ECONOMÍA

El Brexit y los límites de la reina Isabel para intervenir en política

por Avatar GDA | La Nación | Argentina

¿Quién dijo que la reina de Inglaterra no tenía ningún poder? ¿Que solo era un maravilloso adorno sobre una lujosa repisa del Palacio de Buckingham?

¿Que en la vida no tenía otro trabajo que combinar sus memorables sombreros con sus impecables tailleurs, inaugurar kermeses y declamar cada año su christmas message?

La actualidad pareció desmentirlos el 28 de agosto, cuando Boris Johnson -el primer ministro que hasta ese día todos creían su vasallo- fue a pedirle que suspendiera el Parlamento para proseguir con su política de dejar la Unión Europea sin acuerdo el 31 de octubre.

La soberana aceptó sin decir una palabra. Un acto que fue percibido inmediatamente como un ataque a la democracia británica.

Desde hace siglos, los poderes residuales, aún en manos de la monarquía británica, fueron utilizados con parsimonia, permaneciendo siempre fuera de la escena pública. Para muchos, la suspensión prolongada del Parlamento, acordada por la soberana, puso fin a ese equilibrio en forma brutal.

«Durante 63 años de reino, Isabel logró evitar que la llevaran al terreno de la política partidaria. Eso acaba de terminar», se lamenta Robert Hazell, profesor de Derecho Constitucional en el University College de Londres.

Preservar la identidad

En efecto, el «código real» es claro: en su calidad de «jefa de la nación», la soberana tiene el papel de preservar la identidad, la unidad y el orgullo nacionales, de transmitir el sentimiento de estabilidad y continuidad. Una unidad que el Reino Unido parece haber perdido desde el referéndum de 2016.

La decisión de la reina Isabel ratificó que el Reino Unido sigue siendo una monarquía, aun cuando sea parlamentaria.

«El problema reside en que si un gobierno con una frágil mayoría utiliza la monarquía para sus propios fines y evita de ese modo el mandato democrático necesario para que su acto tenga legitimidad, la democracia resulta peligrosamente amenazada», explica el profesor universitario francés Thibault Guilluy.

Isabel no podía hacer otra cosa, según los especialistas.

«En un marco estrictamente jurídico, la reina no está obligada a seguir recomendaciones del Ejecutivo, pero no posee legitimidad democrática para oponerse», agrega Guilluy.

En consecuencia, la soberana se calla, como lo había hecho cuando el ex premier laborista Tony Blair decidió la intervención de las Fuerzas Armadas británicas en Irak.

 ¿Cómo comprender, en todo caso, el recurso a ese poder monárquico?

«En el Reino Unido, en realidad, la capacidad de un monarca de utilizar esos poderes residuales para ‘evitar’ las exigencias del ejercicio democrático nunca fue realmente abrogada. Esas opciones de gobernanza persisten entre bambalinas, esperando el momento oportuno para reaparecer en manos del Ejecutivo», detalla Dominic Grieve, exprocurador general y conservador rebelde.

Los soberanos, sin embargo, son bien conscientes de que esos poderes deben ser usados con precaución, a riesgo de suscitar movimientos dramáticos y revolucionarios. La historia -a la cual las monarquías suelen estar más apegadas que el común de los mortales- no cesa de recordarlo.

En marzo de 1629, el rey Carlos I se cansó de un Parlamento que no quería apoyar para nada -sobre todo financieramente- sus desastrosos y carísimos errores en materia de política extranjera y ordenó su disolución. Cuando el speaker (presidente) de la Cámara de los Comunes, John Finch, anunció el cierre de la sesión, los diputados se pusieron tan furiosos que al menos cinco parlamentarios se le sentaron encima.

Mantenerlo en su sillón le impedía, tanto concreta como simbólicamente, terminar los debates. Mientras Finch se debatía aplastado por los legisladores, la Cámara adoptó una serie de mociones de condena a la política del rey.

Desorden monumental en los Comunes

Aquel episodio marcó tanto la memoria británica que la semana pasada, después de varias votaciones que derrotaron a Johnson, los diputados causaron un desorden monumental en los Comunes cuando el speaker John Bercow anunció la suspensión del Parlamento, decidida por el primer ministro. Carteles de denuncia, protestas, gente que se negaba a dejar el recinto… Ni siquiera faltó un legislador que -imitando a aquellos parlamentarios de 1629- se arrojara a los pies de Bercow en un gesto simbólico que intentaba impedirle partir.

Es necesario reconocer que Bercow no se parece en nada a Finch. El actual presidente de los Comunes calificó la decisión de Johnson de «ultraje constitucional» y no tardó en advertirle que es «inimaginable» su intención de no respetar la ley que lo obliga a pedir una postergación del Brexit a la UE si no logra un acuerdo para el 18 de octubre.

La suspensión del Parlamento en 1629 desembocó en un reino extraparlamentario en Inglaterra y Gales. Ese período es conocido con el nombre de «regla personal» de Carlos I o «Tiranía de los Once años».

Intento de suspensión

En Escocia, los ciudadanos también rechazaron la utilización del Poder Ejecutivo por el rey en 1638, cuando el monarca trató de cerrar las asambleas. En ese episodio, nadie se sentó sobre nadie, pero el representante de la asamblea, el marqués de Hamilton, intentó suspender la sesión dejando el lugar… solo para encontrar la puerta bloqueada y la llave desaparecida. La sesión pudo continuar, pero los poderes del rey quedaron severamente degradados.

En 1640, el Parlamento de Westminster se reunió una vez más debido a la crisis escocesa, que había llevado a dos guerras perdidas por el gobierno extraparlamentario de Carlos I y que arruinaron el país.

El soberano empleó otra vez sus prerrogativas para cerrar la primera Legislatura de 1640 después de apenas tres semanas, pero la situación se agravó considerablemente.

«La segunda Legislatura constituida ese mismo año adoptó dos leyes, con el fin de asegurar su posición en la Constitución. La primera, llamada ley trienal de febrero de 1641 puso fin al derecho de un monarca de convocar las cámaras del Parlamento. Un segundo texto le impidió cerrarlo o suspenderlo sin el consentimiento de este último», relata Hazell.

El Parlamento escocés se alineó poco después. La erosión de la confianza entre el Parlamento y el Ejecutivo precedió la revolución y la caída de la monarquía ejecutiva, que pocos años más tarde vio -literalmente- rodar también la cabeza de Carlos I.

Sin necesidad de medidas radicales, la historia reciente muestra que la sociedad civil también puede hacer oír su voz. En 2017, la empresaria Gina Miller obtuvo el apoyo de la Corte Suprema británica para asegurarse de que la entonces premier Theresa May no podría apoyarse en los poderes monárquicos para imponer un Brexit sin acuerdo del Parlamento.

Ahora, la indignación manifestada por amplios sectores, sumada al veredicto de la justicia escocesa, que calificó de «ilegal» la suspensión del Parlamento, obligó al gobierno a llevar el caso ante la Corte Suprema, que deberá pronunciarse el martes.

Los jueces escoceses consideraron que el primer ministro «mintió» a la reina sobre su motivación, induciéndola a error. Si la más alta instancia jurídica así lo ratifica, Johnson debería estar agradecido de pertenecer a la UE, cuya Constitución prohíbe la pena de muerte.