Basta con detenerse y observar con atención lo que está sucediendo a nuestro alrededor, para que comprendamos que, en nuestro presente, todos los días, se están produciendo transformaciones de enorme significación. Los cambios a los que me refiero no ocurren lejos de cada uno de nosotros. Tienen lugar en nuestras propias vidas. Mientras estamos en nuestras casas, en centros de trabajo, cuando salimos a comprar las cosas que necesitamos para vivir, en los modos de aprender que experimentan nuestros hijos y nietos.
Dentro y fuera de nuestros hogares, en cualquier parte del planeta, en este mismo instante hay millones de personas -corrijo: centenares de millones de personas, de todas las edades y niveles socioeconómicos- mirando e interactuando con las pantallas de sus teléfonos móviles. Este hecho puede ser el punto de partida para pensar en los cambios a los que me refiero.
El 3 de abril de 1973, desde una calle de New York, un ingeniero de nombre Martin Cooper (que trabajaba para Motorola), hizo la que está documentada como la primera llamada desde un teléfono móvil, un aparato de un tamaño y una forma que hoy luce vetusto, incómodo y pesado, pero que entonces representaba un salto cualitativo real. En ese entonces, fueron muchos lo que comprendieron que no pasaría mucho tiempo para que la telefonía mejorase, si lograba dejar atrás la dependencia de las redes de cableados, para que la comunicación se produjera, en lo sucesivo, a través de antenas y satélites.
Han transcurrido menos de cincuenta años desde ese momento. Lo que nadie imaginó entonces, es que dos décadas más tarde, en 1992, IBM anunciaría el lanzamiento de Simon, el primer teléfono inteligente, un hecho, en apariencia no más que un avance tecnológico, cuyo desarrollo ha cambiado y está cambiando nuestro modo de vivir, radicalmente.
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El hombre celular
En solo tres décadas, alrededor de 70% de la población del mundo se ha convertido en propietaria de un teléfono móvil: más de 5 mil millones de personas de todas las edades, que viven en todas las regiones del planeta y se expresan en varios centenares de lenguas. De esa inmensidad, solo una pequeña parte, menos de 10%, los utilizan solo para hacer y recibir llamadas. El resto, y este es el quid de lo que quiero comentar, lo utiliza para un incalculable número de asuntos.
Además de enviar y recibir mensajes, documentos, enlaces, fotografías y videos, los teléfonos inteligentes son herramientas de aprendizaje (por ejemplo, para el estudio de lenguas); para escuchar música y ver películas; para pagar facturas y realizar operaciones financieras de todo orden; para medir las variables corporales; para recordar las citas que tenemos; para guardar datos de toda índole, incluyendo archivos fotográficos; sirven como cámaras fotográficas y de video; permiten consultar las noticias y el estado del tiempo; conocer cuestiones de nuestro interés cotidiano como el tráfico y los eventos del día; y hasta nos permiten hacer compras y pagarlas, sin tener que salir de casa o sin movernos de nuestro lugar de trabajo.
No siempre somos conscientes de ello: una parte muy amplia de nuestras vidas, es operada y registrada, está depositada en nuestros teléfonos móviles. Son indisociables del desenvolvimiento cotidiano. Para muchas personas, especialmente los más jóvenes, el móvil es el bien más preciado de sus existencias: el que más desean, el que más utilizan, el que más protegen. Tener un teléfono inteligente propio es disponer de una herramienta para estar en el mundo.
A tal extremo es así, que está en pleno auge un conjunto de nuevas patologías, como la nomofobia (el miedo a perder el móvil o de no disponer de uno), o la mobilfilia (que es el impulso incontrolado de estar mirando la pantalla del móvil a cada momento), o padecimientos derivados de su uso excesivo como contracturas del cuello, afecciones oculares, conductas adictivas (como las de los peatones zombis, que caminan o cruzan las calles sin levantar la mirada de la pantalla del móvil). En los últimos tiempos, comienzan a publicarse informes médicos que hablan de la ansiedad incontrolada que afecta a cada vez más consumidores, dominados por el deseo de cambiar su móvil por el modelo más reciente, aunque el propio esté en perfectas condiciones. La adicción por los móviles está produciendo una compleja condición patógena que puede describirse como miedo a quedarse atrás, miedo a una falsa idea de obsolescencia.
