Cidade de Deus. Era el lugar para el exorcismo. Para que se quemen en el infierno tantos demonios. Messi campeón con la selección argentina. Ocurrió. Llora, incrédulo, conmovido. Vuela por el cielo de Río impulsado por sus compañeros, los que de más pibes habrán llorado por sus derrotas. Los fantásticos efectos sanadores del destino. Esta final no estaba en los planes de nadie, no había sido pensada ni diagramada. Por eso la sensación de reparación histórica, el cobijo que Messi perseguía. Campeón en patio enemigo. Brasil, Maracaná, Neymar y el látigo de 28 puntas -28 años sin títulos- para la flagelación. Gol de Ángel Di María, definitivamente había un espíritu justiciero en la atmósfera.
Messi no se entregó a la queja tanguera, fatigada de amargura. Estaba agazapado. El orgullo espera, da revancha. Justo él, que vivía atrapado por la desproporción entre su ambición y la vitrina llena de polvo. Hay que llegar a la desazón para que el sentimiento se potencie. Se aferró a la lealtad para llenar los vacíos. Abraza la Copa. Primero la besa, después la ofrece y la eleva. Ríe como un nene el catalán. Llora Messi. Son lágrimas de venganza y purificación. Su historial contra Brasil estaba en deuda. Nunca le había ganado un partido oficial, pero acaba de ganar el más trascendente. El superclásico eterno.
Cidade maravilhosa. Río de Janeiro, la sede de la final del Mundial 2014. El Maracaná, el templo que le heló el alma el 13 de julio de 2014 y le encendió el corazón el 10 de julio de 2021. Una cicatriz para siempre. Una caricia eterna. ¿Compensa? Alivia, reconforta, reconstituye. Silencia, también, y de una buena vez, tantos comentarios venenosos. La perseverancia en el dolor es su clave. No dejó de sufrir, pero no dejó de intentarlo. Probablemente a ningún argentino se le haya exigido tanto en los últimos 15 años, y Messi no desertó. Ninguno perdió tanto, y no abandonó. Dibu Martínez acaba de treparse a la cumbre de América con nueve encuentros en la selección, y Messi atrapó el mismo premio después de 151 partidos. No se rindió. Con la obstinación de un detective, con la paciencia de un orfebre. Con la rebeldía de los distintos. Porque en el envase del mejor hay una pizca de maldad.
Dejó la cruz. Un día antes del debut en la Copa América avisó que podía dar el golpe y no sonó arrogante. Sino visceral, asesino. Voraz. Era la última, lo sabía internamente. Ni la euforia del título podrán desenfocar la realidad: Europa queda más lejos que nunca y el Mundial de Qatar 2022 no tendrá a la Argentina entre sus favoritos. La auténtica de bala de plata se la jugaba en el Maracaná, en el gigante de cemente donde Brasil no perdía un partido oficial desde 1950. Uruguay y la Argentina, sin querer comparar sus gestas deportivas, dos crueles aguafiestas.
Le confiaba cierto día Messi a La Nación: “Me dolía llegar a mi país y que muchos me pegaran injustamente. Alguna vez llegué a pensar si yo era el problema, si era la causa de los malos momentos. Pero la culpa sólo dura un momento, hasta que reaccionás y seguís para adelante. Aunque a veces no podés creer porque se dan algunas cosas. Te quedás sin respuestas cuando ponés lo mejor de vos y los triunfos siguen sin venir”, se preguntaba en voz alta.
Messi fascina. Sorprende porque nunca se conformó con lo suficiente. Uno a uno pulverizó cada uno de los prejuicios que lo rotulaban. Desde apático y amargo. Sin la ‘mesa chica’, asumió el liderazgo que le imponía el almanaque y su dimensión. Una conducción con más palabras y menos gestos condicionantes, como sufrieron técnicos anteriores. Él mismo se ocupó de ir habitación por habitación para descolgar el póster con el que habían crecido los Lautaro, De Paul, Paredes y el resto. Cuando los nuevos descubrieron que el extraterrestre tomaba mate con ellos, la comunión resultó inmediata. Y si Messi se esforzaba, los demás tenían que inmolarse.
Llevaba 7 finales consecutivas perdidas la selección y 80 partidos invicto Brasil en su país. Hacía falta un hechizo. Messi en sus cuatro finales anteriores con la selección no había jugado bien. Anoche tampoco brilló, pero fue el líder de una manada de perros hambrientos.
Pudo no venir a jugar aquel amistoso relámpago de junio de 2004, el más trascendente de los partidos intrascendentes. Pero vino, a sus 17 años. “Si en ese partido con Paraguay me ponían de arquero, iba feliz al arco. No me importaba nada. Argentina es mi país. Me preguntan por qué no se me pegó el acento español y es simple: no quiero que se me pegue”, contó un día. Tiene 34 años de edad, pasó la mitad de su vida intentándolo.
Finalmente, la aprobación en su país será total. Tras luchar contra tantos recelos, la bendición llegará con efecto retroactivo y después de un título. El título. Antes de Brasil 2014, en La Nación se publicó un libro sobre su vida en celeste y blanco que, provocativamente, se tituló El Patriota. Por entonces vivía bajo sospecha y todavía no había perdido las tres finales… Lo peor estaba por llegar. Pero pensaba igual que ahora, y actuaba igual que ahora. “Me quiero acordar si alguna vez tuve una camiseta de la Argentina cuando era chico…, y no, no, estoy seguro que no… La primera fue la que me dieron en la selección. Me estaba esperando… Siempre voy a estar donde la selección me necesite”. Nunca se fue. ¿90 minutos pueden marcar toda una vida? Exageradamente, sí. Messi ríe como un chico. Llora el hombre.
Por Cristian Grosso
LA NACIÓN