Arianna de Sousa – García siempre estuvo clara sobre sus sueños. Quería ser periodista y lo logró. Quería trabajar en el diario El Tiempo de oriente y lo logró. Quería escribir y lo logró. Pero las circunstancias, como a toda su generación, no la acompañaron. El país en el que se le prometió una vida provechosa le falló.
Nacida en Puerto La Cruz en 1988, periodista, escritora, editora y librera, De Sousa – García es una de los casi 8 millones de venezolanos que están en el mundo. Se fue a Chile en 2016, en un momento en el que las carencias se hicieron tan extremas que comer mangos, una de las frutas más populares de Venezuela, se convirtió en una forma de mitigar el hambre.
Resultaba un riesgo quedarse aquí con su hijo pequeño.
Su experiencia la describe en Atrás queda la tierra (Seix Barral, 2024), una novela de no ficción en la que, entre su propio testimonio y los datos duros que evidencian el drama venezolano, se dirige a su hijo para contarle por qué tuvieron que migrar de Puerto La Cruz, una ciudad costeña, a Santiago de Chile, donde han tenido que adaptarse a las cuatro estaciones.
El libro, en el que conviven la autobiografía, la epístola, el periodismo, la memoria y la poesía, es también una carta en la que la autora interpela a la generación de su padre que apoyó a la revolución bolivariana, no para condenar, sino como una reflexión para entender cómo se llegó a la situación actual, así como al país que la recibió, a la generación de jóvenes que crecieron en chavismo o a los niños que ni siquiera saben aún qué es la democracia.
Atrás queda la tierra funciona tanto como un desahogo como un espacio para la denuncia, y su estilo, de capítulos cortos, de pocas descripciones y continuidades, de cambios de género entre una página y otra, es como una representación de la migración venezolana: diversa, disgregada por el mundo, en constante movilidad, frustrada y, también, con momentos de alegría.
En Chile, De Sousa – García trabaja en la librería Espacio Literario de Ñuñoa y, por ahora, no siente urgencia de volver al periodismo. Su labor como librera le ha permitido leer mucho: afirma que cuando trabajaba en otra librería, Catalonia, leyó toda la literatura del exilio chileno, que ha sido importante en su escritura. No se apresura, tampoco, a la hora de escribir; su oficio es de un proceso lento pues piensa mucho antes de acudir a la libreta. Atrás queda la tierra saldrá en octubre en Colombia y a finales de año en Ecuador, Argentina y España.
—Hay mucha literatura de la Venezuela chavista, pero esta particularidad de narrársela a un hijo provoca una experiencia distinta. ¿Por qué asume la posición de contársela a su hijo?
—Aquí somos muchos. Según la última vez que revisé, éramos, aceptados, más de 500.000 venezolanos. Por supuesto, somos muchos más. A mí eso me impresionó cuando estaba escribiendo el libro. Quizás porque cuando llegué no éramos tantos. Sé que la mitad de la migración venezolana son madres e hijos. Cuando uno ve a esas madres e hijos es claro que tiene que ver con la misma situación que yo pasé. Al final son madres haciéndose cargo de la vida de estos niños. También me di cuenta con el tiempo de dos cosas: uno iba olvidando o las cosas se iban transformando. Luego empecé a recordar que cuando le preguntaba a mi abuelo paterno sobre su propia migración siempre se quedaba en silencio. Lo vi con mi abuelo, con otras personas y lo empecé a ver en mí. Había un silencio muy grande cada vez que me preguntaban por mi migración. Así que la decisión de hacer el libro de esa manera tiene que ver con intentar preservar las cosas según pasaron en mi mente, porque ya había pasado mucho tiempo, y luego para tener respuestas y no silencios ante ese montón de niños que crecen fuera y que su identidad parece estar como flotando.
—¿Qué edad tenía su hijo cuando comenzó a escribir el libro?
—Tenía dos años, cerca de los tres. A mí me interesaba registrar lo que estaba pasando en ese momento. No solo para él sino para todos ellos, porque, por mí misma infancia, sabía que lo que se venía era silencio y distorsión. A nivel de literatura tiene que ver con otras cosas que no distan tanto. Me impresionó mucho en su momento la lectura de De profundis de Oscar Wilde, que es una carta, y me impresionó la lectura de Carta al padre de Kafka: estilísticamente me pareció impresionante.
