Se trata de una historia de un pueblo pequeño que encuentra en el hockey una manera de exorcizar su aislamiento y soledad.
Es Suecia hay nieve hasta los topes, y el lugar se llama Beartown. Visto así, se podría considerar el contexto perfecto para un drama familiar y deportivo, pero la serie –que tiene el mismo nombre de su escenario– es de esas historias que sorprenden, e injustamente podría estar pasando inadvertida entre la programación de HBO y HBO GO .
Beartown, que se emite los lunes, escapa de las cómodas historias de equipos adolescentes que batallan por alcanzar una meta. Yo le diría ‘el efecto Rocky’, ese que tiene clara su ruta para llevar al espectador de la empatía a la expectativa y, finalmente, hasta la emoción desbordada por el triunfo máximo.
Pero Beartown hace un retrato menos épico. Hay esa emoción, y en un principio uno parece entender que la cosa va por los lados de reivindicar a un pueblito con baja autoestima, pero la cosa se pone turbia y lo que parecía un cuadro de emociones positivas se convierte en la vitrina donde se ve la falta de compasión de una comunidad que presiona con todo a esos jóvenes para que alcancen lo que sus mayores nunca lograron.
Una situación que no es nueva, pero que en el marco de la serie se alimenta de un giro interesante en el que hacen su aparición la violencia y el abuso. Entonces, el juego o la vida de Peter, una estrella ya retirada del hockey que regresa a su terruño para darle al equipo juvenil un campeonato importante, pasa a un segundo plano.
Bien lo decía Peter Grönlund, el director de Beartown, en una charla con El Tiempo: «No es deporte en sí; en realidad es una denuncia de la masculinidad tóxica y el silencio que muchas veces demuestra una sociedad a la que no le importa la verdad o la justicia, sino otra cosa».
Y esa cosa que él plantea no es más que el concepto del ganador como motor de toda la historia, pero contado desde una perspectiva más aguda, reconociendo su naturaleza malvada o deshonesta. Beartown es una especie de laboratorio donde uno es testigo de los comportamientos discutibles de esa pequeña célula de sueños rotos.
Un espacio en el que no parecen importar las consecuencias de un acto atroz porque hay algo más grande que no se puede sacrificar, que no se debe frenar, una emoción indescriptible que ya está a muy cerca de experimentarse, cuando en realidad el contexto está lleno de fracturas emocionales y dolores profundos.
Un contraste aterrador que llama la atención de quien está del otro lado de la pantalla, que podría debatir o asustarse ante esta historia que sin tanta histeria o exceso recuerda un principio cruel en el que la mejor manera de lidiar con una tragedia es darle la espalda.