El año 2018 comienza con poca luz. Afuera y adentro. Aunque se vislumbre oscuro, las sorpresas son siempre posibles, para bien o para mal. Como no soy vidente ni adivina, prefiero inhalar y exhalar. Limitarme a respirar. Ya es bastante cuando el ambiente se siente espeso, enrarecido, de una pesadez agobiante. No me es fácil encontrar un filo de emoción para sujetarme y dejar que las letras fluyan. Los cauces –¿o eran las fauces de sus depredadores?– del país son corrientes rápidas, desbordadas, camino a un precipicio. Siento bajo mis pies el filo de un escalón, sin poder ver. A ciegas, hay miedo de avanzar. El movimiento deberá ser lento, concluyo. Es entonces cuando decido volver sobre una lectura de este pasado mes de diciembre, la de un pequeño libro: Alabanza de la lentitud (1), de Lamberto Maffei, Alianza Editorial, 2016. De entrada, la imagen de la portada seduce: dentro de un minúsculo estuche para joyas, posado sobre el forro en satén azul, luce la concha de un caracol.
Comienza el autor a relatar que hallándose en Florencia por razones de trabajo, decide visitar el Palazzo Vecchio. “También yo, cuando me vence la melancolía y me persiguen sin razón los pensamientos tristes, busco refugio en la belleza y no hay Prozac que valga. Un museo de arte produce más serotonina que un fármaco cualquiera”, dice Maffei. Allí, durante su vagabundeo, descubre en el techo unas imágenes que lo sorprenden y lo atraen. Se trata de unas tortugas que llevan sobre su caparazón una enorme vela hinchada por el viento. Dice que hay muchas por el techo y las paredes, y que al mirar con atención descubre la leyenda: festina lente (“lenta premura”). Yo conocía sobre adagio de Erasmus y del símbolo adoptado por el gran editor veneciano Aldo Manuzio, aprendí con esta lectura, que Cosme I de Médicis (1512-1574) mandó a pintar esos frescos para simbolizar su modo de actuar y su pensamiento, expresado por la frase latina que Suetonio atribuye a Augusto, aunque se tratara de un proverbio sapiencial de la época. La tortuga simboliza la lentitud; y la vela hinchada por el viento, la velocidad.
“En un mundo que corre vertiginosamente, con lógicas muchas veces incomprensibles, se nos plantea con fuerza el problema de la lentitud, como una meta del pensamiento y del camino a recorrer. Caminar a mayor velocidad no equivale a conocer mejor lo que ofrece la vía y nadie quiere llegar antes al final de su propio camino. Cuando la realidad presente se traduce en correr hacia metas poco claras e incluso misteriosas, escribir tweets o sms, enterarse de noticias por la televisión sin tiempo de plantearse si se trata de una información verdadera o manipulada, me entran ganas de recorrer el tiempo en sentido inverso, huir de una cultura fundamentada en la rapidez de la comunicación visual y regresar al ritmo lento del lenguaje hablado y escrito”, dice el autor.
En este libro, Lamberto Maffei (1936), médico y científico italiano, profesor emérito de Neurobiología de la Scuola Normale Superiore Pisa, reflexiona sobre los dos tipos de mecanismos cerebrales que guían la reacciones del organismo humano: los mecanismos de respuesta al medio, ancestrales y rápidos, automáticos o casi automáticos, como otros más lentos fruto del razonamiento, seleccionados por la evolución y por el propio ser humano mediante la evolución cultural. Relata una encantadora historia, tomada del libro de T.H. White, Once and Future King, cuyo título alude a una presunta inscripción de la tumba del rey Arturo. La obra narra la infancia y la gesta de Arturo, y en la última parte se encuentra un relato sobre la creación de los animales. Cuenta que al principio Dios creó muchos embriones, los convocó delante de su trono y les preguntó qué características y qué defensas deseaban para posibilitar la vida y su supervivencia. Todos los embriones eligieron diversas características salvo el embrión hombre, que no eligió ninguna. Entonces Dios lo llamó y lo invitó de nuevo a elegir, pero el “embrión de hombre” dijo que quería quedarse como estaba, en embrión, como lo habían creado, porque si Dios lo había creado así, sus motivos tendría. Dios elogió su elección y dijo que sería embrión hasta la tumba, pero que los demás animales serían embriones sujetos a su fuerza. He aquí, añade el autor, por qué el hombre conserva durante toda la vida las características neotécnicas, y con ellas, la curiosidad, la sed de conocimiento y, hasta cierto punto, el comportamiento propio de un niño.
