Caracas estaba preparada, o eso se creía. Podía esperarse que ocurriera de todo la noche del sábado 16 de marzo en la Concha Acústica de Bello Monte. Lo que se vio era una promesa que tenía meses en gestación: hibridaciones, soberanía sobre los cuerpos, unión de géneros, estilos y mundos, carencia de etiquetas y música. Mucha música. Cruda, electrónica, explosiva, vanguardista y futurista. Orgánica. Muy Arca.
Pero nadie imaginó que lo primero que saldría de la garganta de Alejandra Ghersi, cuando se montó a las 8:00 pm sobre el escenario, sería una «Tonada de luna llena» que seguramente estremecería, de estar vivo, al mismísimo Simón Díaz.
“Luna, luna, luna llena, menguante”. La misma que le sonreía desde el cielo capitalino, despejado y bruno, y le dio permiso a Arca, entonces, de transformarse en una garza e, hipotéticamente, entregarse a lo que solo podía significar, para quienes conocen su profundo arraigo, que había regresado para reconectarse con la Venezuela que dejó atrás hace ocho años y que fue a recibirla entre vítores, aplausos y pedidas de bendición.
“Madre”, “adóptame”, “ídola” o “reina” eran las palabras que de vez en cuando rompían el sepulcral silencio que trajo consigo aquella primera interpretación. Cientos de almas habían caído bajo una hipnosis que arrancó lágrimas a muchos. “Estoy llorando como pendeja”, “Chamo, ¿qué es esto?”: se escuchaban susurros temblorosos, se veían pieles erizadas y bocas entreabiertas. Y se hizo evidente: tras la segunda, tercera y cuarta canción, «Caballo viejo», Alejandra estaba declarándole su amor al país, su cultura, sus grandes exponentes –e inspiraciones– y su gente. Por primera vez, en vivo, y al fin.
Madre
Regaló un “¡Hola, Caracas!” en su tono más dulce y seductor apenas pisó la tarima, pero el saludo quedó relegado tras iniciar su repertorio, que ella consideraría su lado más íntimo, pincelado y romántico.
Se conectó con los presentes a través de luces, impresionantes juegos de colores y visuales que eran un claro ejemplo de su deconstrucción. No era solo cuerpo (grácil, elástico y atlético) sino alma y espíritu.
Así, pues, una Arca casi angelical, de imponente belleza, con cabello azabache liso, muy liso y hasta la cintura, vestida de Haute Couture, y con largas y torneadas piernas que sacaban alaridos espontáneos acompañados de frases como “Nuestra próxima Miss Venezuela”, dejó claro el motivo por el cual vino. Cuando le tocó el turno a «Anoche», su diminuto vestido de transparencias blancas, el primero de sus dos únicos cambios, se movía en perfecta sincronía entre temblores, caricias y gesticulaciones.
En su andar no hay trazo de vergüenza. ¿Quién la tendría si su caminar estaba comandado por sendos virgule heels que bien podían ser de Alexander McQueen o Bottega Venetta?
Se batía el pelo como si su vida dependiera de ello, miraba profundo, conectándose, y dio las gracias como si se le fuera a agotar la palabra. “No puedo parar de darlas, estoy feliz de estar aquí”, repetía. Siempre interactuando, amando y dejándose querer. Maullaba. Se sentía gata, dijo. Pero también loba y «perra empoderada», como siempre lo ha dejado claro, sin pena. Rompiendo códigos.
Se sobaba los glúteos como si pidiese deseos a una bola de cristal, magnética, y caminando de cabo a rabo sobre un escenario que rebosaba en simplicidad, pero cuyo significado era tan grande como ella, Arca no dejaba de lanzar besos y recibir flores del público.
“Mis muñecas mutantes, gracias por tanto amor. Es mutuo”, esbozaba mientras lanzaba besos y bajaba del escenario más veces de la que su mismo cuerpo de seguridad hubiese querido. Se mezclaba con el público y se hacía una con sus fanáticos, recibía besos, elogios y sobadas, que también agradecía.
“Anoche”, “Calor”, “Desafío” y “Machote” completaron el primer set de ocho canciones que, al cabo de una hora, cumplieron su cometido: paz, luz, performance, entrega y amor. “Muñecas, ¿quieren ver otro look? Saben que amo la moda, así que ya vengo”, una frase que cerró la primera de las tres fases de este esperado concierto.
Sin Arca no hay perreo
Un columpio con fines BDSM (o sadomasoquista) en la extrema derecha; un “altar” en el centro donde convergían un gran bote de basura, una lámina de zinc, un órgano de dos piezas y un set de DJ con decks, mezcladora, sintetizadores, parlantes y audífonos y una “caja” de cristal y dos grandes escaleras que la subían a una segunda estructura hicieron vida sobre el escenario. Muchas flores, a su vez, decoraban el lugar. Arca se movía entre aves del paraíso, rosas y claveles. La opulencia no era la regla, pero las visuales al fondo, acompañando en perfecta sincronía cada una de las letras y sonidos de la artista, hicieron memorables sus interpretaciones, e incrementaron su potencia en la segunda parte del show.
