Federico Fellini tiene por fin un museo en su ciudad, Rímini, que inspiró al mítico cineasta en películas como Amarcord o Los inútiles (I Vitelloni), y que dedica desde hoy varios espacios interactivos a la vida y a la obra, a los sueños y a la realidad del legendario director italiano.
La inauguración el jueves de la sede principal del museo demuestra que «lo que se puede soñar se puede conseguir», aseguró en una visita con la prensa extranjera el alcalde Andrea Gnassi, obcecado con este proyecto desde que asumió la presidencia del consistorio hace diez años.
Fellini (1920-1993) creció en el centro histórico de esta ciudad a orillas del Adriático, alrededor del Castel Sismondo, residencia de los Malatesta, los señores de Rímini en el «quattrocento», y prisión en los tiempos en los que el niño Federico jugaba en sus alrededores con sus amigos.
El edificio, abandonado durante años, renace como la sede principal del nuevo museo, con múltiples instalaciones y gran despliegue de tecnologías inmersivas que permiten al visitante convertirse en «spettautore» (un juego de palabras entre espectador y autor).
La barrera de la pantalla se rompe y el ambiente invita a sumergirse en un mundo casi onírico, como si lo hubiese diseñado el propio Fellini.
Paseos por la niebla invernal de la playa de Rímini con los personajes fellinianos, diálogos imposibles entre el Marcello Mastroianni de La dolce vita y el de 8 1/2 o las bandas sonoras de Nino Rota a todo volumen en una habitación inspirada en Ensayo de orquesta (Prova d’orchestra) son algunas de las posibilidades que se pueden experimentar en este nuevo museo.
La imaginación y la diversión acompañan la visita, un repaso completísimo que puede llegar a durar hasta 6 horas si se quiere ver todo el material audiovisual recopilado.
No todo corresponde a películas del cineasta italiano, pues hay también imágenes documentales de archivo que corroboran que Fellini retrató como nadie la Italia del siglo XX.
Escenas de piezas propagandísticas y periodísticas se fusionan con fragmentos de sus películas y, unos fotogramas frente a los otros dialogan en perfecta armonía y se complementan como si formaran parte de la misma pieza cinematográfica.
Desde que, con seis años, pisó por primera vez un cine, el Fulgor, para ver la película Maciste en el infierno (Maciste all’inferno,Guido Brignone, 1925), sentado sobre las rodillas de su padre, Fellini no dejó de soñar con el séptimo arte.
Precisamente en esta sala comenzó a acercarse profesionalmente al cine gracias a un trato con su propietario: el joven Federico, que despuntaba como dibujante, podía ver las películas a cambio de caricaturas de los actores que servían como publicidad para la sala.
Sobre el Cinema Fulgor, en un edificio del siglo XVIII, abrirá en octubre la otra sede del museo, más tradicional y con objetos de documentación y estudio.
La pandemia retrasó la conclusión de este proyecto, pensado en inicio como un homenaje por todo lo alto al centenario del nacimiento del director, celebrado en 2020.
Los dos espacios, Castel Sismondo y Cinema Fulgor, distan apenas 5 minutos a pie. Entre ellos se encuentra la plaza Malatesta, donde recalaba el circo que tanto gustaba a Fellini de niño y que hoy ha inspirado el espectáculo de inauguración del museo.
También este espacio abierto al público, a los pies del teatro de la ciudad, ha sido remodelado con guiños al cineasta, como una larga plataforma de agua que, a través de emanaciones de vapor, simula un ambiente neblinoso.
De noche, proyecciones de los momentos más emblemáticos de sus largometrajes tiñen la pared del Teatro Galli y recuerdan que en esta ciudad costera del noreste italiano nació uno de los grandes maestros del celuloide.
Entre ellos destaca, como no podía ser de otra manera, el beso de Mastroianni y Anita Ekberg en su famosísimo baño en la Fontana di Trevi desierta de La dolce vita.
Roma fue musa y hogar del director, que bromeaba con querer vivir dentro de sus estudios de cine: «Cuando me preguntan en qué ciudad me gustaría vivir, me saldría decir que en Cinecittà», declaró entre risas en una entrevista.
Pero Fellini volvía siempre a Rímini, donde se refugiaba en el Grand Hotel, ligado ya en la cultura popular a los bailes y a la sensual Gradisca de Amarcord.
En Cinecittà grabó sus películas y recreó, basándose en sus recuerdos, los decorados que emulaban detalles de su ciudad.
«Rímini es una dimensión de la memoria», decía Fellini, y por eso no quería representarla tal como era, sino con el filtro de sus recuerdos.