Como si fuese un chef que prepara nuevos platos, el curador Nicomedes Febres Luces eligió a 12 artistas plásticos para que presentaran una selección de obras que remiten a temas complejos a través de la gastronomía. Así, en la exposición A la carta, en la Galería D’Museo, el visitante será el comensal de una exposición con museografía rigurosamente amasada por José Luis García.
Fundador de la galería y de la Feria Iberoamericana de Arte, Febres explica que siempre ha estado interesado en el tema de la comida en el arte venezolano; desde sus inicios en el siglo XVI, pasando por el siglo XIX y ahora en el arte contemporáneo. Escoger las obras para A la carta fue un proceso natural, pues ya conocía artistas que trabajan el tema de la gastronomía. Incluso cuando algunas obras se remontan a inicios de siglo XXI, para Febres todos los discursos se mantienen vigentes.
En la caja blanca que es D’Museo reposan y dialogan, desde el 15 de septiembre, diferentes formatos. Pinturas, fotografías, esculturas, grabados, videoarte y tejidos son algunas de las expresiones que podrán verse hasta febrero de 2022 en la galería ubicada en el Centro de Arte Los Galpones. Los platos que invita a probar A la carta son de 11 artistas venezolanos y una hondureña: Susan Applewhite, Ricardo Arispe, Rafael Arteaga, Eduardo Azuaje, Judith Contreras, Dianora Pérez, Gabriel Pérez, Juan Toro Diez, Alejandro Torrealba, Efraín Ugueto, José Vivenes y Nadia Martínez, quien ofrece una mirada externa al acontecer del país.
«El tema de la comida en el arte venezolano nunca se ha estudiado. Mi percepción es que la comida siempre ha sido una manifestación sumamente importante. Expresa y muestra a la sociedad venezolana durante todo este tiempo. Desde que aparece en el siglo XVI, y que he encontrado hasta finales del siglo XIX con bodegones de Arturo Michelena, Juan Lovera y Carlos Rivero Sanabria. En parte, eso fue lo que primero me animó a colocar en la exposición todas las obras que he encontrado sobre el tema de la comida en el arte venezolano», comenta Febres.
Como entrada, la primera obra que se puede apreciar es Mi sueño, una valla de Susan Applewhite donde reinterpreta el icónico libro de cocina del ingeniero y gastrónomo venezolano Armando Scannone, Mi cocina. Una vez adentro, explica García, la exposición puede recorrerse desde la derecha o izquierda, pues la narrativa se interpreta de ambas maneras. En el menú que propone A la carta todas las obras son platos fuertes. En el texto curatorial que acompaña la muestra se encuentra otra pieza de Applewhite, una pintura del libro Mi cocina. Y más abajo se observa una línea de tiempo con los hitos de la comida en el arte venezolano hasta el siglo XIX.
El recorrido, o la degustación, a veces es amargo y otras veces muy dulce. Ricardo Arispe plantea el tema de la violencia en las protestas con fotografías de cereales intervenidos con balas o metras. Luego, Judith Contreras propone tejidos de ganchillo a escala, y unos patchworks de gran formato de productos venezolanos y extranjeros fácilmente reconocibles. Alejandro Torrealba muestra la miseria y el hambre en dos video-performances donde engulle una sardina y un mango respectivamente.
Más adelante, Dianora Pérez genera paisajes nocturnos a través de fotografías de comida en estado de descomposición. Nadia Martínez propone un estudio conceptual del azúcar en diferentes formas: caramelo, polvo, granulada y encapsulada. Efraín Ugueto presenta Empaquetados, un par de ensamblajes donde critica el proceso de modernidad en el país y el hiperconsumo.
Gabriel Pérez expone, sobre distintos materiales, la serigrafía de unas arepas y de La chica PAN, cuya silueta contrasta con el tricolor de la bandera nacional; junto a ellas, se ve una plantilla de madera con personas, aparentemente protestando, frente a una panadería. Rafael Arteaga exhibe al estilo pop-art pinturas de alimentos que forman parte de la cotidianidad de la sociedad venezolana. Y José Vivenes plantea una crítica a la corrupción y, quizás como otra lectura, al consumo de carnes animales con pinturas en diferentes tamaños.
«Todas las obras son excelentes. Nosotros propusimos el tema, ellos dieron la respuesta», destaca Febres sobre las obras que reúne A la carta, las cuales, a su juicio, serán íconos de la cultura venezolana gracias a sus discursos imperecederos sobre la realidad.
