La flamante temporada de Emily en París, que desembarca hoy en Netflix con 10 episodios, comienza con una secuencia onírica que marca el tono de este regreso: Emily (Lily Collins) sueña que se cae de la Torre Eiffel cuando la confrontan sus dos jefas. Por un lado, Madeline Wheeler (Kate Walsh) la presiona a seguir trabajando para ella y cortar lazos con Savior. Por el otro, Sylvie (Philippine Leroy-Beaulieu) no solo no está dispuesta a dejarla ir sino que una traición por parte de Emily trazaría un camino sin retorno.
Con un rostro descolocado, la joven las mira antes de esa caída en la que queda suspendida en el aire, simbolismo poco sutil del showrunner Darren Star para reflejar el estado del personaje protagónico, una joven que no sabe a ciencia cierta qué quiere para su futuro. Cuando se estrenó la primera temporada de la comedia en plena pandemia, Emily en París encontró el éxito instantáneo, en gran medida por el contexto en el que llegaba a la plataforma de streaming.
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Con un puñado de capítulos breves y ligeros, la serie de Star representaba el escapismo ideal de una realidad dura de la que muchos buscaban abstraerse. La historia de una joven a la que mágicamente se le ofrece la oportunidad laboral de mudarse de Chicago a París para trabajar para una prestigiosa empresa de marketing a la que busca aportarle su óptica de influencer.
Si bien Emily en París nunca se desarrolló como una coming of age clásica [relato de camino a la adultez], porque los escollos a los que se enfrentó su protagonista fueron prácticamente nulos, sí supo cómo usar a su favor la carta de viajar por un terreno desconocido en un momento en el que nadie podía hacerlo. Así, Emily funcionó siempre como un avatar del espectador, con una mirada que dejaba entrever asombro y también incerteza respecto a lo que se desplegaba ante esos ojos atentos: desde la deslumbrante arquitectura y la amplia oferta gastronómica hasta la ropa que pasó a ser un componente clave, como ya lo había sido en otra exitosa creación de Star: Sex and the City.
Tiempo de despedidas
En esta temporada de regreso, Emily en París, como quedó en evidencia con su secuencia de apertura, pone a su protagonista de cara a una encrucijada: serle fiel a su mentora y no traicionarla o aprovechar la oportunidad de crecer. Ese dilema, a su vez, está ligado a otro mucho más notorio. El hecho de trabajar con Madeline implica una regresión no solo como profesional sino también en términos de estilo de vida. Emily ya no es la turista de la primera temporada (si bien sigue descubriendo París en cada episodio), sino una habitante más de la ciudad, con lazos firmes y una dinámica laboral que le resulta satisfactoria.
Por lo tanto, el seguir junto a Madeline implica para la joven un estancamiento que no está dispuesta -al menos inicialmente- a plantearle a quien más creyó en ella desde un principio. Así, la serie comienza con un tono agridulce y un relato algo predecible cuando Emily debe elegir entre quedarse en Francia o volver a Estados Unidos. Para una ficción que lleva a París en su título, la segunda opción está descartada, por más que Star y compañía gasten sus cartuchos con ese cuestionamiento (ese tramposo “¿Se irá o se quedará?” resulta exasperante), cuya respuesta siempre estuvo implícita.
De todas formas, las despedidas con las que lidia Emily no están ceñidas estrictamente a lo laboral sino también a lo personal. En este punto, vuelve a establecerse un triángulo entre la joven, el chef Gabriel (Lucas Bravo) y su novio Alfie (Lucien Laviscount), con la omnipresencia de Camille (Camille Razat) digitando ciertos movimientos de Emily. Aunque la protagonista se encuentra en una relación sólida con Alfie (no es el caso de Gabriel y Camille, quienes están en la cuerda floja, aunque intenten enmascararlo); sabremos que eventualmente llegará un punto de inflexión en el que la figura de ese chef que la conquistó desde su primer día en la ciudad se vuelva imposible de ignorar. De todas maneras, en esta tercera temporada Star quiere mostrarnos a una Emily más adulta para manejar los imprevistos, por lo que toma la decisión de mantener una amistad con Gabriel en la que no haya mención al pasado que supo unirlos. Así es cómo vemos a la joven intentando superar esos enemigos propios, desde la invasión a la vida de terceros hasta su egocentrismo.
