Los personajes de Diorama (Monroy Editor), la más reciente novela de Ana Teresa Torres, viven siempre con miedo, zozobra y preocupación, a pesar de que son residentes de un país con un nombre sugerente: el Reino de la Alegría.
Se vive bajo la más extrema opresión, al punto de que ser feliz es obligatorio, el odio es penado con cárcel y tener una biblioteca privada es una amenaza para el régimen.
Mientras tanto, la pobreza y la miseria socavan la dignidad de sus ciudadanos, que además presencian el desdibujamiento del país en el que crecieron: lugares emblemáticos, como cafés, hoteles o librerías, desaparecen de manera repentina y son sustituidos por otros negocios con encargados indiferentes a lo que ocurre a su alrededor.
Los ciudadanos del Reino de la Alegría son manejados como si formaran parte de un experimento mientras el régimen emprende un proyecto que garantice evitar rebeliones, el cual consiste en borrar la memoria desapareciendo los libros y los lugares que pudieran resguardar recuerdos, y luego ordenar la creación de dioramas de espacios como un zoológico o un centro comercial con el fin de, como explica Ana Teresa Torres, crear “narrativas felices”.
La autora dice en el capítulo “El museo de los lugares perdidos”: “Durante los primeros tiempos del Reino de la Alegría toda la era anterior había sido desgastada, denigrada, dañada; como la costumbre romana, fue condenada a la damnatio memoriae, es decir, la condena del recuerdo de un enemigo del Estado tras su muerte”.
La esperanza en el Reino de la Alegría parece recaer sobre dos elementos. El proyecto de Dimas de reseñar los libros y los lugares desaparecidos, y en el amor entre él y Samid. Ella constantemente le recuerda, sin detalles, que tienen que hablar de su relación.
Pero en un país sin la mínima rendija para la libertad, hasta la esperanza puede implicar riesgos.
—En su novela plantea una característica de la Venezuela chavista: la desaparición de los lugares. Pasa con los teatros, las librerías, los hospitales; cualquier establecimiento, incluso si es histórico, deja de existir sin muchos dolientes.
—Dimas se propone una misión imposible e inútil, la creación del museo de los lugares perdidos. De ese modo almacena algunos lugares privilegiados para él y para los otros porque forman parte de la memoria colectiva, un concepto del filósofo Maurice Halbwachs, citado en la novela. Es decir, de ese patrimonio que compartimos con nuestros contemporáneos compuesto por referencias comunes, desde los monumentos, los hechos históricos, hasta las particularidades de una ciudad, de un barrio, de una calle. Esa memoria existe como una producción colectiva y sustenta nuestra identidad. Entonces, la desaparición física, así sea de los lugares más banales como una cafetería o una pequeña tienda, o unos árboles, o de los más connotados como un museo, un hospital, una institución cultural, es una herida de la memoria y de la identidad, que requiere ser registrada como parte del pasado de un colectivo. Lo que Dimas ve en sus recorridos por la ciudad son los espacios en blanco que han dejado esas marcas desaparecidas.
En Venezuela no creo que esas ausencias pasan del todo sin atención, con cierta frecuencia sabemos acerca de lugares cerrados, otras veces acerca de espacios cuyos objetivos se han modificado, y en ese sentido de alguna manera también desaparecen. Pero, por supuesto, muchos íconos de la memoria colectiva dejarán de serlo, y en cierta forma esa ausencia queda alineada dentro de una estrategia de cambiar el pasado, al que se une la modificación de nombres de monumentos, calles, edificios, etc., y más grave todavía, el negacionismo de muchas políticas públicas que se realizaron durante el período democrático.
—Imponer la felicidad suele ser una obsesión de los regímenes autoritarios. En Venezuela tenemos el Viceministerio de la Suprema Felicidad. ¿En qué punto respecto al Reino de la Alegría considera se encuentra nuestro país?
—Los regímenes autoritarios, las dictaduras en general, necesitan mantener en silencio las críticas y los desacuerdos; una manera, por supuesto, es la represión, pero también la creación de narrativas felices, según las cuales, en algunos casos, como Corea del Norte, se reglamentan las situaciones en que las personas deben mostrar públicamente su alegría y reír, o, por el contrario, su tristeza y llorar. En Venezuela se creó en 2013 el Viceministerio para la Suprema Felicidad del Pueblo, con el objetivo de agrupar la administración de las distintas misiones sociales. No hemos sabido mucho más del asunto, pero lo importante es comprender la estrategia de poner nombre y apellido a las utopías diseñadas para mantener oculta la otra cara de la realidad. La construcción de una ficción es la base de toda utopía, pero cuando esa narración se va alejando cada vez más de la realidad, y comienza a convertirse en distopía, se hace indispensable reforzarla. Eso es lo que ocurre en la novela. El desmoronamiento es cada vez más patente, y se recurre a una estrategia paródica e inverosímil, como es construir fragmentos de realidades alternas (el Diosalud, el Diozoo, el Diomall, el DioHábitat) a través de maquetas que representan escenas estéticas conocidas como dioramas.
