“Los poetas no tienen biografía, su obra es su biografía”, escribió Octavio Paz. La frase es tan hermosa como engañosa. Define bien a poetas como Fernando Pessoa y otros cuyas peripecias vitales pueden resumirse en el blanco y negro de una página. Es el caso de Borges o Emily Dickinson. Pero nos engaña si pensamos en Arthur Rimbaud, Lord Byron, Anna Ajmátova, André Breton, Roque Dalton o Czeslaw Milosz y algunos más que vivieron tanto en la obra que escribían como metidos de cabeza en su época. Caupolicán Ovalles pertenece más a este último linaje. Pero lo hace de un modo oblicuo, paradójico. Porque si un lector quiere entender las raíces profundas de su vida, más allá de la vanguardia artística de El Techo de la Ballena y la ruidosa bohemia de La República del Este que lo hicieron célebre, debe por fuerza ir a su poesía. Más exactamente a los poemas que forjó en la década de los 60 y 70, con libros que van de Duerme usted, señor presidente? a Copa de huesos y, en particular, a la Elegía a la muerte de Guatimocín, mi padre, alias el Globo. Se trata de un poema extenso pero de pocas páginas en el que la mirada del joven poeta que era Ovalles al escribirlo muestra la desolada fascinación del niño que era cuando vio morir a su padre enfermo de tisis.
“Mi padre ebrio es lo mejor que he visto.
Me da monedas me presenta a sus amigos y dice “este indio promete”
y he prometido después de todo y por eso Guati
Domingo también se llamaba tenía razón
Había nacido el cuatro de agosto y esto lo supe después que sus pulmones
nos lo arrebataron”
(…)
“En 1945
se muere (y estira la pata delante de sus hijos
es lo más impresionante
VER
cómo el padre de uno se muere ante los ojos de uno
y ver ese terrible movimiento de los músculos que dejan la vida)”.
La Elegía a la muerte de Guatimocín es mucho más que este momento congelado ante los ojos del un niño de nueve años. Verso a verso, el autor va trazando la profunda afinidad entre el padre y el hijo, incluyendo el carácter dionisíaco y la rebeldía política, todos rasgos presentes en Guatimocín, quien fue a dar un año a La Rotunda, la cárcel política de Gómez, por causa de una legendaria parranda de quince días en la que despilfarró una fortuna.
***
Esas coordenadas vitales se repiten en el mito Caupolicán, el poeta, o Caupo para sus amigos, quien, como buen discípulo de Blake y Rimbaud, buscaba el conocimiento poético a través del desarreglo de todos los sentidos. Pero a diferencia de otros seguidores del romanticismo y el simbolismo, la obra de Ovalles tenía un cable conectado al aquí y el ahora de su país, en particular, a la lucha armada y cultural por implantar en Venezuela una revolución de izquierda modelada a partir de la experiencia cubana.
Caupo se debía a la sociedad, igual que Rimbaud, y por eso tenía la vista puesta en ella para criticarla, celebrarla y gozarla. Tanto que su autoasignada misión consistía en “descubrir el mundo que se tiene ante las narices”: un mundo en el que pulsean la muerte y la vida sobre el telón de fondo de la generación rebelde, la de los 60, que buscó con el mismo ímpetu el poder mediante la lucha guerrillera y el placer a través de la vanguardia literaria y artística, el happening y la bohemia.
No es casual que en “Seña y contraseña”, manifiesto personal, grupal y generacional, Ovalles prescriba: “la literatura –o pintura, o cualquier cosa– que no provenga de la rebeldía es una piedra traidora del mar… la literatura que no sea ballenera es salto de rana”.
Aunque el diluvio de petrodólares de los 70 terminó domesticando los ímpetus rebeldes de esa generación bifronte, gran parte de lo hecho por El Techo de la Ballena sigue siendo hoy referencia de vanguardia artística y literaria.
***
Cuando era niño, Caupolicán era mencionado con cariño en mi casa. Su nombre llegaba a mis oídos de niño envuelto del aura bohemia y etílica de La República del Este, que en aquellos años él presidía. Pero Caupo también era querido por algo más sencillo: la autenticidad de su poesía. Mi papá, el poeta Muñoz, era también poeta, bebedor y amiguero pero no bohemio. Radical en sus juicios, para él el mayor elogio con que se podía honrar a alguien era decir que era “un gran carajo”. Cuando mencionaba a Caupolicán, solía recitar de memoria Duerme usted, señor presidente? y remataba otorgándole a su admirado amigo el botón honorífico: “¡Caupo, es un gran carajo!”.
Mi papá murió un día de noviembre y la funeraria Vallés se llenó de cientos amigos, entre ellos muchos poetas, escritores y políticos, que recordaban las proverbiales hazañas en la lucha contra la dictadura, su temperamento arbitrario y su alucinante poesía. Pero fue Caupolicán quien le rindió homenaje en la Asociación Venezolana de Escritores en el primer aniversario de su muerte.
Su nombre siguió por muchos años retumbando en mis oídos más por la mítica República del Este que por el eco de la gesta mapuche. Junto con Adriano González León, a quién veía en Contratema, Caupo pertenecía más a la leyenda que a la realidad. Y después era el padre de Manuel Vicente, hijo de Josefa y hermano de Juan Gustavo y Caupolicán, con quien viajé a La Habana hace ya un par de décadas. Finalmente conocí al legendario Caupo algunos años después, tal vez por intermedio de Mary Ferrero. Y más tarde participé con él, el poeta Humberto Márquez y algunos indomables de la bohemia caraqueña que aun subsistían a fines de los 90, en la fundación del Club del Ron, un banquete espléndido rociado por rones de las barricas más exclusivas de la Hacienda Santa Teresa.
Sin embargo, solo hasta tener En (des)uso de razón en las manos siento que de verdad empiezo a conocer a Caupolicán Ovalles, el poeta e intelectual, autor de una obra profunda y esencial para entender la literatura y la historia venezolana de las últimas cinco décadas. Su leyenda desborda estas páginas, pero su obra es sin duda la mejor puerta para entrar a su biografía.
New York – Cambridge, febrero de 2017.
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