Por lo tanto, cuando en su vida profesional Emily quiere destacarse por sobre sus compañeros, notaremos que su búsqueda de madurez será un tanto sinuosa. Al fin y al cabo, el desparpajo que la llevó a trabajar en una agencia de renombre siempre tuvo sus sinsabores y con esta vuelta Star esboza una crítica al narcisismo de quienes trabajan para las redes sociales sin otra finalidad más que la de buscar el elogio del desconocido. Emily es el caballito de batalla de la desaprobación ante lo que implica vivir en una burbuja y no considerar el contexto.
Los secundarios dan un paso al frente
Cuando en el inicio de la historia Emily conoce fortuitamente a Mindy Chen (Ashley Park, quien se supera temporada a temporada), la serie recibe una bocanada de aire fresco. Mindy no es relegada al rol de comic relief (alivio cómico) de la ficción, sino que se le da su propio relato para que Park pueda brillar como siempre lo hace (también es un placer escuchar cantar a la actriz). En esta oportunidad, Mindy también se halla ante su propia encrucijada cuando una oferta laboral implica dejar atrás la intimidad de su banda y posiblemente arriesgar el vínculo con su pareja.
Sin embargo, Emily en París sale rápido de ese conflicto para que Mindy pueda brillar en la música sin la necesidad de trabas o problemas circunstanciales. A pesar de que sobre el final de la historia se produce un giro de timón poco feliz con su personaje, Park sabe cómo imprimirle verosimilitud a esos instantes a los que, como tantos otros de la serie, debemos “comprar” a ciegas por más que no tengan demasiada lógica.
Lo mismo sucede con la subtrama de Gabriel y su deseo de superarse con su restaurante y tener mayor control: se parte de una historia interesante para luego incurrir en ciertos vicios propios de esta comedia que todavía no está lista para poner el foco en un personaje y sus interrogantes de manera autónoma. Por el contrario, en Emily en París se percibe esa compulsión a buscarle un interés romántico a cada uno de sus actantes (lo mismo sucede con Sylvie, un rol rico per se al que no le hace falta un triángulo amoroso) y esta temporada no es la excepción, sobre todo cuando las intrusiones de terceros a relatos personales se producen de manera forzada y atentan contra buenas secuencias, lejos de los clichés de otras entregas.
Otro personaje secundario que tiene un arco narrativo atractivo pero atropellado es el de Camille. En los 10 episodios se va construyendo una tensión con Emily debido a lo sucedido con Gabriel (lamentablemente, la genuina amistad que tenían no está en primer plano en esta vuelta), pero lo más cautivante del papel que compone Camille Razat es lo que sucede por fuera de su amiga y su pareja. En esta temporada, Camille tiene un dilema a resolver vinculado a su sexualidad y a cómo le afecta la presión de su familia por verla con una vida “estable” y heteronormativa para la que ella no está preparada. La dilación de la implosión de Camille (quien conoce a una mujer que le da un giro a su visión del mundo y lo que quiere para sí misma) conduce a la serie a un capítulo final en el que se superponen los conflictos y en el que todo vuela por los aires con celeridad, como si se estuviera buscando dejar de modo calculado varios cliffhangers para la ya confirmada cuarta temporada.
De esta forma, la serie pierde fuerza y destruye en cuestión de minutos lo que fue erigiendo sin prisa en sus capítulos previos. A pesar de todo, esta vuelta de la ficción, aunque siga siendo ligera y superficial, es un paso adelante en términos de construcción narrativa. Emily está madurando y, en consecuencia, la ficción que la retrata lo va haciendo con ella.