A menos de un mes del inicio de la Copa del Mundo, el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, envió una carta con un pedido a todas las selecciones que competirán en el torneo de Qatar: «Por favor, centrémonos en el fútbol. Somos conscientes de que hay muchos desafíos y dificultades de naturaleza política en todo el mundo, pero por favor no permitan que el fútbol se vea arrastrado a todas las batallas ideológicas o políticas que existen […] Una de las grandes fortalezas del mundo es su diversidad y si la inclusión tiene algún sentido, es el respeto por esa diversidad, que ningún pueblo, ninguna cultura o ninguna nación es mejor que otra”.
Era un esfuerzo por tratar de suavizar los efectos de las protestas y boicots anunciados, especialmente en Europa, contra el Mundial de Qatar, el primero en la historia en Oriente Medio, el primer en un país islámico. El problema para la FIFA y para Qatar es cuando el argumento principal para quienes proponen una protesta o un boicot lo ofrecen los propios organizadores de la Copa del Mundo. Días después de la carta de Infantino, el exjugador de la selección qatarí Khalid Salman, contratado por el Comité Organizador para ser embajador del Mundial, declaró en una entrevista con la televisión alemana que la homosexualidad es un «daño mental» y que los visitantes «tienen que adaptarse a nuestras reglas». Es imposible estar de acuerdo con tal muestra de prejuicio.
Este es el último ejemplo de algo que ha sucedido con frecuencia en los últimos 12 años, desde que el increíblemente pequeño e increíblemente rico país del Medio Oriente derrotó a potencias como Japón, Australia y Estados Unidos en la carrera por recibir la Copa del Mundo de 2022. El mundo comenzó a mirar con lupa a Qatar, que hoy intenta equilibrarse: por un lado, quiere presentarse con una imagen de país abierto, tolerante, dispuesto incluso a revisar sus polémicas leyes laborales, y por el otro representa lo que su embajador de hecho declaró en la desastrosa entrevista para los alemanes.
Es natural que la FIFA intente evitar que su gran momento se vea arrastrado a debates que realmente no tienen nada que ver con el fútbol. Pero es el precio que se paga al elegir un tal escenario para un evento tan grande. Todo se vuelve más complicado cuando uno se da cuenta de que la FIFA de hoy ya no es la que en 2010 eligió a Qatar para recibir este Mundial. Casi todos los responsables de esa decisión cayeron en desgracia y terminaron vetados del fútbol. El más poderoso de ellos, el entonces presidente de la FIFA, Joseph Blatter, acaba de declarar que «la elección de Qatar fue un error».
Precisamente para evitar casos como este, el sucesor de Blatter, Gianni Infantino, sacó esta decisión del Comité Ejecutivo (y sus pocas decenas de miembros) y la trasladó al Congreso de FIFA, más democrático, en el cual votan 211 miembros. El actual presidente de la FIFA también ha tomado la decisión de nombrar a seis árbitras mujeres para trabajar en los partidos de la Copa del Mundo masculina, algo sin precedentes en la historia del torneo, y también en el país que ahora está bajo todos los focos. Ironía suprema: es Gianni Infantino quien ahora se ve obligado a defender una decisión tomada por una FIFA que no era la suya, sino la FIFA de Sepp Blatter, que hoy la reniega.
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