“¿Cuánto puede valer? No sé… ¿Cuatro millones de dólares? Tal vez; sí: cuatro millones de dólares. Papá era una persona muy generosa”. Carlos Cruz-Diez, hijo del maestro Carlos Cruz-Diez, no puede dejar de celebrar la nueva obra pública que tiene Bogotá. La plazoleta principal de la Universidad Jorge Tadeo Lozano es ahora dueña de un círculo de colores que sin duda se convertirá en un nuevo referente de la ciudad. Es su nuevo Anillo de inducción cromática.
El día de la inauguración, el pasado jueves, invitados, estudiantes, profesores y transeúntes no dejaban de tomarse fotos para Instagram o Facebook. En un segundo había una buena cantidad de selfis, planos generales de sus 30 metros de diámetro y 3 de ancho, o fotos de sus zapatos al lado de los mosaicos de colores que conforman la obra. Cruz-Diez entregó los planos finales de la obra en 2014, pero la idea comenzó en 1998, primero pensó en hacer una valla publicitaria, pero luego decidió ser más ambicioso, ¿por qué no?
Cruz-Diez (1923-2019) fue un revolucionario del arte; al lado de Jesús Soto hicieron que el color y todas sus posibilidades se tomaran el mundo. Fueron los dos grandes maestros del arte cinético. La punta de lanza de un movimiento que sacudió el mundo. Sus obras lograron sacar sonrisas, que la gente mirara el arte de arriba abajo, de lado a lado; hicieron del arte abstracto un juego que dejaría en tablas a los impresionistas. Ver una obra de Cruz-Diez es un placer sin fin; sus obras cambian con la luz del sol, con el punto de vista, o simplemente con dar un paso.
Cruz-Diez –también– fue un pionero del arte público; detestaba la fealdad y la pobreza de los barrios populares de Caracas. En los inicios de su carrera, sus batallas, eran figurativas, hacía obras para denunciar la miseria, pero pronto se dio cuenta de que era inútil; descubrió el color y sus posibilidades, pero también quería darles algo a los ojos de las personas que no están dentro del circuito del arte, “hay 260 obras públicas de papá, bueno: 261 ahora”, dice su hijo con una sonora carcajada.
En la plazoleta de la Tadeo también hay una vigorosa exposición del Fotomuseo con imágenes de diferentes obras públicas de Cruz-Díez; estaciones de tren en Francia, edificios en São Paulo o Zúrich, monumentos en París, o el espectacular piso de los pasos peatonales del estadio de beisbol de los Marlins, “cuando papá habló con el dueño del equipo, tuvo que confesarle que él era hincha de los Yankees”, dice su hijo entre carcajadas. La obra tiene 1.672 metros cuadrados. Y Cruz-Diez, sin duda, celebró varios home runs del equipo donde Édgar Rentería fue campeón de la serie mundial.
El artista venezolano, “universal, porque nos pertenece a todos”, me corrige su hijo, murió en 2019. Tenía 94 años y su cabeza todavía era un torbellino de ideas. “Lo último que hizo en la cama del hospital fue un dibujo de uno de los proyectos que tenía mi hermano mayor Jorge: un museo para su obra. Yo tengo ese dibujo”, dice Cruz-Diez hijo.
Carlos Cruz-Díez Delgado tiene 70 años y creció rodeado de las piezas fantásticas de su papá, un movimiento constante entre Caracas, Barcelona y París y la convicción de que su casa y su taller eran la misma cosa. “A mamá, Mirtha Delgado, y a papá les encantaba la música y estar rodeados de gente. Jesús Soto, por ejemplo, era un gran guitarrista. En París el taller estaba lleno de artistas. Todavía me acuerdo de los asados maravillosos que hacía el argentino Julio Alpuy. Todos compartían ideas. No competían entre ellos. En el Renacimiento las obras de arte se hacían entre cientos de personas.
Luego el arte se convirtió en un asunto de seres solitarios encerrados en una buhardilla. Papá, en cambio, siempre tuvo en el taller 20 personas, jóvenes de todas partes del mundo, México, Portugal, Francia, Colombia… Yo trabajé con él desde que tenía 20 años. Además, era un inventor genial: sus obras son imposibles de copiar o falsificar porque él mismo creaba las máquinas que hacían las partes de sus piezas, plegadoras de aluminio, bastidores; les daba nombres como El cangrejo, jejeje: era una máquina que tenía unas patas laaargas”.
Anillo de inducción cromática está hecho de mosaicos de vidrio que produce una fábrica francesa desde el siglo XIX. “En 30 años van a estar iguales y en caso de que tengan que reemplazarlos, la fábrica seguirá existiendo; son los mismos mosaicos que se usaron en la obra del aeropuerto de Maiquetía en 1978 y que, a pesar de todo, siguen ahí”.
Cruz-Diez tenía cuatro talleres que siguen en pleno funcionamiento: Panamá, Miami, Caracas y París. “Nuestra misión es gerenciar la obra de papá; mantener su legado y su lugar en la historia, así ya esté en el Larousse. Sus obras se han vendido por más de un millón de dólares en subasta y tenemos una responsabilidad inmensa con los coleccionistas. Hay que manejar sus exposiciones en museos y galerías. Hacer mantenimiento de las obras públicas y tener la capacidad de ejecutar las que todavía están en planos. Hay, incluso, proyectos en autopistas. Él era muy ordenado: hacía los planos y dejaba instrucciones milimétricas. Su obra tiene esa exigencia: un punto mal puesto destruye todo el efecto; es como cuando bajas unas escaleras y un escalón tiene dos milímetros más de altura: te caes”.
Anillo de inducción cromática estaba en los archivos de los Cruz Díez y en los de la Tadeo Lozano. El rector actual, Carlos Sánchez Gaitán, tomó la batuta del proyecto y decidió sacarlo adelante en la pandemia para que, al volver a la presencialidad, la realidad fuera más amable para la comunidad universitaria y los bogotanos en general: la plaza es pública. Consiguió los permisos del Distrito y los recursos de la universidad para instalar los 408.000 mosaicos que forman la obra. Hubo gente del taller y artistas colombianos en el ensamblaje. “Fue increíble cuando el círculo cerró. Es perfecto”, dice. Sánchez no puede ocultar su emoción: “Todo el año vamos a tener actividades académicas alrededor de Cruz-Díez”.
El taller y la fundación están listos para atender el mantenimiento de la obra, pero también están seguros de que será un espacio de la gente. “El otro día, en Andorra, vi impecable una obra que no ha tenido mantenimiento en 30 años, pero hoy incluso está en sus estampillas y es parte de su identidad: la gente la limpia y la cuida. En los Pirineos pasa igual: papá trabajó con todos los artesanos del pueblo y ellos le hacen mantenimiento. Ese es el sentido del arte público; que la plaza se convierta en un sitio de reunión, de conciertos, de teatro: en un lugar para las ideas”.
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