Una obra cargada de futurismo en la que reinterpretó el concepto del hombre inmerso en los nuevos espacios fue la de Alirio Rodríguez. Galardonado con el Premio Nacional de Pintura 1969, llevó su trabajo a las capitales del arte y fue creador de uno de los vitrales más grandes del mundo, ubicado en la antigua Corte Suprema de Justicia.
Rodríguez nació en El Callao, estado Bolívar, en 1934, y murió ayer en Caracas, a los 84 años de edad, a consecuencia de una neumonía.
En El Callao vivió hasta 1947, cuando se mudó a la capital venezolana para realizar estudios en la Escuela de Artes Plásticas Aplicadas de Caracas. La pasión por el arte surgió muy temprano; en una entrevista realizada en 1976 por Miyó Vestrini para El Nacional, contó cómo usaba las paredes de su casa en la infancia para liberar su inquietud creadora con carboncillo. El artista comentaba que a esto se debían su gusto por las vastas superficies y los espacios blancos en su obra.
En 1976 participó en la XXXVII Bienal de Venecia como representante de Venezuela. En esa cita captó la atención de Edward Sindin, quien compró 10 obras del artista y posteriormente llevó el trabajo de Rodríguez a su Galería Sindin de Nueva York. En la exposición, realizada un año después, obtuvo buenas críticas de distintas personalidades que le abrieron las puertas en museos de ciudades como Texas y Oklahoma. Ese mismo año, el Ministerio de Educación le confirió la Orden Andrés Bello por su labor en pro de la cultura nacional, no solo como artista, sino como educador.
Rodríguez no concebía la creación del arte figurativo como una representación fiel de la realidad; él pensaba que su trabajo era una búsqueda de la verdad, del lugar que ocuparía el hombre en un mundo cada vez menos amigable, más vacío y preocupado por lo exterior. Era una filosofía que escudriñaba una y otra vez en las series en las que representaba al hombre, pero en la que él consideraba que era una transfiguración: la distorsión persistente en la morfología del sujeto y lo que lo rodea.
Durante los ochenta trabajó en la realización e instalación del vitral ubicado en la antigua Corte Suprema de Justicia de Venezuela. La obra de 700 metros y 49 toneladas fue realizada completamente en vidrio, y para entonces era uno de los vitrales más grandes del mundo. Representaba una interpretación de la justicia y fue elaborada en Francia por Gérard Hermet y Jacques Juteau, supervisados por Rodríguez. Según el artista, la estructura estaba hecha para durar 500 años. Sin embargo, en la década de los noventa aseguraba que el mantenimiento de la pieza era necesario para conservarla en buenas condiciones.
En 2016, con motivo del bautizo de su libro Alirio Rodríguez, de su pintura y su letra en la Galería D’Museo, concedió la última entrevista a El Nacional en la que hizo una revisión de su Carta a nadie, otra de sus publicaciones, en la cual asentó sus principios como artista. En esa ocasión dijo que sus postulados plasmados en los años setenta se habían reafirmado. “Carta a nadie significó una voz solitaria, ciertamente, que dijo no a la imposición de unos códigos plásticos. Si en algo he colaborado con la nueva figuración en mi país ha sido en que Carta a nadie fue el primer escrito en libro, no en declaraciones. Porque cuando declaras aquello se evapora. Ahí es donde creo que estriba su valor; y en mi reafirmación como hombre, como pintor, como pensador”. Rodríguez aseguró entonces que teorizar acerca de la obra es la única forma de saber si el artista va por el camino que se trazó desde el inicio.
“La realidad puede convertir en cualquier cosa nuestra pintura. Y para mí ha sido cierto. La realidad puede subvertir, desacomodar y reordenar ideas, vivencias en un todo. Es una capacidad del ser humano: reinventarnos. Y en ello entran las preguntas cotidianas que hay que hacerse: quiénes somos y para qué pintamos. Porque de lo contrario no habría nada, solo una suerte de calma perfecta, de horizonte plano donde no hay los altibajos propios de la vida”, dijo Rodríguez.