—Y además introduce datos importantes como cifras de detenciones, violaciones de derechos humanos, migración. ¿Cuál considera es el género de este texto?
—No suelo definir. Mi escritura, puede decirse, siempre ha funcionado de dos maneras: conversando entre muchos géneros o una escritura que va contra el género. Es algo que pensé mucho cuando tomé las decisiones finales del libro. ¿Qué va a ser esto? Como librera también: ¿dónde lo voy a poner? Pero si lo hubiera hecho así no habría dicho todas las cosas que dije. Tendría que ser un libro solo de crónicas o un libro solo epistolar, pero me interesaba hacerlo todo. Tuve la suerte de tener un editor al que le fascinó y me dijo que lo hiciera. Cuando uno piensa en los libros que se familiarizan con el mío la gente usa palabras como artefacto o texto, como para definir esa escritura o nombrarla. Mi editor dice que es una novela. Primero, porque lo contiene todo, y luego porque es una historia que cumple con esos requisitos. Pero para mí es una escritura que tenía que estar en movimiento y usar todos los recursos que tenía que usar.
—Creo que el libro, más allá de los géneros que se puedan mencionar, es una carta dedicada no solo a su hijo sino al país. Luce también como un desahogo o una confesión, pues le habla a su hijo pero además interpela a la generación de nuestros padres por medio del suyo.
—Sí, estoy de acuerdo. A mí me interesaba muchísimo interpelar. Pero también hablarle a un grupo de personas a través de nombres cercanos a mí. Incluso hay un momento en que me dirijo a Chile. Entonces, sí, por supuesto que es una carta y por supuesto que es al mismo tiempo una crónica. Eso es algo bonito. Que el libro se vaya definiendo según los lectores, que vaya teniendo su vida y que vaya tomando su camino, que creo que también va a cambiar.
—La epístola, que utiliza en el libro, parece ser un género que, en una situación tan extrema como la de Venezuela, surge por la necesidad de comunicarse. ¿Lo considera así?
—El género epistolar obliga una cercanía que no te la da ningún otro género. Es como traerse a la persona contigo y hacer posible una comunicación que de otra manera sería difícil. También justamente por ser un género tan personal, tiene mucha flexibilidad. Permite expresarse de muchas maneras. Permite también hablarle a lo perdido, algo muy importante: hablarle a lo que ya no está, lo que ya pasó. Hay un libro que leí, en ese momento en que estaba interesada en la literatura del exilio y la dictadura chilena, que ha sido importante para mi libro porque ahí el autor le escribe a mujeres que ya murieron. Se titula Las cartas de Eros, de Enrique Lihn. Es dar cuenta de que es posible una conversación a destiempo, en otros términos.
—Hay una parte del libro, que creo es medular, sobre la que me gustaría que reflexionara: la interpelación, no para condenar sino para intentar entender, que le hace a su papá y que está dirigida también a toda una generación que apoyó por mucho tiempo a la revolución bolivariana.
—A mí me parece que la única manera que tenía para avanzar, y que todos tenemos al final para avanzar, era entender qué pasó, cómo llegamos a este punto. En qué momento se permitieron tantas cosas en nombre de un proyecto político. Yo lo tuve muy cerca en casa, lo vi en casa de todos mis amigos. Algo impresionante que ha pasado con el libro es que se me acerca mucha gente en secreto para decirme: ‘Yo también soy hija de chavista’. Por supuesto que todos somos hijos de chavista. ¿Ese hombre con cuántos votos ganó? Es como un cuchicheo, un secreto, una vergüenza por llevar eso encima. Para mí era importante establecer un espacio en el que pudiésemos hablar en esos términos, sin insultarnos. Tampoco enfrentados, sino en una conversación. Una conversación que es posible por la distancia y el tiempo. La cercanía física jamás permitiría una conversación de ese tipo. El tiempo que ha pasado, todos estos años fuera, también hace posible una franqueza que no se daría si estuviese en el mismo lugar.
—Las generaciones entre los 20 y 30 años tienen una relación difícil con el país, muy diferente a la que tuvieron nuestros padres, que vivieron la época democrática.
