Los anglosajones acuñaron la frase bigger than life para hablar de aquellas estrellas cuya intensidad supera la sumatoria de una fotogénica imagen, una larga lista de películas importantes o una vida turbulenta y apasionada. Ciertamente, Elizabeth Taylor, cuya vida se sobreimprimió a la historia de Hollywood desde fines de los años 40, no necesitó morir joven para convertirse en un mito. Por el contrario, su poderosa influencia en la cultura popular radica en haber nacido casi a los ojos de su público, cuando a los 9 años la Metro-Goldwyn-Mayer la contrató con un sueldo de cien dólares a la semana, para proyectar luego su carrera a lo largo de la edad de oro del cine.
Si bien la actriz falleció en Los Ángeles hace 10 años debido a un infarto cardiaco masivo, la preciosa mujer de la mirada violeta sobrellevó a lo largo de toda su vida una serie de dolencias que se ensañaron con un cuerpo perfectamente esculpido. Se dice que sus primeros dolores de espalda aparecieron tras caerse de un caballo en 1944, durante el rodaje de la película National Velvet con otro niño prodigio, Mickey Rooney. Años después, en 1960, la actriz recibió su primer Oscar por la película Butterfield 8, y se dice que, además de su talento actoral, la muerte de su esposo Michael Todd y una traqueotomía que casi le cuesta la vida a la actriz fueron factores que pesaron en la decisión de la Academia.
No es exagerado entonces decir que, en la biografía de Liz Taylor, fama y dolor iban de la mano. ¿Qué convierte a una actriz en mito? Ciertamente no su afición a los diamantes o los perfumes, tampoco por su decidida participación en actos benéficos y fundaciones de investigación como The Foundation for AIDS Research, fundada por ella a raíz de la enfermedad de Rock Hudson, su amigo y coestrella en Gigante (1956).
En las narrativas que justifican la grandeza, Liz Taylor encarna la curiosa dualidad entre la fragilidad física y la fortaleza emocional. Más allá de su excepcional belleza, su imagen sugirió la serenidad en medio del caos, sugiriendo sexualidad en tiempos de férrea censura de Hollywood. Su leyenda supera al cine: si el millonario filme Cleopatra filmado a su medida resultó un estrepitoso fracaso de taquilla, revisemos la huella que dejó en la cultura de las mujeres de su época: el maquillaje simétrico de sus ojos se convirtió en referente de la cultura pop de los años sesenta, y con ello, un ejemplo de cambio de actitud en mujeres que podían decidir sus destinos como lo hizo la reina de Egipto.
Fragilidad y fortaleza: una contradicción que marca la carrera de una estrella, como ocurrió en el rodaje de La gata sobre el tejado de zinc (1958), cuando durante el rodaje, la actriz recibió la noticia de la muerte de su entonces esposo, el productor Mike Todd, en un accidente aéreo. En lugar de caer inmovilizada por el comprensible dolor, lo utilizó para invadir el entrañable personaje de Maggie.
La fragilidad se impone
Sin embargo, el tiempo y el dolor fueron acumulándose. En los últimos años de su vida, Elizabeth Taylor era noticia no por nuevas películas o escándalos románticos, sino por sus permanentes problemas de salud. Todo reportero de espectáculos en Hollywood debía conocer de su insuficiencia cardíaca, sus dolores de espalda, el tumor benigno al cerebro, sus varias operaciones a la cadera. Cada recaída se convertía en rumor fatal. Las especulaciones por los achaques llegaron a endilgarle Alzheimer, mal que la actriz negó en una entrevista con Larry King en 2006. Los medios se habían costumbrado a sus constantes internamientos, aunque la última temporada de seis semanas en el hospital Cedars Sinai, de Los Ángeles, desde el 12 de febrero, preparó a todo Hollywood para lo peor.
Según precisó la nota de su agente, la actriz murió rodeada por sus hijos, Michael Wilding, Christopher Wilding, Liza Todd y Maria Burton. Fue Michael quien mejor supo plasmar en palabras el perfil de la diva ausente: «Ella fue una mujer extraordinaria que vivió al máximo, con gran pasión, humor y amor. Sabemos que el mundo es un lugar mejor porque mi madre vivió en él», escribió. En efecto: bigger than life.
Los mejores filmes de la actriz
Gigante (1956)
Riqueza, romance y pasión en Texas, una historia épica para un elenco igual de legendario: Rock Hudson es la estrella según el contrato, James Dean quien le roba el protagonismo a golpes de carisma, pero Elizabeth Taylor se lleva en el corazón de la película basada en la novela homónima de Edna Ferber.
La gata sobre el tejado de zinc (1958)
Richard Brooks eligió llevar al color su adaptación de la obra de Tennessee Williams para aprovechar la combinación de miradas: los peculiares ojos violetas de Taylor y el profundo azul de Newman. La angustia y tristeza de su personaje es real: durante el rodaje, su esposo había muerto en un accidente aéreo.
De repente, en el verano (1959)
En la Nueva Orleans de 1937 una rica viuda ofrece a un doctor financiar un hospital a condición de que practique una lobotomía a su sobrina, testigo de la extraña muerte de su primo y quien podría revelar un vergonzoso secreto familiar. Una extraordinaria Elizabeth Taylor en otra obra brutal de Tennessee Williams.
Cleopatra (1963)
Proyecto legendario, cuya leyenda no se basa solo en el cheque por un millón de dólares cobrado por Taylor, sino porque entre sus decorados clásicos se inició su adúltero romance con Richard Burton. Qué importa que 20th Century Fox quedara al borde de la quiebra tras el rodaje: Liz brilla.
¿Quién le teme a Virginia Woolf? (1966)
Siendo veinte años más joven de lo que exigía el papel, la actriz aumentó 15 kilos para encarnar a una cincuentona alcohólica asfixiada en un matrimonio al borde del odio, al lado de su también amado y odiado Richard Burton. Su magistral interpretación le valió su segundo como Oscar Mejor Actriz.
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