—¿Considera que la distopía es uno de los mejores géneros para narrar nuestra historia reciente?
—No es el único, desde luego, pero se adapta muy bien a narrar estas historias que van componiendo el momento presente. Desde el punto de vista de la crónica y del reportaje, y del testimonio autobiográfico, se ha recogido en estos años una producción muy notable. Para los novelistas, que hemos elegido el camino de la ficción, y por lo tanto la recreación y distorsión de la realidad, la vía distópica es muy tentadora. Un “espejo distorsionado”, lo llama Krina Ber.
—Si hay algo que amenaza al régimen del Reino de la Alegría es el Instituto Nacional del Archivo y las colecciones privadas de libros. En nuestro país existe el temor por la pérdida de la memoria con la desaparición de los archivos de los periódicos más importantes, por ejemplo. ¿Podría reflexionar sobre este tópico planteado en Diorama?
—La situación venezolana en cuanto a la desaparición de los registros de la memoria es muy dura, y posiblemente irrecuperable. Cuando algunos periodistas informaron acerca de lo que había ocurrido con los archivos hemerográficos, quise pensar que podía tratarse de un error, pero tristemente es cierto, y hasta donde entiendo, su pérdida debe atribuirse a los propios medios de comunicación. También hemos sido testigos en estos últimos años de la destrucción vandálica de bibliotecas y archivos universitarios. Pareciera una acción sistemática que ocurre en la total impunidad y que completa el círculo de destrucción del conocimiento. A lo que habría que añadir las malas condiciones de conservación de algunas bibliotecas que subsisten. En cuanto a las colecciones privadas de libros y documentos, la situación es igualmente dura. Es muy difícil encontrar una institución que acepte donaciones por razones de espacio, de presupuesto, de recursos, y el destino de la mayoría de esas bibliotecas es la venta al por menor, la destrucción del libro para el reciclaje de papel, y la desconfiguración del criterio de su coleccionista. Hablo con conocimiento de causa, y con preocupación por el destino de mi biblioteca de literatura y otros temas afines, que sin ser una gran colección puede ser muy útil para los interesados, ya que muchos de los títulos que contiene son por ahora inaccesibles en Venezuela.
—Otro de los problemas que encontramos en regímenes autoritarios es la proliferación de las enfermedades mentales: en Diorama muchos de los personajes tienen comportamientos que apuntan hacia la ansiedad, la depresión, la esquizofrenia. ¿Es una característica que ha encontrado en sus investigaciones sobre los países que vivieron el comunismo?
—Esto es muy difícil de responder con certeza porque, por una parte, no tenemos cifras consistentes de salud en general, y menos de salud mental. Tampoco manejo información directa, ni de Venezuela ni de otros países, lo que me parece bastante claro es el estado depresivo de muchas personas que no pueden hacerle frente a las exigencias de su vida, que ven su futuro con pesimismo, y también duelos causados por la emigración, y por la pérdida del país deseado. No tengo a mano el libro para citar textualmente, pero Freud estableció que el duelo era la pérdida por un objeto amado o su abstracción equivalente, lo que incluía conceptos como la patria y la libertad. Así que hay muchas razones para que los venezolanos vivamos en sufrimiento psicológico.
—Muchos planteamientos se han hecho sobre qué es el chavismo, en qué se convirtió el país a medida que el régimen fue tomando los espacios de poder, culturales, sociales, económicos y hasta deportivos. ¿Vivimos en Venezuela bajo una dictadura comunista?
—Hay muchos puntos de vista y diferencias conceptuales entre los politólogos para definir el estatuto político del país de hoy. Yo me conformo con decir que ya no vivimos en una república.
—Me interesa saber si hubo una escritura simultánea entre Viaje al poscomunismo y Diorama, tomando en cuenta que, desde la ficción y lo testimonial, abordan temas similares.
—Aunque por razones editoriales fueron publicados con poca diferencia de tiempo, son dos libros escritos en momentos muy diferentes, Viaje al poscomunismo (Eclepsidra, 2020), un relato de viaje en coautoría con Yolanda Pantin, y una novela, Diorama (Monroy, 2021). Ciertamente tienen elementos en común, la distopía que puede vivirse en los países poscomunistas, por ejemplo, y que ambos obedecen a preocupaciones similares, y a un contexto común de lecturas y referencias.
—¿Cómo fue el proceso de escritura de la novela?
