A punto de mostrar una nueva obra en la Filarmónica de París y cuando se cumplen dos años de su instalación en el Louvre, el venezolano Elías Crespín sigue viviendo en un sueño y con la cabeza entre nubes de metal: sus obras, máquinas danzantes y colgantes, proponen una vida más contemplativa y sensible.
Crespín (1965), uno de los dos únicos artistas vivos con obra en el Louvre, es un creador tardío. Su revelación no se dio en la adolescencia y no sintió impulsos artísticos de pequeño, cuando ayudaba a su abuela, la referente del arte cinético Gego, doblando alambritos para sus esculturas.
«Mi primera obra fue con 37 años, así que hay esperanza», dice entre risas desde el taller que ocupa en la periferia de París.
Este informático, hijo de matemáticos y nieto de Gego y Gerd Leufert, artistas alemanes exiliados en Venezuela, trabajaba en el mundo de los negocios, haciendo programación informática para bancos y empresas.
Cuenta que, por sus raíces, a menudo iba a exposiciones y, sobre todo, a ver espectáculos de danza.
«Un día vi un cubo de Jesús Rafael Soto y me dije: ‘Esto puede ser un eje de coordenadas tridimensionales donde podemos graficar funciones. Y bueno, me quedó esa idea», recuerda Crespín, que este jueves presenta una nueva obra en la exposición que la Filarmónica dedica al compositor Iannis Xenakis.
Cuatro años después, aquella idea se transformó en Malla Electrocinética I, que alabada por críticos y galeristas lo animó a continuar por aquella senda sin saber que él mismo se había convertido ya en un artista.
«Nunca me surgió la idea de ser artista hasta que tras terminar mi primer proyecto personal me invitaron a exponerla. Fue un ‘shock’. Todo tiene un trasfondo informático, pero yo lo veía como algo interesante, algo diferente. No pensaba que fuera a convertirme en artista», dice.
El informático se vio de pronto exponiendo en Miami, Nueva York o Suiza y en 2008, siguiendo a su mujer, bióloga, aterrizó en París, una ciudad a la que se adaptó, primero, sufriendo las dificultades de cualquier inmigrante: adaptarse al carácter local, al tiempo y al alquiler de una vivienda.
«Miguel Chevalier, mi vecino de taller, me invitó a estar en una exposición de Artistas y Robots en el Grand Palais. Ahí el Louvre vio mi obra y esa sí fue una diferencia abismal en mi carrera. Hay muchos artistas talentosos que no lo logran. En esto hay un factor talento, carácter, personalidad, pero también hay un factor suerte», admite reconocido.
L’Onde du midi fue el nombre con el que bautizó en 2020 a las cientos de barras metálicas que, dependientes de 256 motores, ondean en una de las escaleras del Palacio del Louvre, uno de los pocos ejemplos de arte contemporáneo que hay en el museo, y el único caso en el que Crespín no se ofende porque su creación pueda ser considerada una obra de arte decorativo y no esculturas cinéticas.
Un arte en evolución
«Yo no tengo pretensiones hacia el espectador. Sé que ocurren cosas pero yo hago mi obra por lo que me gusta, y luego la obra resuena en la gente de acuerdo con su personalidad. Hay a quienes no le interesa y hay detractores muy virulentos. Estamos en una sociedad de mucho detractor irracional», dice.
Mientras habla, una de las obras que debe mostrar en los próximos meses se desajusta. Las barras comienzan a moverse de forma inesperada. Al abrir la caja se descubren los secretos, la tecnología que mueve silenciosamente esas piezas metálicas, que parecen capturar las ondas y sonidos que no ve el ojo humano.
La electrónica y la mecánica es lo que más ha evolucionado en estos veinte años de arte de la vida de Crespín.
«Voy agregando nuevas potencialidades que permiten mejorar la obra, darle más flexibilidad a la danza. Ahora voy por el software 5.6.», señala.
También en 2014 el hallazgo de unos nuevos chips le permitió suprimir el «sonido» de vibración que hacían los motores: «Yo decía que era un sonido, para suavizar la cosa, pero era un ruido. Ese silencio fue un momento de evolución importante».
No todos consideran que su trabajo sea arte, dice, pero algo hipnótico mantiene al espectador mirando sus obras en el techo, como se aprecia si uno se queda un rato sentado ante su creación para el Louvre.
«El desarrollo de la obra es un trabajo arduo que no se ve cuando la contemplas. La documentación técnica también lo es. Estamos preparando pistas para que los futuros conservadores de mi obra puedan mantenerla. Pero, ¿qué pasará dentro de 100 años cuando no haya wifi? Es difícil anticiparlo», confiesa este artista tardío, optimista y soñador.