A Diego Rísquez es legítimo aplicarle, sin exageraciones, el lugar común aquel de que “con él se rompió el molde”. No solo por su obra, única, diferente, excepcional, sino por su modo de vida. Un modo de vida marcado siempre por la búsqueda de la belleza y por su disposición gregaria, su generosa vocación de reunir a los diferentes en un mismo acto de comunión.
Diego miraba el mundo desde la ventana de la estética. Y lo reconstruía desde los altos miradores de sus obsesiones históricas fantasiosas. Sus obras –que para algunos al comienzo resultaban insoportablemente lentas– eran una lectura iconográfica de nuestro proceso civilizatorio hecho desde un inconsciente colectivo que habla visualmente a través de su persona.
Nunca levantaba el tono. Hacía cine con pasión y entusiasmo, como un adolescente creativo que se divierte con sus amigos. Pero lo que se había planteado, y en buena medida logró, fue una tarea muy seria. Lúdicamente titánica. Rehacer secuencialmente personajes e imágenes arquetipales, en el sentido estrictamente junguiano del término, de la constitución imaginaria de la venezolanidad.
Mirada retrospectivamente, su obra cinematográfica es un largo viaje que parte de la memoria más recóndita desde la llegada del hombre europeo a las tierras americanas, pasa por los encuentros y desencuentros entre lo aborigen y lo europeo en la era colonial, se le ve más tarde con los personajes clave –Bolívar, Miranda, Manuela Sáenz– de nuestra constitución como república independiente, hasta acercarse a nuestra modernidad periférica a través de dos emblemas. El del artista anacoreta, Reverón, que nos hace reencontrarnos con la visual de nuestra luminosa condición tropical. Y el del ídolo de masas con final trágico, Felipe Pirela, en El malquerido, la más convencional y taquillera de sus películas donde demostró que, si quería, podía pintar como Arturo Michelena aunque siempre prefirió hacerlo a la manera de los ilustradores viajeros del siglo XVII.
Es obvio que Diego Rísquez fue, en las décadas de los setenta y los ochenta, cuando nacía la cinematografía nacional, gracias a las políticas culturales de la democracia moribunda, una rara avis. En aquel contexto sus películas tenían un grave déficit de prostitutas, guerrilleros, lucha de clases y barrios de pobres, a cuyas claves nos abrieron las puerta las obras pioneras de Mauricio Wallerstein, Cuando quiero llorar no lloro, y Soy un delincuente de Clemente de la Cerda. Dos grandes que también se fueron.
Pero Diego se mantuvo fiel a sí mismo. Eligió otro camino, excusándose incluso por no hacer denuncia social. Porque, como él mismo lo dijo alguna vez, su búsqueda era de alguna manera atemporal.
Se fue. Cierra una época. Nos deja tristes y desolados. Pero también agradecidos por una obra, rica y extensa. Sui generis. Un esfuerzo de comprensión de nuestro, en el presente adolorido, país no por vía de la razón académica sino de la introspección sensorial.
Adiós Diego, hiciste que nuestras vidas fuesen mejores y nuestro país más transparente
Amigos escriben in memoriam
Un grupo de amigos del cineasta Diego Rísquez escribió una carta en la que despide al director, fallecido el sábado a los 68 años de edad.
“Con Diego Rísquez se va un cineasta, un artista, un amigo. Pero también concluye una época fructífera en creaciones, signada por la libertad, la tolerancia y la diversidad”, indica el texto, publicado completo en la página web de El Nacional, firmado por figuras como Antonio Llerandi, Carlos Azpúrua, Carlos Oteyza, Fabiola Fernández, Francisco Suniaga, Karina Gómez, Katyna Henríquez, Leonardo Padrón, Óscar Lucien y Solveig Hoogesteijn.