El sol caía suavemente sobre el estadio Universitario. Era una tarde fresca, como suelen serlo las tardes caraqueñas de final de año. El aire cambia de color y el Ávila va mutando en pasteles, como paleta de colores. Faltaban unas dos horas para la voz de playball, poco más, y el Café Martínez, uno de los peloteros con más talento natural que haya nacido en Venezuela, caminó hacia la zona izquierda del terreno, con un objetivo: sentar a Ronald Acuña para una conversación urgente.
Café no habló públicamente de ese encuentro, más de lo que contó a sus allegados.
No fue una charla casual. El ex grandeliga nacido en La Guaira había emprendido una cruzada personal. Llevaba cerca de un lustro en el retiro y estaba más flaco que nunca, casi en los huesos. Vestía un mono deportivo, como casi siempre que le vimos en el parque de Los Chaguaramos aquellos últimos años. Su altura (tenía casi 2 metros de estatura) se hacía más evidente por la delgadez extrema. El padecimiento físico que sufría terminaría por quitarle la vida. Pero antes de que eso ocurriera, tenía la reposada necesidad de reunirse y hablar con los mejores prospectos del beisbol venezolano.
Quería contarles su historia. Quería que supieran quién era él.
¿Y quién era el Café Martínez? Una leyenda de los Tiburones de La Guaira, para ese momento, sin duda. Figura de la LVBP durante 15 temporadas. Uno de los hallazgos más felices de Pedro Padrón Panza, arquitecto beisbolero que vivió de hallazgo en hallazgo, de Ángel Bravo a Oswaldo Guillén y más.
Había jugado 7 campañas en las Grandes Ligas. Fue el primer novato venezolano con un average de .300 en una zafra, entre quienes al menos han consumido 300 turnos al bate, un logro que únicamente ha igualado Luis Arráez, 31 años después. Shortstop de origen, devenido tercera base y luego inicialista, porque era demasiado alto y cada vez ganaba más kilos. Los Medias Blancas de Chicago, primero, y luego los Indios de Cleveland pensaron en él como un slugger natural, que iba a ligar para altos promedios, con muchos cuadrangulares.
La carrera de Martínez se descarriló y nunca cumplió las enormes expectativas. Fue una estrella en su país, pero no en la MLB. Terminó antes de tiempo su camino en las Mayores, en 1995, y disputó su último juego como pelotero profesional en diciembre de 1998, cuando apenas contaba 32 años de edad.
Café no quería hablar de eso, pero posiblemente lo hacía. Necesitaba explicarles a sus jóvenes oyentes cómo alguna vez llegó a ser dueño del mundo, propietario de un futuro resplandeciente que le sonreiría para siempre. Le urgía ponerse como ejemplo de una causa perdida, de cómo se puede tener todo, en el deporte y en la vida, y luego perderlo todo, por no saberlo cultivar.
Quería que los principales prospectos de Venezuela, a comienzos de este siglo, se vieran en el espejo que era esa humanidad morena, altísima y huesuda, que vivía una dolorosa cuenta regresiva, que pronto le arrebataría de los suyos.
En ese mismo escenario tuvo episodios de gloria y desplantes, repartió tablazos y persiguió periodistas, completó grandes atrapadas y amenazó con palizas. Porque Café jugó y vivió apasionada, intensamente, hasta que se dio cuenta que esa intensidad le había robado lo que más quería y le estaba llevando a la tumba.
Lo perdió todo por creerse dueño de todo, invencible, súper dotado. Y no quería que otros pasaran por lo mismo que él.
Acuña fue uno de varios a quienes buscó. Por entonces crecía en las Ligas Menores y era una promesa de los Navegantes del Magallanes que ya lucía sus habilidades en el lineup.
Su pequeño hijo chapoteaba por aquellos tiempos en la hermosa playa de La Sabana.
El apellido Acuña tardó en llegar a la gran carpa. No sabemos qué le dijo Café al por entonces jovencísimo padre de ese Acuña Jr. que hoy brilla con los Bravos de Atlanta. Nunca lo reveló. Pero hay pistas que sugieren que el antiguo prospecto escuchó, que guardó aquellas palabras, si no para sí, sí para otros. Su hijo nació hace apenas 21 años, ya es dueño de récords y de un contrato de 100 millones de dólares. Hace cosas impensables para alguien de cualquier edad, no digamos para alguien tan mozo. Y también hace cosas naturales de una edad en la que todos guardamos un recuerdo que lamentamos, una tontería inexcusable. Solo que la mayoría no lo hace bajo reflectores y ante millones de miradas.
El Jr. hizo mal cuando por segunda vez no corrió con un batazo que podía ser jonrón. En plenos playoffs, eso le costó un extrabase y quién sabe si una carrera a su equipo, que perdió luego por una rayita. Peor que eso, le costó un momento de decepción a su manager, a sus compañeros y a la afición, máxime cuando después, al ser interrogado por los reporteros, mostró ningún arrepentimiento, casi despreocupación, igual que había sido la primera vez.
Un día después, todo cambió. Acuña, el casi 40-40, el natural, la estrella refulgente, no esperó la pregunta de la prensa para hacer un largo mea culpa, contando que había hablado con sus compañeros, que por iniciativa propia les había ofrecido una disculpa, que se había reunido reunido con su piloto para admitir su falta y que era “inaceptable” su conducta.
Alguien habló con él, era evidente. Alguien le hizo ver la consecuencia de ciertas acciones y cuán importante es asumir los errores con humildad, admitirlo y aprender de ello. Ese es el verdadero camino hacia la grandeza, la que le espera si lo asume así.
Alguien habló con él, y quizás haya sido un ejecutivo del equipo, su agente o su padre. Y si fue este último, sabemos entonces quién habló a través de él. El Café estará sonriendo en algún lado, al ver que su paisano varguense va bien.
@IgnacioSerrano
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