—Diorama comenzó siguiendo un breve artículo que había escrito para el desaparecido semanario Verbigracia de El Universal, y que llevaba por título “El reino de la alegría”. Era 1999 y el país desbordaba euforia ante la llegada de una nueva Constitución. Sentía desconfianza con esa súbita alegría por una Constitución que ni siquiera sabíamos cómo iba a ser, y, sobre todo, desconfiaba de la alegría de desprendernos de todo el pasado, al que habíamos pertenecido y a muchos nos había permitido construir nuestras vidas, y ahora se nos decía que era lo peor de nuestra historia. Había un olor tan fuerte a utopía que era imposible no desconfiar. Me recuerda una anécdota. Yo estaba en Berlín, para recibir el premio Anna Seghers, en 2001, y el profesor que me acompañaba y me enseñó mucho de la ciudad de pronto me señala la Karl Marx Allee, un imponente bulevar construido en los años cincuenta por la República Democrática Alemana. Lo vi tan largo que le pregunté a dónde llegaba, y él me contestó: al porvenir. Nos reímos mucho los dos. Así son las utopías. Siguiendo con la novela, una vez que encontré al protagonista, Dimas, la escritura fluyó bastante bien porque la narración tiene una estructura lineal, bastante sencilla, y los otros personajes y sus anécdotas fueron apareciendo sin tropiezos. Se me ocurrió representar la utopía como diorama, evocando mi anterior novela, Nocturama (Alfa, 2006). En ese primer relato distópico las situaciones transcurrían en la oscuridad, no eran todavía fácilmente visibles, en cambio en el segundo me parece que todo está a la luz del día. No era una novela con un plan predeterminado, ninguna lo es, pero en este caso dejé que los propios personajes me fueran sorprendiendo y espero que así les ocurra también a los lectores.
—Si hay una autora que ha asumido el rol del intelectual que analiza y dilucida nuestra actualidad ha sido usted. ¿Qué gustos y disgustos le ha traído esa imagen?
—Ciertamente la identidad del intelectual que analiza púbicamente lo que ocurre es más una imagen que otra cosa. No puedo decir que tratar de ver y comunicar me ha traído disgustos. Siempre me he sentido respetada, independientemente de que alguien no coincida con mis opiniones. Tampoco yo coincido con todo el mundo y no pasa nada por no gustarle a todos. Sí me ha traído gustos, como es el agradecimiento recibido cuando lo que se ha escrito o dicho ayuda a aclarar las ideas de otros. En mi caso, más que asumir ese rol como un proyecto personal, tiene que ver con la circunstancia de que empecé a escribir en la prensa con regularidad durante varios años y me fui acostumbrando a observar los acontecimientos y de alguna manera a tratar de entenderlos. Recuerdo que cuando le dije a Teodoro Petkoff que me tomaba unas vacaciones de la columna de opinión que tenía en Tal Cual porque no se me ocurría más nada, él me dijo, ‘pero, ¿cómo no se te va a ocurrir nada si aquí lo que sobran son acontecimientos?’. Pues, efectivamente, han continuado los acontecimientos, y hasta escribí Diario en ruinas. 1998-2017 (Alfa, 2018) para tratar de dar cuenta de algunos de ellos, con especial mención del destino cultural, y llegue a la conclusión de que era una historia interminable, y que no tenía otra cosa que decir que repetirme a mí misma, así que, sin apartarme por completo, he tomado distancia y solo de vez en cuando emito alguna opinión, que termina siendo la de constatar que se ha destruido una república, con buena parte de su gente adentro y otra afuera.
—¿Podría comentarnos sus lecturas? ¿Cuál es su opinión sobre la literatura de las nuevas generaciones venezolanas?
—Veo que hay muchas publicaciones, desde luego de poesía, y también de narrativa, pero admito que no he podido ponerme al día, en parte por la llegada de dos libros míos en poco tiempo, lo que siempre trae consigo bastante trabajo, y por otros compromisos, pero espero recuperar estos vacíos y volver a seguir bastante cerca la producción nacional, como siempre me ha gustado hacerlo. En estos días estoy en la lectura de un concurso de cuentos de autores jóvenes, así que por ahí tengo un punto de mira, que muestra con optimismo la producción de las nuevas generaciones.
—¿Cuál es su próximo proyecto?
—Voy poco a poco en una nueva novela en la que quiero considerar como tema principal la emigración, cómo detiene las vidas, y al mismo tiempo las impulsa a otros destinos. Pero es demasiado pronto para entrar en detalles.
—Publicó un tuit hace un tiempo en el que decía que en el país la cultura no ha muerto, a pesar de que esta no es prioridad: desaparecen librerías, teatros, agrupaciones de teatro, de baile. ¿Qué es la cultura hoy en Venezuela y a su juicio cómo ha logrado sobrevivir a pesar de tanto desprecio?
—Lo que quería decir es que, a pesar de todas esas ausencias, a las que hay que añadir la diáspora en todas las disciplinas, y la merma de alianzas institucionales, la cultura venezolana sigue viva porque seguimos haciéndola. Pocos, con obstáculos, en menor escala, pero continúa. Es una cultura de venezolanos residenciados fuera y dentro del país, todos luchando con las dificultades propias de las distintas situaciones. La cultura es una de las manifestaciones que más evidencia la capacidad de resistencia. Por dar un ejemplo, en los países comunistas los escritores fueron durante años silenciados y pasó mucho tiempo hasta que pudimos conocer sus magníficas obras producidas bajo la censura. En Venezuela nos silencian la pobreza y la falta de recursos, pero la voz sigue en pie.
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