La irreversible era digital
El ejemplo anterior del teléfono móvil es apenas un tema, quizás el más evidente, de un vasto y creciente proceso en curso, el de la digitalización, no solo del mundo conocido, sino en un sentido más amplio, de la propia existencia.
Puede decirse, aunque parezca una exageración: pocas cosas en el mundo de hoy escapan a sus respectivos procesos de digitalización. Todos los rubros productivos, no solo los más evidentes de carácter industrial, sino también aquellos que tienen un alto fundamento artesanal como la agricultura, la ganadería y la pesca; todos los servicios -financieros, servicios públicos, telecomunicaciones, distribución de mercancías-, de la índole que sea, incluso aquellos que demandan por su naturaleza un constante intercambio humano, como los servicios de salud; el conjunto diverso y complejo de información y trámites que los Estados realizan para los ciudadanos de sus países; los métodos educativos, que han acelerado el uso de la tele educación, como consecuencia de la pandemia del COVID19; la casi totalidad de las operaciones de la planetaria industria de los viajes y el turismo; los medios de comunicación y sus innumerables variantes digitales: casi no quedan sobre el planeta ámbitos que no hayan migrado y no estén en camino de migrar hacia fundamentos de carácter digital.
Repiten los conocedores: la revolución digital es irreversible, indetenible. Ya no es posible impedir, frenar, ralentizar, ni mucho menos revertir la expansión de la inteligencia artificial y la robótica. Los expertos coinciden: los beneficios de la digitalización del mundo superan con creces a las realidades previas a internet. Por lo tanto, a pesar de algunas amenazas concretas -la destrucción del empleo, la más inminente y grave-, la Cuarta Revolución Industrial continuará su marcha, estemos o no preparados para ello.
Los argumentos que legitiman el auge de lo digital son incontestables. El conocimiento ha comenzado a crecer de forma exponencial. Prueba de ello son los inmensos avances que se están produciendo para desentrañar los secretos del funcionamiento cerebral, la invención de nuevas terapias o el salto que se ha producido en la investigación del cosmos, producto de la interconexión entre telescopios y ordenadores.
La alianza entre chips y baterías solares, además de reducir drásticamente el costo de la energía, podría constituirse en la tan esperada respuesta al calentamiento global. El rápido progreso de la robótica, en corto plazo, creará sustantivos beneficios en el cuidado de enfermos y personas mayores. En días recientes, a propósito del debate mundial sobre la discriminación de género, se ha advertido que los algoritmos serán la plataforma que permitirá cerrar la brecha salarial que privilegia a los hombres sobre las mujeres.
Pero hay factores intrínsecos
A estos factores, anteriormente señalados, a los que se podrían añadir miles de argumentos relacionados con la prevención y el diagnóstico de enfermedades, el incremento y abaratamiento de la producción de toda clase de bienes, soluciones para la gestión del tráfico y los sistemas públicos de transporte, así como un cartel muy amplio de facilidades para el vínculo entre gobierno y ciudadanos, la revolución digital es inevitable también por las fuerzas internas que la caracterizan. Su condición de proceso irreversible no proviene solo de las ventajas que ella genera, sino también de las características que le son propias.
Kevin Kelly (1952) es uno de los periodistas más reputados en el universo de digitalización y futuro. A lo largo de los años ha insistido en señalar que las nuevas tecnologías aportan soluciones y también problemas. Uno de sus focos ha sido el estudio del impacto que lo digital produce en nuestras vidas. En 1993 formó parte del equipo fundador de la influyente revista Wired, donde trabajó como editor por siete años, y que, en sus comienzos, era como una biblia para todos aquellos a quienes nos interesa la tecnología.