Pero también A la carta quiere hablar de historia. Los discursos de violencia, escasez, corrupción, hambre y miseria que caracterizan al país hoy se oponen a una tradicional búsqueda del arte por mostrar la bonanza económica de siglos pasados y los diferentes intercambios culturales. Por ello, Febres adelanta que D’Museo realizará, de manera presencial y virtual, una serie de encuentros y conferencias con la Academia Nacional de Gastronomía y mostrará fotografías inéditas que revelan la relación del venezolano con los alimentos.
«Es una oportunidad única para conocer la historia venezolana a través de imágenes que hacen referencia a momentos particulares, precisamente, sobre la gastronomía y los alimentos venezolanos. Se trata de saber cómo somos y de dónde venimos», puntualiza el curador, quien además confiesa que este es, a título personal, un homenaje a Armando Scannone y al historiador y gastrónomo caraqueño José Rafael Lovera. «Ellos son los protectores y promotores de la nueva cocina venezolana», agrega.
Los platos
Las piezas que Eduardo Azuaje llevó a la colectiva pueden saborearse al inicio o al final del recorrido, dependiendo del sentido que tome el visitante. Lo que es seguro, es que sus planteamientos distan de ser un postre. El artista de 53 años de edad oriundo de Pariaguán, estado Anzoátegui, trabaja con esqueletos de animales desde hace años. Pero no ha sido fácil. Más allá del viaje físico que debe realizar hasta el oriente del país para conseguir los huesos, se trata de movimientos internos y espirituales desagradables para él. Depresión, eso es lo que queda tras jornadas intensas de trabajo. Pero también este desagrado se encuentra en la realidad.
Una de las esculturas, Carlos y Julio chupándose un hueso, está inspirada en una obra del artista belga James Ensor, del siglo XIX. «Tiene que ver con nosotros, nuestra vida, nuestro espacio. Lo siento como unos rostros humanos despellejados, irreconocibles frente a la mirada del otro. Físicamente creo que es muy traumático de contemplar, y es muy crítica a la hora de cuestionar la realidad y el sufrimiento del país», señala el artista, quien además confiesa que también se inspiró en Pariaguán: «Son personajes de la zona donde está mi familia. Y ese sector está muy mal, hay mucha hambre. Pega mucho y duele porque, por más que tú quisieras ayudar a la gente, a veces es imposible», denuncia.
El segundo trabajo de huesos es una corona realizada a partir de una espina dorsal y acentuada con una especie de esmeralda. Según el artista, se trata de una representación del poder, la guerra y la sociedad que lucha por obtenerlo. La tercera pieza refresca el paladar: es un autorretrato de él cubierto por lechugas y vestido con un uniforme militar. Esta obra podría leerse inmediatamente dentro del contexto actual y pensar en dólares. Y será válido. Sin embargo, Hombre lechuga fue realizada en 2004, formó parte del Salón Arturo Michelena y no es precisamente sobre billetes.
A inicios de la década del 2000, el gobierno realizaba mercados en la Avenida Bolívar de Caracas. Un día, Azuaje fue de compras, pero no se imaginó que quien le despacharía las hortalizas sería el fallecido gobernador de Vargas, Jorge Luis García Carneiro. «Me fui a mi taller en Parque Central y pensé que de allí tenía que salir algo. Es imposible ver a estos personajes haciendo estas cosas. Creo que planteo los sucesos de un país en decadencia donde el cinismo, la ironía, el sarcasmo, la injusticia y el abuso de poder están presentes siempre en la corrupción uniformada frente la mirada de todos. Yo diría que esto es un verdadero juego de camuflaje que todavía sigue haciendo de las suyas», revela Azuaje.
Juan Toro, artista caraqueño de 52 años de edad, sirve algunos Desaparecidos. Esta serie fotográfica se remonta al año 2015 cuando el país enfrentaba una voraz ola de escasez de productos básicos. En aquel entonces presentó 31 rubros, pero para A la carta tomó 6 alimentos: azúcar Montalbán, leche La Campiña, café Fama de América, leche La Pastoreña, atún Margarita y harina P.A.N.
Toro se considera un coleccionista y trabaja con el tema del archivo y la memoria. Así, los Desaparecidos a degustar en la exposición pueden traer de vuelta al presente ciertos productos que marcaron la infancia del venezolano. «En 2015, Desaparecidos era una forma de hablar de una situación actual, pero con el tiempo termina siendo un examen de memoria.Todas las cosas que uno va haciendo terminan convirtiéndose en memoria, en señales que deben verse más adelante», subraya Toro.
