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Cruz-Diez: «La maravilla del arte es que los resultados son optimistas»

Incansable y de muy buen humor, a los 94 años de edad el maestro continúa trabajando en sus talleres de París y Panamá. Recientemente inauguró otro paso peatonal, ahora en Los Ángeles

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Carlos Cruz-Diez recibe la llamada en su atelier de la capital francesa y es él quien inicia la entrevista.

–¿Cómo está Caracas?

–Bien, maestro, con mucho sol, calor y muy convulsionada. ¿Y París?

–Hoy hace un día muy bonito. Cuando hay sol en París hay que aprovechar. Está bello el día.

De muy buen humor, con muchas carcajadas de por medio y una memoria envidiable, el maestro del color comienza a hilvanar su historia, que se teje con el desarrollo y la consolidación del arte óptico en el mundo. Pero hay que empezar por lo más reciente: el 17 de agosto Cruz-Diez cumplió 94 años de edad.

¿Cómo celebró su cumpleaños, maestro?

—Caramba, en familia. Con mis hijos y mis nietos, los que están aquí en París y los que vinieron de Panamá. Todos se reunieron para celebrar conmigo. ¡Todavía no puedo creer que sean 94! Pero fue muy grato. Como tenemos la tradición de parranda, ¡hicimos una! (risas). Con buenos vinos, buena comida y música.

¿Y qué tipo música?

—Siempre he sido melómano, siempre he escuchado música. Y toda mi familia lo es. Desde lo clásico, académico, hasta Guaco (risas).

¿Y usted baila?

—Yo bailo a toda esa gente (risas). Guaco, Oscar D’León, Cheo Hurtado. Hemos sido amigos. Siempre he tenido amigos músicos. En mi casa en Caracas se reunían Morella Muñoz, Jesús Sevillano, Alfredo Sadel, todos ellos. La música siempre me ha acompañado en mi casa y en mi trabajo.

¿Con música enamoró a su esposa?

—Sí, así enamoré a mi mujer. Le llevaba serenatas con Chucho y con Alfredo a su balcón en San José. También con otros serenateros, hasta Juan Vicente Torrealba. Todos mis hijos tocan algún instrumento.

¿Qué recuerda de esa época?

—Una de las cosas que más recuerdo, que nos caracteriza hasta ahora y que espero que no se pierda, es el cariño y el afecto. Recuerdo que cuando me vine a París por primera vez, en 1955, escribía todos los días a mis amigos de Venezuela y nadie me respondía. Cuando regresé, dos años después, me encontré que era como si no me hubiera ido. Todo el mundo me recordaba con el mismo cariño, lo que pasa es que no teníamos la costumbre epistolar. Pero el afecto, el abrazo, la alegría del reencuentro es parte de nosotros. Siempre ha existido en las épocas más oscuras, como en la de Pérez Jiménez. La amistad se sobreponía.

¿Y de los años que trabajó en El Nacional?

—¡Miguel Otero también era mi amigo! Le di clases a sus hijos en mi taller de diseño, en Quinta Crespo. Ahí, al Estudio de Artes Visuales, Miguel Henrique y Mariana iban a aprender dibujo los viernes. Miguel fue un amigo de mucho tiempo. Y cuando empecé en El Nacional fue una gran experiencia, un placer. Él era un humorista y llegaba en las tardes a la redacción, se apoyaba en mi mesa de dibujo y conversábamos largos ratos.

¿Trabaja todos los días?

—Me levanto muy temprano y a las 9:00 am estoy en el taller. ¡Desde siempre! En las tardes también vengo y salgo como a las 7:00 pm. A veces me quedo mucho más tiempo. A mí no me cansa trabajar. Inventar, diseñar, buscar soluciones a cosas inéditas es una diversión, no es un trabajo. La maravilla del arte es que los resultados son optimistas, nos asombran. El arte nunca es derrota, es un éxito. Lo que agota es cuando el artista fracasa en su intento, que espera por mucho tiempo hacer algo que no logra. Esa es la etapa de sufrimiento que los artistas vivimos de tiempo en tiempo.

¿Ha logrado darle respuesta a las preguntas que se ha planteado?

—A la mayor parte, no a todas, como es normal. Me satisface que lo que me planteé en los años cincuenta, que para mí era evidente y nadie lo veía, hoy en día es evidente para los demás. La gente aprendió a ver, ve más, oye más, lee más. El arte nos enseña y ahí se ha cumplido parte de mi trabajo. Cuando presenté por primera vez la cromosaturación, en el año 1969, era una obra de 1965 y a nadie le interesaba en esa época. Logré exponerla en el Museo de Grenoble, pero la gente entraba y como no veía objetos ni dibujos, sino el vacío, se salía. Hoy ya la gente entra y se da cuenta que está sucediendo algo, se detienen y comienzan a descubrir el color. Comprenden el asombro del color como fenónemo, no pintado en una superficie sino como un hecho fenomenológico que nos concierne, nos modifica, nos hace significar. Eso está presente en mi trabajo.

¿Han cambiado sus obsesiones?

—Lo fascinante y sorprendente es que cada vez aparecen nuevas cosas. Cada obra que diseño, como las diseño, una cosa es pensarla y otra hacerla. Las obras están en mi cabeza. Yo había pensado ciertos resultados y cuando se materializan hay una cantidad de elementos imponderables, aleatorios, como la luz, la intensidad, la distancia, la visión, todo eso aporta información que no había previsto. Y eso me da soluciones para futuras obras. Cada obra es fuente de otras. Por eso me he mantenido tanto tiempo en la investigación, porque es una sorpresa permanente.

¿Hay algo que cambiaría de su vida?

—Comencé esta aventura en 1954, después de haber pasado años en otra, creyendo que era la correcta, la de la denuncia social. Después de muchos fracasos entendí que la denuncia social a través de un cuadro no va a modificar en absoluto la sociedad. Lo que debía hacer era modificar el arte, porque cuando este da un aporte cambia implícitamente la sociedad. Tenía que innovar. Ahí queda una fuente de investigación para futuras generaciones. No he terminado con mi discurso, hay muchas cosas por decir todavía.

¿Qué le gustaría volver a vivir?

—¡Todo lo que he vivido! Eso es suficiente. He sido un privilegiado. He tenido la oportunidad de formar una familia maravillosa, que me ha ayudado enormemente en el desarrollo de mis ideas. Eso sería muy difícil que volviera a suceder. Yo soy una excepción, dados los cambios de la sociedad, en la que cada vez se dificulta más la familia. Sería muy complicado volver a vivir lo que ya he vivido.


Respuestas en la ciencia

“Si quería buscar un nuevo discurso no podía hacerlo con lo que estaba en juego en ese momento en la pintura. Tenía que buscarlo afuera”, dice Carlos Cruz-Diez cuando se le pregunta en qué punto de sus investigaciones encontró respuestas en la ciencia.

“El mundo del color es la percepción, la física, la luz. Me hice una disciplina de lectura sobre investigaciones en esos temas. No era la ciencia en sí, sino buscar información para poder decir. Yo quería decir que el color estaba en el espacio y se modificaba continuamente. Y esa información la podía encontrar en la física, en la fisiología de la visión. No soy un demostrador científico, mi discurso es de pintor”, añade.


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