Todavía no nos hemos librado de la pandemia de covid-19, pero las empresas han comenzado ya a tomar posiciones sobre cómo será el trabajo una vez recuperada la normalidad. El teletrabajo, que irrumpió de forma arrolladora con los confinamientos, parece haber venido para quedarse en todas aquellas actividades que sea factible. Por eso hay que minimizar el impacto cognitivo que ha significado para muchos y encauzarlo en positivo.
Es algo que va más allá de las modas anteriores y que, bien acompañado por políticas activas e imaginativas, podría paliar problemas crónicos de la sociedad. Las lógicas repercusiones laborales a corto plazo podrían tener importantes ecos demográficos y económicos a medio y largo plazo. Deberíamos aprovechar todo esto. Para ello un actor, quizá inesperado, debería tener un papel importante: la neurociencia.
Cada empresa deberá estudiar bien qué precisa cambiar para no verse abocada a nuevos (y caros) cambios demasiado pronto. Por ejemplo, una empresa debe decidir muy bien si deja de tener una sede física o la necesita más pequeña. Pero desprenderse de sus sedes sin pensarlo puede condenarlas a no recuperarlas si resultan necesarias.
En esa decisión deben considerarse variantes meramente económicas, pero también estudiar el impacto cognitivo que puede tener en sus empleados el no compartir un espacio físico. Habrá actividades donde la creatividad y la productividad no se vean afectadas. En otros casos, sí lo harán.
La vida volverá, más o menos, a como era antes en aquellas personas que se ocupan de los sectores primario y secundario más tradicionales. Quizá al de muchos servicios de cara al público como supermercados y restaurantes. No es el caso de aquellos servicios que pueden ser realizados en remoto: actividades en auge, vinculadas a las sociedades del conocimiento y que no dejarán de generar cada vez más empleo.
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Neuroderechos para sobrevivir al teletrabajo
Todos hemos experimentado el riesgo de tener el trabajo en casa y, por tanto, tenerlo casi 24 horas al día. Esto sin contar los riesgos de intromisión, sobre los que ya está llamando la atención la iniciativa de los neuroderechos que ha lanzado el neurocientífico Rafael Yuste, de Columbia University, y que ya se está ensayando en Chile.
Cada persona tiene su propia idiosincrasia, sus propios biorritmos. Ante la posibilidad de realizar gran parte de su jornada laboral con la mayor libertad que podría suponer el teletrabajo, las empresas no deberían ignorarlo sino aprovecharlo, siempre que sea posible.
La casa oficina
En aras de esa idiosincrasia, cada persona puede encontrarse mejor o peor en los diferentes escenarios que han ido diseñando las modas laborales y también frente al teletrabajo. Hasta ahora algunos preferían vivir cerca de su lugar de trabajo, mientras que otros se alejaron al extrarradio para tener más espacio en casa.
Sin embargo, la pandemia ha hecho que casi todo el mundo que habita en las grandes ciudades, en casas generalmente caras y pequeñas (la superficie media en el área metropolitana de Madrid es de 70 m²/vivienda y una media de 2,42 habitantes/vivienda), descubra que no estaban bien acondicionadas para que dos personas trabajasen en casa. Mucho menos si los hijos tenían que cumplir gran parte de su horario lectivo en las mismas.
La familia media se ha encontrado con que, de la noche a la mañana, tenía que improvisar uno o dos espacios de trabajo extra, con uno o dos ordenadores extra. Eso ha sido más fácil en casas más grandes, que dejaban más margen de maniobra para adquisición de equipos, si no los ponía la empresa ni el sistema educativo. Si el teletrabajo viene a instalarse, cada familia decidirá si reorientar su modo de vida, buscando en muchos casos una casa más grande pero más lejos de la urbe. O simplemente más barata, ya que ahora no será su prioridad la cercanía a una oficina que ya no existe o que no es estrictamente necesaria pero que quizá requiera de un mínimo de presencialidad para fomentar la creatividad y el potencial de la empresa.
Las familias que opten por buscar esas residencias más apartadas tienen, además, derecho a buscarlas a su gusto para poder realizar sus vidas de la forma más ideal posible. Esto puede dar lugar a soluciones para, por ejemplo, las zonas despobladas (como la España vaciada de la que tanto hablamos): huir de ese futuro de grandes urbes superpobladas, muy caras e inhóspitas, para ocupar más superficie con una densidad de población compatible con una creciente actividad económica y creación de riqueza estable. La gran extensión del cableado de fibra óptica en nuestro país (España suma tantos kilómetros de fibra óptica como Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia juntas) es fundamental para abrir muchas oportunidades.
La neurociencia debería jugar un papel importante en este tipo de decisiones y diseños. Podría ayudar a encontrar soluciones complementarias (para trabajos que requieran de una presencialidad recomendable de, por ejemplo, algún día a la semana o solo unos pocos al mes) y el diseño de políticas de desarrollo rural que permitiesen ese trasvase y respondan a las necesidades normales (escolarización, etc.).
El cerebro es capaz de realizar una grandísima y variada panoplia de funciones, muchas más de las que desarrolla la vesícula biliar. Y en la era posCovid19, el cortoplacismo codicioso o la esclerosis sectaria que resulta de los intereses creados deben dejar paso a la inteligencia creativa, la inteligencia emocional y la inteligencia moral: toca ser valientes.
Fernando de Castro Soubriet, Científico Titular del CSIC y jefe de grupo de investigación. Neurociencias, Instituto Cajal – CSIC
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.