Las últimas ediciones del Festival de Cine Venezolano no han sido fáciles de llevar adelante. En 2019 la crisis económica y social del país trajo a esta cita anual celebrada en Mérida a Caracas. Un año después, la pandemia de coronavirus permitió que se realizara solo en las plataformas digitales, y en 2021 fue un experimento híbrido entre lo online y lo semipresencial. Pero este 2022 será distinto. Del 17 al 21 de julio, el festival regresa a Mérida, su ciudad.
“Volver a Mérida es volver a su sitio natural. El Festival de Cine Venezolano nace en Mérida y se queda en Mérida”, dice Karina Gómez, su directora. “Es un esfuerzo gigantesco porque la virtualidad le da muchas posibilidades, inclusive reducir costos. En este momento los costos son altísimos. Pero en las dificultades hemos encontrado el apoyo el apoyo de todas las productoras de venezolanos, no solamente dentro, sino también fuera del país, para que el festival sobreviva. Esto es un esfuerzo mancomunado de cineastas e instituciones”, agrega.
Se espera que la edición 18 del Festival de Cine Venezolano sea por todo lo alto. Regresará al Cinex Alto Prado y al Multicine Las Tapias. Tendrá las categorías largometraje de ficción y largometraje documental, así como la de cortometraje de ficción y cortometraje documental. Estas últimas tres se integraron al festival hace dos años. Las películas ganadoras se proyectarán en Trasnocho Cultural en Caracas.
También tendrá el Maratón Cine Átomo, una competencia de cortos, rodados en plano secuencia, que se realiza durante los días del festival, una de las actividades estables de este evento desde su tercera edición en 2007. Incluirá, además, la muestra universitaria y talleres de formación.
Las películas que se proyectarán aún están en proceso de negociación. Sin embargo, la organización del festival adelantó alrededor de 15 películas en la categoría de largometraje ficción, entre las que estará Hijos de la tierra, de Jacobo Penzo, fallecido en 2020. Se trata de su última producción en la que explora cómo la industria petrolera venezolana afectó a la Venezuela rural económica y socialmente, un tema que exploró en obras anteriores como Territorio extranjero (1994) y Cabimas, donde todo comenzó (2012).
En la categoría largometraje documental se proyectarán 10 películas aproximadamente, entre ellas La Danubio (2020), de Ignacio Castillo Cottin, que muestra la historia de una de las pastelerías de mayor tradición de Caracas, que se estrenó en la plataforma de Trasnocho Cultural en plena pandemia. El jurado tampoco está definido por completo, pero ya tienen confirmada la participación de Nicolas Azalbert, programador del Festival Biarritz Amérique Latine, que lleva lo mejor del cine latinoamericano a Francia desde 1979.
La programación del festival enfrenta nuevos desafíos generados por la diáspora: cineastas venezolanos que siguen haciendo películas, pero ya no son producciones venezolanas. Son españolas, como el caso de Las consecuencias (2021) de Claudia Pinto, que coescribió con el también venezolano Eduardo Sánchez Rúgeles; o son mexicanas, como el caso de La caja (2021), de Lorenzo Vigas, que se estrenó en la edición 78 del Festival de Cine de Venecia.
“Una de las exigencias del festival es que las películas sean de directores venezolanos o la productora sea venezolana. Para nosotros es importantísimo. Si no están en competencia, igual van a estar dentro del festival, dentro de lo posible, y cuando las distribuidoras internacionales lo permitan”, explica Gómez al respecto.
Los homenajes de este año serán para Tarik Souki, el fundador del Festival Nacional del Cine en la década de los años 80 y 90 y del que es heredero el Festival de Cine Venezolano; para el Circuito Gran Cine, aliado del festival que cumple 25 años, así como para el cineasta Thaelman Urgelles.
No solo será presencial en Mérida. La opción online estará disponible nuevamente en la plataforma de Cine Mestizo, con quienes trabajaron la edición pasada de manera gratuita. “Vamos a mantener la virtualidad, porque es un logro y un acierto hacerlo para la gente que no se puede movilizar dentro del país y para los venezolanos en el exterior”, comenta Gómez y reafirma la necesidad de un evento presencial: “Un festival de cine también es socializar y ver cine. Además, el festival nació, desde sus inicios, no solamente por la movida cinematográfica, sino por la movida turística y económica del estado Mérida”.
