Mayerlin Marchán taclea con una rapidez que asombra. Comenzó a jugar al rugby hace tres años, en un plan de reinserción social que llega a 36 de las 50 cárceles de Venezuela, y ahora es la capitana de su equipo.
Acaban de ganar un torneo y sus eufóricas compañeras la elevan en el aire entre saltos, en una cancha rodeada de montañas y plantaciones de caña en El Consejo, estado Aragua (centro-norte), a unos 90 kilómetros de Caracas.
Mayerlin, de 29 años de edad, fue la anotadora principal de Las Gladiadoras del Inof (Instituto Nacional de Orientación Femenina), en Los Teques, en el vecino estado Miranda, uno de 14 centros femeninos incluidos en el programa.
La veloz jugadora de piernas atléticas y abundante cabellera rizada es beneficiaria del Proyecto Alcatraz, que comenzó hace casi 20 años con el reclutamiento de unos 50 pandilleros en Aragua, que más tarde se expandió a cárceles venezolanas, signadas, como la mayoría de las prisiones de América Latina, por la violencia y el hacinamiento.
Para ella el rugby equivale a libertad, cambio y esperanza: «Me siento una mujer nueva, transformada, no soy ni un ‘poquitico’ lo que era hace cinco años», cuenta a la AFP.
Escoltados por militares y policías, este año ocho equipos de rugby penitenciario, cuatro masculinos y cuatro femeninos, compitieron entre vítores.
«¡Vamos, muchachas!», «¡Dale, dale, dale, busca ese balón!», se oía al calor del torneo.
Al llegar al campo de rugby, los prisioneros son recibidos con un túnel de honor y pasan a los camerinos a ponerse sus uniformes. Ya, entonces, no están esposados.
Es «el honor que significa tender la mano a las segundas oportunidades», comenta Andrés Chumaceiro, directivo de la Fundación Santa Teresa, productora de varios de los rones más famosos del mundo, que lleva el proyecto.
El rugby hace más llevadero el encierro en las cárceles de Venezuela, con población de unos 32.000 privados de libertad, según cifras extraoficiales. El año pasado poco más de 6% eran mujeres.
«Mi vida cambió»
El programa, que ha logrado desmovilizar a una decena de bandas, inculca valores fundamentales del rugby como respeto, disciplina y trabajo en equipo. Muchos de los captados se convierten luego en entrenadores.
Durante la competencia, con calor sofocante, familiares observan a los prisioneros como público.
Algunos llevan meses, y hasta años, sin ver a los suyos, como Helena, quien asistió junto a ocho miembros de su familia para ver jugar a su hijo, preso en el penal de Tocorón, en Aragua.
Es la cuarta vez que lo ve jugar, pero desde hace un año no lo visita en prisión porque no tiene fuerzas para verlo, asegura.
«Lo estamos pasando bien», dijo al contemplar a lo lejos al menor de sus cinco hijos, encarcelado hace seis años.
Las mujeres compitieron por primera vez en la categoría de rugby 7. Algunas saltaron al campo descalzas para sentir la grama, disfrutando unas horas lejos de las paredes donde cumplen condena.
Mayerlin Marchán, que ha cumplido cinco de los once años de su condena, anhela abrazar a sus dos hijos, de 13 y 8 años de edad, mientras aspira a convertirse en la mejor jugadora de rugby de Venezuela.
«Me levanto cada día con las ganas de bajar a la cancha, el rugby hace llevadero este proceso», cuenta.
Ya fuera de la cárcel, Marielys Palma, de 30 años de edad, trabaja con la Fundación Santa Teresa como embajadora de la marca de rones.
Hasta hace tres años estuvo del otro lado, presa, pero el rugby cambió todo para ella.
«Mi vida cambió en la cárcel de una manera drástica por el rugby, fue más fácil sobrellevar la prisión», cuenta Marielys, quien asegura ser más humilde ahora y valorar a su familia. «Siento que soy otra persona».