Para crear la serie, y al igual que miles de personas, el artista recurrió al mercado informal para comprar los productos que, a su juicio, hablaran de la identidad del venezolano. Por ello, y de acuerdo con el fotógrafo, la intención no era exponer anaqueles vacíos, sino representar una desaparición progresiva. De ese modo, el objeto sobrexpuesto es una metáfora que sugiere angustia y ansiedad por no conseguir productos.
«Mis imágenes son fantasmales, pero siguen estando. Esa es una las cosas que más me interesa dentro de estos contextos; en el arte se sigue hablando, se sigue diciendo desde cualquier espacio, cualquier formato. Entonces, todavía estamos y no somos desaparecidos. Y lo importante es seguir generando espacios de memoria para poder generar discusión, porque lo que nos hace falta es la discusión y el encuentro. En el buen sentido de la palabra, la discusión es lo que termina generando progreso. Las obras puedan generar información, contenido hacia delante y es lo que necesitamos», enfatiza Toro.
Hace seis años, la dinámica para conseguir alimentos y demás productos era distinta a la de hoy. Por ejemplo, en 2015 se impuso la figura del bachaquero; ahora son cientos los bodegones que venden bienes importados a precios poco asequibles. «No sé si agregaría otros productos. Quizás lo hiciera con un sentido distinto. Hoy día ha comenzado a generarse un intercambio comercial. Encuentras muchos de esos productos que desaparecieron, pero también hay otros nuevos. Y allí habría que ver cómo hacer esa relación entre lo nuevo y lo viejo que me parece muy interesante. En algún momento me lo pudiera plantear», dice.
Desde 2017, Susan Applewhite cuelga sus obras en vallas vacías de Caracas. Esta es su primera participación en una galería de arte. «Estoy muy contenta, la verdad. Y ahora tengo miedo de lo que deseo porque, con el tiempo, constancia y trabajo se puede lograr todo. Estoy superemocionada y agradecida por estar en una galería, eso me confirma muchas cosas y me da mucha confianza en mí misma para seguir. Me veo más artista de lo que me siento, es ahora un poco más real», revela la artista, quien, además, describe el montaje en D’Museo como uno tranquilo, personal y emotivo en comparación con la agitación y adrenalina que siente en la calle.
En la cotidianidad, a Applewhite le gusta cocinar. Lo ve como una forma de arte y afirma hacerlo estupendamente. De hecho, hace unos años vivió en España, tomó algunos cursos e iba acompañada del recetario Mi cocina, de Armando Scannone. Ella la llama su biblia, pero sabe que no es solo la de ella, sino la de miles de venezolanos que recrean la sabiduría de Scannone en sus platos. Así, el libro rojo de la cocina sirvió de inspiración para crear las obras que se pueden apreciar en A la carta. El cuadro que está dentro de la galería es fiel al libro, pero en la valla Applewhite juega con el mensaje: «Armando la vida. Mi sueño. Serenidad», se lee.
La artista quería hacer algo sobre Caracas, pero no de los temas más convencionales para A la carta. De esa forma, el Ávila, la arepa o la Esfera de Caracas de Jesús Soto están repetidos, aunque admite haber creado vallas con estos motivos en otras oportunidades. Applewhite es ágil. Sabe cómo y cuál ícono plasmar para dejar, de manera inmediata, un mensaje en la memoria del transeúnte. Para ella, que trabaja en series sobre Mi cocina, ese libro es un equivalente a la icónica sopa de tomate de Campbell de Andy Warhol.
Cuenta la artista caraqueña que se sintió contenta cuando Febres seleccionó Bala fría para la colectiva. «Yo no soy nada más libritos. Soy un poco más de protesta y creo que esta obra tiene bastante fuerza», destaca. Para crear la pieza , Applewhite visitó mercados de pulgas y casas de antigüedades hasta conseguir un pizarrón, las balas se las dio una amiga y compró seis pares de palitos chinos. «Una bala fría es una comida rápida, lo que comes cuando estás parado, un tentempié. Y así yo siento que está la educación en el país, la violencia, la desnutrición y las invasiones de la misma China que vivimos desde hace muchos años. Todo eso lo mezclo allí en esa obra que a mí me encanta», puntualiza.
La experiencia en una galería es nueva para ella. Y, entre otras emociones, le genera seguridad porque sabe que sus obras están a salvo. Últimamente, Applewhite ha dejado un poco el arte guerrilla porque sus piezas han sido robadas. «Me gustaría que, tras ver las obras en una galería, la gente respetara un poco más las de la calle porque a mí, la verdad, me encanta regalarle piezas de arte a la ciudad», finaliza.