Mérida, la capital del cine nacional
Fue en los andes venezolanos donde se discutió por primera vez en 1969 la necesidad de una ley que protegiera y estimulara la cinematografía nacional, y ese mismo año se creó el Departamento de Cine de la ULA —hoy Centro de Cinematografía—, que, desde su fundación ha producido más de 170 títulos, incluyendo coproducciones. Años después, en 1998, la universidad conforma la Escuela de Medios Audiovisuales que forma cineastas, guionistas y hasta actores.
No es casualidad que Mérida sea también la anfitriona del Festival de Cine Venezolano.
Realizado desde 2005, es heredero del Festival de Cine Nacional, cuya primera edición se realizó en 1980 y contó con todas las películas realizadas entre 1979 y 1980. En ese entonces el festival contaba con el máximo galardón, llamado “Gran Premio Libertador Simón Bolívar”, que se le otorgó por primera vez al documental El domador (1978), de Joaquín Cortés. Luego, le siguieron cuatro ediciones: 1982, 1984, 1986 y 1990.
“En esa época yo era un estudiante universitario de Comunicación Social de la UCV y me acercaba al festival de cine por curiosidad, quería conocer las obras cinematográficas que estaban en pleno apogeo”, cuenta Bernardo Rotundo, director del Circuito Gran Cine. “Esos cinco festivales fueron la semilla”, agrega quien fue coorganizador del festival durante sus primeros años, luego de que se retomó en su segunda etapa.
Con 25 películas, hechas entre 1998 y 2005, comenzó la primera edición del festival. “Yo recuerdo que el primer festival no fue muy concurrido. Por más experiencia que tengas organizando festivales, las primeras ediciones son las más difíciles. Logramos hacer una correctísima programación en Cinex Alto Prado y otros lugares de la ciudad”, recuerda Rotundo sobre la edición en la que Manuela Saénz (2000), del director Diego Rísquez, con guion de Leonardo Padrón, se alzó como la Mejor Película.
Pero después de la segunda y tercera edición la asistencia comenzó a crecer hasta llegar a 27.000 espectadores y en 2012 ya se consideraban un festival consolidado. “A veces era difícil controlar el volumen de personas que iban a las salas; muchas se quedaban afuera. Hacíamos programaciones desde la 1:00 pm hasta las 9:00 pm. En algunos casos hicimos programaciones a las 11:00 pm”, agrega Rotundo.
Los organizadores también se esforzaban por elevar la producción. El festival llegó a tener jurados de la talla del cineasta argentino Carlos Sorín (segunda edición), Érick Gonzalez, director de programación del Festival de Toulouse (quinta edición), así como cabeceras del Festival Internacional Cine de Guadalajara en varias ediciones: Jorge Sánchez (cuarta edición), Iván Trujillo (quinta edición) y Gerardo Salcedo (octava edición). “Al traer a personalidades vinculadas con festivales de primera línea y el negocio de la distribución, un objetivo esque nuestras películas tengan oportunidad directa de proyectarse hacia el exterior”, dijo Gómez en 2013.
“Recuerdo lo típico del festival: el ambiente súper estimulante. Las proyecciones masivas”, dice Alejandro Bellame, quien ganó el premio a la Mejor Película en 2011 con El rumor de las piedras y fue jurado en 2012. “Yo llegué con la película recién terminada, nadie sabía mucho de ella y fue como muy grato ver la sorpresa y percibir los buenos comentarios. El festival siempre procura tener ese ambiente relajado, pero con mucha riqueza creativa, mucha información, conversatorios, personas invitadas interesantes, que le da ese perfecto equilibrio. También está lleno de estudiantes. Es muy relajado, muy libre, muy informal si se quiere, pero también con un grado de rigurosidad y profesionalismo muy alto”.
A partir de 2016, la inestabilidad del servicio eléctrico se sentía con mayor fuera en la ciudad. La crisis empezaba a hacer mella el Festival de Cine Venezolano y no solo la de los servicios públicos, sino también la política. En 2017 logró exhibir El Inca de Ignacio Castillo Cottin, luego de que se levanta la medida judicial que prohibió su proyección en Venezuela. Ese mismo año también hubo protestas en contra del homenaje que rindieron al director Román Chalbaud por sus vínculos con el chavismo y cuya película La planta insolente competía en la selección oficial. Ya en 2019 la crisis de los servicios públicos y la escasez de gasolina enviarían el festival a Caracas.
Sobre su pertinencia, Bellame dice: “Los festivales son lugares propicios para la reflexión, para ver qué se está haciendo, para el intercambio de ideas y de posturas. Al contrario, creo que debería haber más festivales, porque es lo que permite que el cine crezca, porque funciona como estímulo a los estudiantes y a las nuevas generaciones”.