Al apropiarme de los temas elaborados por Maffei, intentaré resumir, usando en gran parte sus palabras, el recorrido plasmado en su pequeño e interesante libro:
Desde el punto de vista evolutivo, dice, aquella “elección” determinó algunos ajustes tan importantes como la larga duración de la infancia y el cuidado de los padres. El gran truco de la prolongada infancia del hombre hizo posible su gran cerebro. En efecto, el período de mayor plasticidad del hombre, un período crítico, dura muchos años, en tanto que el de los animales se resuelve en semanas o meses. El embrión de hombre decidió en un acto de enorme valor quedarse tal cual durante una decena de años, con el objetivo de formar su cerebro tanto funcional como estructuralmente. Para construir el cerebro humano la evolución eligió la técnica de la lentitud; en cambio, para los restantes animales eligió la rapidez. Tal es quizás la razón de que muchas respuestas del sistema nervioso rápido de los seres humanos se parezcan a las de los otros animales. Ahora bien, el hombre-niño, para bien y para mal, consiguió dominar la naturaleza.
Cuando nacemos las neuronas están casi calvas, igual que los recién nacidos, pero los cabellos, sus ramificaciones, se van haciendo día a día más abundantes y buscan otros cabellos, otras neuronas para formar una red de comunicaciones compleja que pone el cerebro a funcionar. La construcción del cerebro no tiene ninguna prisa. El milagro de este proceso está en la formación de las sinapsis, guiadas por los estímulos procedentes de los receptores sensoriales, es decir del ambiente, donde “ambiente” es todo: palabras, sonidos, imágenes, caricias, alimentación, inclusive enfermedades.
Las neuronas no cambian mucho de tamaño durante el desarrollo, pero sus ramificaciones dendríticas –a la búsqueda de conexiones– aumentan muchísimo con los días. En la vejez, el árbol dendrítico se retira y la neurona tiende a volverse de nuevo pelona (aunque el proceso dura años). Su desarrollo describe una especie de parábola paralela a la llamada parábola de la vida. La rama descendente es más lenta y gradual que la ascendente. Nos hacemos viejos y nos morimos con la estrategia de la lentitud.
El desarrollo y la maduración del sistema nervioso duran muchos años, y la dinámica más refinada de las conexiones sinápticas dura toda la vida. Esta lenta maduración del sistema nervioso que ocupa una cuarta o una quinta parte de la vida impone una reflexión sobre el largo período de la puesta a punto del cerebro humano. Maffei se pregunta: ¿Existe un motivo para esta lentitud o se trata solo de un epifenómeno característico del cerebro humano y en la práctica de una pérdida de tiempo? En efecto, responde, se nos brinda ese tiempo para que todos podamos imprimir una impronta personal al desarrollo de nuestro cerebro, ajustando progresivamente las conexiones de las fibras nerviosas conforme a los estímulos seleccionados por nosotros o por el ambiente en el que vivimos, para que cerebro y ambiente sean compatibles en el sentido de la supervivencia y la reproducción. La tecnología ha hecho más veloces las comunicaciones entre los seres humanos, pero las de las neuronas han quedado tal cual. La plasticidad con que se dotó al hombre para un período tan largo equivale a facilidad de aprendizaje y de adecuación al ambiente en función de una sociedad cambiante.