Luego de un interlude que duró entre 10 y 15 minutos, una Alejandra con un bodysuit negro, estilo lencería, que solo tapaba lo que debía de su cuerpo para evitar la censura, salió al escenario para darle rienda suelta a su versión “más empoderada, más bicha”, según bramó acompañada de desesperados elogios entre su fanaticada. Puede, sin embargo, que sus botas, altísimas e icónicas, de Rick Owens, sinónimo de su pasión por la moda, tuvieran algo que ver al respecto.
“Rakata”, “Mequetrefe”, “Riquiqui”, “Incendio” y “Prada” fueron algunas de las canciones que dominaron un set que encendió aún más la noche. Seguía bajándose del escenario y continuaba mezclándose entre sus “muñecas mutantes”. Entre jaladas de pelo, incluso, llegó a bromear “¿quién me agarró? Me gustó, do it again”.
Safrisca cual Lolita, gemía, lanzaba besos, hacía lap dances, se mecía entre cadenas y cuero, hacía el amor sin contacto y con ella misma, y destruía parte de su escenografía para sentar un precedente. Se le veía libre, sin críticas. El espacio, que dio cabida a 10 canciones más, fue una lectura interseccional: combinó claramente la riqueza cultural del reguetón con sus muchas influencias externas y multiculturales, así como con influencias de su género y sexualidad fuera de las normas.
Esta segunda fase culminó con dos grandes momentos: Arca en medio del escenario tocando, al ritmo de sus tracks, tanto el bote de basura como la inmensa lámina de zinc que colgaban en el medio, y la afinación seguida por un pequeño showcase de sus conocimientos como cuatrista que arrancó gritos y aplausos entre los asistentes.
De nuevo, rendirle tributo a Venezuela parecía la regla.
“¿Cómo hago para tocar con este look?», dijo acomodándose el instrumento entre los pequeños retazos de su vestimenta. “No lo había pensado”, se reía. Cinco minutos y otro de sus “gracias” después, era la hora de continuar.
Volver la música venezolana algo industrial
Pinchar. Entiéndase: poner música. Le había llegado la hora a Arca y no solo de ponerla, sino de hacerla.
Con un inglés perfecto le daba directrices a su crew para darle rienda suelta a lo que sería su última presentación. Fueron alrededor de 20 minutos, y casi pisando las 10:00 pm, cuando la verdadera transgresión comenzó.
Entre naturaleza, mecánica, metales, voces distorsionadas y un sinfín de sonidos más, el momento se convirtió en algo parecido a una alucinación. Un viaje astral. El galardonado director de Hollywood David Fincher estaría de acuerdo con usar sus particulares mezclas para sonorizar sus películas. El mundo alienígena de Arca cobró vida llevándose a todos consigo.
El público, que estuvo parado la mayoría de ese par de horas de concierto, comenzaba a sentarse, no por cansancio sino para apreciar lo que ocurría: un sonido desfigurado, experimental, a medio camino entre la pista de baile y el arte sonoro, y que hace inferencia a los a cuerpos híbridos, intervenidos, deformes. Ese momento, de hecho, ratificó a Arca como una artista de nicho.
No habló, solo pinchó. También lanzó besos y siguió mirando profundo mientras se quitaba una que otra espina, chupándose los dedos, que se le incrustaron después de lanzar flores por doquier. Estaba inmersa.
“Quería mostrar mi lado nerd, por eso dejé de cantar”, dijo Arca al terminar. “Gracias por aceptar todo de mí”, agregó, como si ver sentadas a las miles de personas que fueron a verla provocara alguna duda en ella. “Ya casi es hora, así que antes de irme quiero ver perreando de nuevo a todo el mundo. ¡Liberen su energía y su amor!”, gritó entre ensordecedores aplausos.
Sonó entonces “KLK”, su tema con Rosalía, volvió a pasearse por una Concha que parecía más su pasarela personal. Con “Tiro”, culminó una noche en la que Alejandra Ghersi entretuvo como quiso, y porque quiso, a un país que clamaba su presencia desde hacía años y que retornaría a sus casas sabiendo que formaron parte de un hito: ver a la única artista trans en hacer un concierto en las casi siete décadas de historia del recinto.
Arca en todas partes
Desde las 2:00 pm, hora en la que comenzaron a llegar las primeras personas a la Concha Acústica, Arca estuvo en todas partes.
Eso de que “La conocerán en su casa” o “¿Quién es esa?”, comentarios que se repitieron de manera constante en redes sociales previo a su visita, no tenía cabida. Lo que ocurría en Bello Monte decía otra cosa.
El sábado fue un día de encuentro entre hadas y duendes, ángeles y demonios, medievo y renacentistas, mujeres y hombres, andróginos, cisgéneros, transgéneros, no binarios y fluidos, y entre muchos otros. El potencial humano se hizo presente en todo su esplendor a través de la creatividad y el individualismo.
No hubo alboroto. Era un espacio seguro para ser y estar, y no por el garante de seguridad (gracias a los cuerpos policiales) y de salud (con la labor de la Cruz Roja), sino por la tolerancia y la aceptación que se respiraban desde que la gente comenzaba a subir las gradas que los llevarían a sus asientos.
Lo que sí había era baile, mucha energía, y Madonna de fondo entre abrazos fraternos, besos enamorados y sonrisas cómplices.
“Justo aquí, en este momento, se está escribiendo un nuevo capítulo en la historia musical de Venezuela”, había dicho antes de comenzar el concierto la influencer y comediante aragüeña Neisser Banout. Y eso parece.