La duda de Beatriz Sarlo ante lo apropiado o no de definir como “dictadura” el régimen de Maduro ha despertado polémica. En efecto, manejarse con sutilezas al elegir la palabra más adecuada para describir el horror venezolano puede parecer –ahora que los muertos están en las calles, la población huye hacia las fronteras y el hambre golpea a las puertas– un ejercicio intelectual vano, hasta irrespetuoso. Sin embargo, yo estoy de acuerdo con Beatriz Sarlo, aunque no sé si la interpreto correctamente. Creo que esa distinción es útil para entender exactamente de qué estamos hablando, cuál es la naturaleza del fenómeno chavista, en qué álbum familiar hay que insertarlo. El chavismo, de hecho, no es una dictadura en el sentido en que lo fueron las de Pinochet o Videla; es un típico fenómeno totalitario, y no desde ahora, sino desde sus orígenes.
La oportuna distinción entre dictadura y totalitarismo tiene una larga historia y una tradición sólida. No tiene nada que ver con las categorías de derecha e izquierda en nombre de las cuales se masacran en las redes sociales los tontos del pueblo, los que en el pasado, dijo Umberto Eco, habrían apenas tenido audiencia en la barra de una taberna. Hannah Arendt dedicó páginas admirables a explicar lo que habían representado de nuevo, moderno y monstruoso las grandes revoluciones totalitarias del período entre las dos guerras: el nazismo, el bolchevismo, el fascismo. Las ciencias sociales, especialmente con el sociólogo español Juan Linz, hicieron mucho para afinar el análisis y explicar lo que distingue el autoritarismo del totalitarismo. Hubo incluso gobiernos, pienso en el de Ronald Reagan, que en esta distinción basaron una política de Estado: con las dictaduras, fue su filosofía, se podía cooperar, ya que nada les impediría evolucionar hacia la democracia; en cambio no había cooperación posible con los regímenes totalitarios, basados en una fe de la que no renegarían nunca.
¿En qué difieren, en pocas palabras, los dos fenómenos? Los autoritarismos están basados en un principio de orden: el Estado, la nación, el pueblo están en peligro, dicen, y la dictadura sirve para alejarlo. Con ese objetivo, eliminan la política: no buscan la adoración del pueblo, más bien su neutralización. Las dictaduras no aspiran, sino de forma muy tangencial, a redimir a la humanidad, a purificar la moral del pueblo, a catequizarlo con una nueva doctrina, invadiendo y organizando su esfera privada. Quieren obediencia e inercia. Pinochet o Videla nunca pensaron en fundar nuevas doctrinas, en crear un partido único, en formar organizaciones de masas que encuadraran y movilizaran a toda la población. En el ejercicio de su cínico principio de que el fin justifica los medios, incluso la más repugnante violencia represiva, llegaron a tomarse el perverso placer de legitimarse prometiendo la futura democracia. Al asumir la futura democracia como su horizonte, sin embargo, definieron también sus límites: de hecho, no pudieron impedir que un día la democracia regresara de verdad e incluso, cuando logró fortalecerse, que los enjuiciara o por lo menos desarmara la herencia autoritaria recibida.
Todo esto no se aplica a los totalitarismos. Lo que los caracteriza es su núcleo populista; un sistema de valores y creencias que los convierte en fenómenos religiosos, más que políticos. Ellos no se consideran un interludio entre dos regímenes constitucionales, sino los creadores de un nuevo orden, la nueva Jerusalén, los formadores de un Hombre Nuevo que el régimen libera del pecado y restaura en su pureza original. No sin razón Beatriz Sarlo señala que el chavismo nace bañado por el sufragio popular, por las elecciones: así es, porque los totalitarismos exigen la participación del pueblo, quieren que sea activo, que sea organizado minuciosamente, que reciba el catecismo de la nueva fe, que confiese sus pecados y se muestre disponible a luchar y reprimir en nombre del nuevo Dios. No hay lugar para la autonomía del individuo o para su simple pasividad en el totalitarismo: siempre habrá un comité de barrio, una célula del partido, un vecino entrometido, un espía del gobierno para controlar su estilo de vida y su adhesión a las normas morales del régimen.
Como tal, el pueblo del totalitarismo es una especie de organismo natural que aplasta sin piedad, diría Atilio Borón con su fino humanismo, las toxinas que lo amenazan, las células disidentes que hacen peligrar la supuesta unanimidad del pueblo: a millones, si es necesario, como en la Unión Soviética, en la Alemania nazi y en la China maoísta. Por eso las elecciones son tan importantes para los totalitarismos: son rituales plebiscitarios llamados a ratificar la unidad del pueblo, a demostrar que ese pueblo es un “fascio”, como decía Mussolini, un haz, como repetía Castro. De hecho, los regímenes fascistas tuvieron orígenes electorales, tanto en Alemania como en Italia; también en la Argentina, donde el peronismo nació en los cuarteles pero pasó luego por las urnas. Y no es casualidad que incluso aquellos que nacieron a través de la fuerza, como el castrismo, o los regímenes comunistas de Europa y de Asia, consideraran útil escenificar elecciones y exigir la participación masiva del pueblo: elecciones con cancha inclinada, claro, como lo fueron siempre las del chavismo y del peronismo clásico, o elecciones con un solo equipo, pero elecciones al fin.
Sobre la base de estas consideraciones, es correcto afirmar que el chavismo, el castrismo y el peronismo clásico, al igual que sus antepasados, no son dictaduras simples, sino fenómenos totalitarios; tal vez sería justo decir que son dictaduras totalitarias, ya que una cosa no quita la otra y todos reniegan del pluralismo, del Estado de derecho, de las libertades individuales. Salvo que el totalitarismo es una utopía religiosa y no una realidad objetiva: el pueblo unánime, puro y redimido que el totalitarismo invoca no existe y nunca existirá en la naturaleza. De ahí, que a medida que el pueblo la abandona, se fragmenta, se cansa, la dictadura totalitaria ve su sueño mudarse en pesadilla y se desespera para restablecer la ficción unanimista. ¿Cómo? Con dosis cada vez más masivas de violencia y por la manipulación de las reglas de juego. Es lo que está sucediendo hoy en día en Venezuela. Quién sabe cómo terminará. El fanatismo religioso del totalitarismo y de sus seguidores es capaz de cualquier cosa. Pero una cosa es segura: el dentífrico ya salió del tubo y no habrá manera de volver a ponerlo adentro y el chavismo seguirá tarde o temprano el camino de los totalitarismos que lo precedieron.