En su paso por la vida Carlos Cruz-Diez dejó grandes enseñanzas a varias generaciones de venezolanos. Y, también, muchos amigos.
Uno de ellos, el artista plástico Jacobo Borges.
Quizá no son muchos los que saben que el autor de obras como Imagen de Caracas, La coronación de Napoleón o La Celosía trabajó para Cruz-Diez cuando tenía 14 años de edad.
Aquella experiencia, llena de encuentros con intelectuales y artistas, cambió la vida de Borges y fue decisiva para su carrera como artista.
En esta carta, Borges cuenta parte de cómo fue su relación con Cruz-Diez, a quien considera, junto con Aquiles Nazoa, su maestro.
Sobre Carlos Cruz-Diez
Jacobo Borges
Septiembre 2016
Hay encuentros que son definitivos en la vida de una persona.
Un día mientras yo estaba en el taller de grabado de Pedro Ángel González, apareció Carlos Cruz-Diez.
Yo era un carajito que no veía futuro, y ver a Carlos moverse en el taller, con aquella seguridad y sonrisa entre los estudiantes, derrochando generosidad, viendo con interés cada trabajo… era difícil trasmitir lo que fue ese momento para un niño de 14 años que soñaba con estudiar pintura, algo que yo sabía que era imposible. No tenía recursos para eso.
Yo era un niño mirando aquella escena. No recuerdo una imagen tan impactante en mi vida como ese instante.
Pero sabía, no sé por qué, que me vida iba a comenzar de nuevo. Y Carlos sería importante para ese sueño.
Al día siguiente me aparecí en la oficina de Carlos buscando trabajo con una carpeta que, por nerviosismo, le tiré, desde lejos, sobre su mesa. Carlos saltó del susto riéndose y mirándome. «¡Mira lo que hizo el carajito», dijo. Y me contrató.
Con el sueldo de la primera quincena compré mi primera mesa de dibujo, que todavía conservo y uso.
Pero lo más importante de trabajar con Carlos fue lo que aprendí con él. La disciplina, la capacidad de resolver problemas, la responsabilidad con lo que hacía, la entrega total al trabajo como fuente de creatividad.
También aprendí ese don de interesarse por los demás, que hacía que su oficina fuera un centro cultural en aquella Caracas. Todos los días llegaban intelectuales, escritores, músicos.
Una mañana se apareció Alejo Carpentier con una copia a máquina de un capítulo de El reino de este mundo, que acababa de escribir. Otro día el escritor Óscar Guaramato fue a que le ilustrara el cuento que ganó el Premio de El Nacional.
Héctor Mujica, Alfredo Sadel y Jesús Soto se ponían de acuerdo con Carlos para la serenata que darían el sábado o el domingo. Y aún así él trabajaba como loco.
Esa fue mi escuela.
Tiempo después, Carlos me propuso que estudiara pintura y tenía resuelto el problema económico trabajando dos horas diarias.
Hace tres años, Alejandro Freites me llevó a Panamá para ver a Carlos, que no sabía nada. Cuando me vio, me dio un abrazo y exclamó: «Mon fils!» (¡Mi hijo!).
Él tenía casi 93 años y a mí me faltaba poco para llegar a los 85. Fue un encuentro de un joven artista con su maestro.
Ahí me dijo: «¡Claro que creía en ti, por eso te mandé a estudiar pintura!».
Eso que Carlos hizo conmigo lo hizo también con varias generaciones de artistas que se formaron con él.
Es muy difícil separar a Carlos de la historia de la cultura venezolana. Él no solamente existe en lo visible de las obras que están en la ciudad, sino en el corazón de varias generaciones de venezolanos.
Él, así como Aquiles Nazoa, fueron mis tutores, mis padres y siempre están presentes.