Pasa el autor a considerar la noción de tiempo. “El cerebro no tiene reloj, lo olvidó en tiempos y espacios desconocidos. En cambio, creó por comodidad una media estándar internacional para el tiempo: el segundo”. El reloj cerebral es bastante impreciso, complejo y variable en función de la importancia del acontecimiento y sus circunstancias: las esperas se hacen larguísimas y los momentos de placer muy breves. Esta percepción es conocida. Sin embargo, llama la atención al hecho de que existen características secuenciales temporales de acontecimientos, que asumen significado solo como tales, se convierten en conceptos, en información y se desvinculan y se hacen independientes del tiempo. A su parecer este es la base del pensamiento racional y depende del hemisferio izquierdo del cerebro.
“La verdadera revolución evolutiva del lóbulo izquierdo no atañe solo al lenguaje”, dice, “sino también a los mecanismos nerviosos que generan las cadenas de acontecimientos relacionados entre sí en el tiempo, de forma tal que en la mayor parte de los casos solo la cadena tiene significado”. Por esa razón propone llamar “hemisferio del tiempo” al hemisferio lingüístico.
“Las cadenas de acontecimientos relacionados entre sí son la base del razonamiento y contrastan con la comunicación visual, donde los acontecimientos nerviosos relacionados con una imagen no se encuentran en serie, sino en paralelo, puesto que se transmiten contemporáneamente, todos juntos”. Considera que la información visual, al contrario de la lingüística, es atemporal. Al considerar el lenguaje como un resultado de actividades internas, cuyas palabras o gestos motores solo adquieren significado en una secuencia concreta, concluye que la lentitud es propia del “hemisferio del tiempo” en la medida en que es propia de los mecanismos nerviosos que constituyen su base. El lenguaje expresa el pensamiento, es la manifestación del trabajo de las neuronas, capaces de “pensar” también sin expresarse con palabras, en la reflexión, el acto creativo y el esfuerzo que requiere la solución a un problema.
El pensamiento racional es la propiedad característica del ser humano, la base de nuestra civilización y, para bien o para mal, del dominio de la naturaleza. En un mundo dominado por los ordenadores, cuyos tiempos de elaboración y transmisión de información son varios millones de veces más rápidos que los cerebrales, estos últimos pueden parecer ineficaces debido a su lentitud, pero el producto de esta actividad, una verdadera revolución evolutiva, es tan innovador y tan maravilloso que no podemos sino alabar la lentitud de los mecanismos que sustentan el pensamiento, afirma.
En este momento, el autor aborda el tema que más le preocupa, la irrupción en todos los ámbitos de la “era digital”, el deseo de inmediatez y la solución instantánea. Comienza por hacer la distinción, según los vocablos de informática y electrónica, entre una señal continua “analógica” y una “discreta”. Emplea la expresión metafórica de “edad analógica” para denominar el tiempo en que los hombres se han comunicado sobre todo con la palabra estando físicamente presentes y a una distancia corta. Las palabras se suceden en el tiempo con lentitud, el sonido de una se une al de la otra con continuidad, como las señales analógicas. Incluso el texto escrito, aun no necesitando de la presencia física, requiere una lectura por parte del que recibe el mensaje, y la lectura en silencio o en voz alta reproduce la continuidad de sonidos. Por el contrario, la edad digital es el tiempo de lo discreto, sobre todo referido a medios de comunicación. El lenguaje pierde la continuidad de los sonidos, se hace rápido, fragmentado y se divide en los numerosos códigos comunicativos, los mensajes son sintéticos, como señales digitales.
Según el autor, las propiedades cerebrales maduradas lentamente con la evolución no tienen relación alguna con el “pensamiento digital”, que se refiere al reciente desarrollo de la tecnología, un auténtico pensamiento mediado por el instrumento y cuya consecuencia son las características de síntesis y rapidez del lenguaje que lo expresa. La máquina corrige, propone, anula cambios de ideas e interviene con sus ritmos espaciales en la expresión de los pensamientos del usuario. Cabe preguntarse, dice Maffei, si esta hibridación de cerebro e instrumento puede influir en la estructura cerebral. A lo que afirma que todos los cambios disparan procesos de plasticidad cerebral y, por lo tanto, de cambios de función y estructura. Si persisten los estímulos tecnológicos, y se refuerzan, no cabe excluir que se conviertan en hechos permanentes y hereditarios como sucedió con el lenguaje.