—Nosotros crecimos con el cuento de un país que no pudimos ver. Una historia repetida por los mayores que no estaba a nuestro alcance. Dentro de 10 días voy a cumplir 36 años y alcancé a ver pocas cosas. Pero me acuerdo. Recuerdo lo previo. Una cierta armonía, que además es importante en la mesa venezolana: sentarse a comer y contarse cómo estuvo el día. También recuerdo cuando irrumpió el discurso oficialista en la mesa y no se pudo hablar más. Empezó el cuchicheo y el secreto. A partir de ahí se instauró el secreto en nuestras vidas, a partir de ahí nos tuvimos que callar, tuvimos que pensar y no decir. Creo que la relación con nuestro país es complicada. No quiero hablar ni siquiera del amor que le tenemos, aunque quizás estas dificultades han hecho florecer ese amor. Todos los días me levanto y, al menos dentro de los 15 primeros minutos, pienso en “país mío, quisiera regalarte una flor sorprendente” (verso del Premio Cervantes Rafael Cadenas). Todos los días. Es muy poderoso. Si bien estos cuentos sobre cómo era nuestro país no los disfrutamos, sabemos que eso estuvo ahí. Sabemos que hubo armonía, sabemos que hubo lo suficiente. Y sabemos cuándo ya no lo fue. En esos años escolares todo el mundo empezó a ver cómo cambiaban las cosas, como la llegada de las boinas rojas o el tener que escuchar el Himno en posición absolutamente firme. Creo que hay algo de postergado en nuestra relación con el país y sí tengo una fe absoluta de que vamos a disfrutarlo.
—¿Cree que esta generación de la que hablamos siente rencor hacia el país?
—Creo que hacemos una clara diferencia entre el país y lo que nos tocó. Entre lo que pienso y lo que he conversado con amigos durante todos estos años más bien veo un sentimiento de rapto: de rapto de las oportunidades, de rapto de la familia, de rapto del país. Y, por tanto, nuestros sentimientos negativos no tienen que ver con el país sino con el régimen con el que nos tocó vivir.
—Algo que acompaña el texto, y que resulta ser una luz entre tanta oscuridad, es la belleza del mar. ¿Cómo es su relación con el mar?
—Mi relación con el mar es casi sagrada. Siendo una persona de Puerto La Cruz, cada vez que me dolía la cabeza yo no me tomaba una pastilla, iba a la playa. Crecer frente al mar provoca una mirada ante la vida que tiene que ver con lo contemplativo, lo sonoro y con el sentir. Aquí ha sido difícil porque el mar es frío y bravo. El mío, mi mar, el de oriente, es súper calmo. Si hay suerte, aparece una ola.
—Luego de las elecciones, las denuncias de fraude, la represión y las detenciones, ¿qué sentimiento le genera el país ahora?
—Desde el día de las elecciones he estado en vela. Si en general soy una persona que está pendiente de las noticias y el país, en esta oportunidad he estado casi que en guardia. Primero, por una necesidad de estar presente de alguna manera, y luego, en términos más de la represión y las detenciones, para hacer el trabajo porque el silencio que nos han impuesto durante todos estos años no permite que la gente sepa lo que está pasando. No tengo otra manera de pasar por esto sino estando lo más cerca que pueda. Es decir, yo en el teléfono intentando saber e intentando replicar información para que la gente de aquí la vea y la entienda.
—¿Está esperanzada?
—No soy una persona positiva pero estoy esperanzada. Antes de las elecciones me hicieron varias entrevistas en medios radiales, de política generalmente. Yo decía que no iba a pasar nada en la elección, que estamos secuestrados en nuestro país y fuera de él, porque vivimos en otros lados pero no tenemos acceso a nuestros documentos, no podemos hablar con nuestras familias. Pero mientras se acercaba el día de la elección yo estaba no solo más atenta sino más esperanzada. Es una esperanza que rompe con todo lo demás. Que rompe con la experiencia previa, con el derrotismo, que rompe con todo lo difícil que nos ha tocado fuera, con las cosas allá dentro. Es una esperanza que quizás no tiene sentido, pero existe y hay que trabajar con eso.