto es que se ha ido abriendo paso de modo más decidido, a medida que fueron pasando los años. Y tiendo a pensar que lo hará con aún más fuerza en el futuro, porque no pocos elementos centrales de la visión que ofrece entroncan, de hecho, con tendencias que han ido adquiriendo un protagonismo cada vez mayor en la actual investigación kantiana. De lo que, en cualquier caso, no puede haber serias dudas, a mi juicio, es de que se trata de uno de los libros más enjundiosos y más estimulantes publicados sobre el tema en los últimos veinte años.
Con esto no he dado más que unas pocas indicaciones destinadas a refrendar, de algún modo, la opinión expresada más arriba acerca del lugar que ocupa la obra de Alberto Rosales en el ámbito de la filosofía académica de los últimos cincuenta años, en particular, la debida a autores de nuestra lengua. Mi propia experiencia es, en primera instancia, la de un lector enormemente agradecido por lo mucho que ha recibido a la distancia. Haber tenido, además, la fortuna de llegar a ser colega y amigo de un filósofo de la talla de Rosales es algo que yo jamás hubiera podido imaginar en aquellos días de balbuceo filosófico, en los que tomé contacto por primera vez con su obra. Pero la apariencia de naturalidad que estas cosas terminan adquiriendo inevitablemente con el paso del tiempo no debería llevar a que uno pierda ante ellas la capacidad de asombro de los comienzos. Y en este caso particular, el asombro siempre renovado va inseparablemente unido también a la más sincera admiración.
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Alejandro Vigo es profesor de filosofía en la Universidad de Navarra. El 2017 recibió el Premio Jannone de Filosofía.