En los siguientes capítulos, Maffei trata la bulimia del consumo y la anorexia de valores. Manifiesta su preocupación por el reino del consumo en el mercado actual y la consideración de la abolición de las materias “humanistas” en el sistema educativo para sustituirlas por materias encaminadas a la producción de tecnologías útiles para el mercado. Disiente en la distinción entre materias humanistas y científicas, porque a su parecer, todo estudio es humanista. “Las disciplinas que inspiran curiosidad son todas humanistas y no buscan otro producto que no sea el conocimiento y el juego gozoso del intelecto”. Tanto las materias científicas como las literarias invitan a pensar en otros valores, conducen a otros mundos que chocan con las estrategias “culturales” del mercado global, dice. Afirma que las materias “humanistas”, definidas por la curiosidad, dan miedo porque hacen al hombre más libre, menos homologado, aumentan la biodiversidad y por lo tanto enriquecen la comunidad humana.
Al volver sobre la idea del pensamiento rápido y el pensamiento lento, afirma que ambos tienen funciones básicas y complementarias para la conducta humana. Incluso el cerebro rápido, el más antiguo, resulta esencial para la supervivencia. El sistema lento es un sistema plástico que, por eso mismo, puede recibir influencias del ambiente y en particular de la evolución cultural. Se preocupa, entonces, de cómo la sociedad de consumo explota la plasticidad del cerebro, sobre todo en los más sensibles, los niños. “Esta característica ofrece la ventaja de armonizarse con la evolución tecnológica pero también supone el riesgo de que el mundo fuertemente técnico influya negativamente en el sistema y reduzca su control sobre la conducta”. El pensamiento rápido, tan importante para eludir los peligros, puede enmascararse y convertirse en un engaño. “El éxito evolutivo de los ‘hombres rápidos’ traería la desaparición de todos los actos considerados inútiles, como la contemplación, la poesía y la conversación por el placer de charlar, y traería también un arte nuevo, el de la rapidez, donde la poesía sería un tweet y la pintura una pincelada”.
El pensamiento es discusión, diálogo entre las áreas cerebrales, pero el diálogo requiere tiempo y la lentitud necesaria para la dialéctica de la discusión, que es el fundamento de la racionalidad. Maffei aboga por la necesidad extrema en el mundo actual de un pensamiento irreverente, distinto, original y creativo, aunque no “cree” productos de mercado. Los encuentros creativos de la actividad nerviosa pueden permitirse un juego libre. El cerebro creativo busca pensamientos y formas de comportamiento que favorezcan la chispa de la novedad, el entusiasmo de volver a la labor.
Concluye el autor que no es nadie para decidir qué es mejor: si construirnos una casa con lentitud, corriendo el riesgo de mojarnos con la lluvia, o construir rápidamente un alojamiento que luego se derrumbe; si es más sabia la tortuga o Aquiles… Y, tras su larga reflexión, se acoge a Dante:
“Cuando cesó en sus pies esa premura
que a la humana conducta así desdora,
mi mente se sintió ya más segura
y al punto, casi soñadora…”.
Purgatorio, III, 10-12
Yo, en lo personal, rezagada, como tengo fama, en tantos temas del “vivir”, no puedo sino elogiar la alabanza que hace este neurólogo italiano a la lentitud. Acogerme yo también a las líneas del gran poeta del Renacimiento, continuar en festina lente por el tránsito de los círculos de mi purgatorio, de alguna lección no aprendida… para libre soñar, sí, soñar… con soplar brisa suave y sostenida a la vela de una endurecida carcasa, la de un viejo caracol. Ser la cocinera, mientras él, distraído, sujeta el timón. Sin brújula, perdernos juntos en el mar rumbo a una isla desconocida…
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Notas
(1) Elogio della lentezza. Lamberto Maffei. Bologna: Società editrice Il Mulino, 2014. Traducción de Carlos Olalla Linares. Madrid: Alianza Editorial, 2016.
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