En su libro Lo inevitable. Entender las 12 fuerzas tecnológicas que configurarán nuestro futuro, analiza, no los resultados, sino los vectores, las fuerzas internas, que hacen que la digitalización continúe su ocupación de la vida y del mundo. Como si la tecnología tuviese su propio ADN, “que la inclina en determinadas direcciones y no en otras”, esas fuerzas subyacentes son universales. No distinguen las realidades específicas de sociedades y culturas. Kelly recuerda que, a todo lo largo de la historia humana, los cambios siempre estuvieron asociados a la aparición de tecnologías. En nuestro tiempo ese carácter se intensifica, pero bajo una forma radicalmente distinta: de aquí en adelante los cambios serán permanentes. A diferencia del pasado, nada permanecerá fijo. La obsolescencia será constante.
Las doce fuerzas
En tanto que las doce fuerzas tienen un carácter cambiante, Kelly las enuncia en gerundio. La primera de ellas, Transformando, describe un impulso esencial: hay una tendencia inherente a lo digital que consiste en simplificar, renovar, actualizar. A continuación: Añadiendo conocimiento de inteligencia artificial. Estamos en la fase donde la IA va ganando espacio y aplicaciones en el mundo. Su potencialidad, ahora mismo, luce inagotable. Fluyendo: la tecnología permite establecer regímenes de flujos constantes. No interrumpirse, salvo para ser remplazada por otra tecnología superior. Proyectando. Es una fuerza inherente a cualquier proceso de digitalización, ya que todo es susceptible de ser observado en una pantalla.
Accediendo: la red desconoce las distancias y la diferencia horaria: desde cualquier parte se puede acceder a un punto, si se dispone de la tecnología adecuada. Compartiendo: No se refiere solo a la mensajería o los contenidos de las redes sociales. Toda producción que haya sido elaborada en lenguaje digital, puede ser compartida con apenas dos cliqueos. Filtrando: Kelly entiende que los algoritmos descubren nuestras preferencias y la red nos hace ofertas que nos hablan de forma directa. Pero también advierte que filtrar puede ser un modo de censurar. Hay filtros útiles y otros que son un peligro para las libertades. Recombinando, que se refiere al potencial de “reordenación y reutilización de fragmentos existentes” para todo tipo de formatos. La tecnología permite editarlo todo, combinarlo todo, obtener nuevas obras fabricadas a partir de otras.
Interactuando, que es un concepto que juegos, redes sociales y muchos otros softwares ya han hecho posible. Los anuncios al respecto son ilimitados: estamos en caminos de interactuar mentalmente con vehículos, objetos, robots y personas. Monitorizando: además de la controvertida vigilancia digital, ya en curso, el potencial de monitoreo de las tecnologías se proyectará hacia nosotros mismos, Es propiedad de la inteligencia artificial cuantificarse a sí misma, por lo tanto, es inevitable que eso se proyecte hacia todo su campo de acción. Preguntando: por una parte, está la propiedad de la IA de responder a nuestras preguntas. La otra, algo más sustantivo, es que cada avance tecnológico lleva implícita la interrogante sobre su próximo paso, su mejoramiento o salto cualitativo hacia adelante. Por último, comenzando, que remite a la fuerza para “ir al principio” -la expresión es de Ray Kurzweil-, o la propiedad de recomenzar que la tecnología tiene y que, ahora mismo, ha irradiado de tal manera, que ha configurado este inicio del siglo XXI, como el “comienzo del comienzo” de lo que será la Era digital.
Dicho todo esto, solo queda hacer una pregunta, al lector que se haya animado llegar hasta el cierre de artículo: ¿qué estamos haciendo en Venezuela para afrontar lo inminente? ¿Entiende nuestro liderazgo los desafíos que tenemos por delante?