Buddy Bailey llegó a Venezuela por primera vez en 2002. Era un desconocido manager de Ligas Menores que iba a hacer su debut en el beisbol invernal. Su historial era interesante: parecía un viejo zorro y había tenido éxito en las granjas de los Medias Rojas. Llegó a ser, incluso, coach en las Ligas Mayores, brevemente.
Era un piloto estadounidense más en el Caribe. Podía resultar bueno, podía no serlo. El porcentaje histórico en ese aspecto jugaba en su contra. Nada permitía anticipar que estaba por comenzar una brillante racha y que iba a convertirse en el estratega más ganador del último siglo en la LVBP, segundo en total de coronas detrás únicamente del cubano Regino Otero, que logró siete, frente a sus seis.
Bailey no pisó Maracay con la única encomienda de hacer de los Tigres un equipo triunfador. Él y Rafael Rodríguez Rendón, que por entonces asumía la presidencia de los rayados, sellaron como parte del acuerdo que el norteamericano debía, ante todo, sembrar disciplina en la cueva. Iniciar una etapa que permitiera meter en cintura a un grupo talentoso, pero díscolo.
Los felinos no se diferenciaban mucho de otras divisas en la pelota regional. Había egos, que a veces funcionaban para bien y a veces funcionaban para mal. No todos los peloteros del área se conducen en su tierra como lo hacen en las Menores o en la MLB.
A Bill Plummer le quedó eso muy claro, unos meses antes. A Rodríguez también. En plena final contra el Magallanes, los más veteranos del clubhouse se rebelaron contra el timonel y exigieron su renuncia. No les gustaba el norteamericano. Si Plummer no se iba, ellos no saldrían a jugar.
Rodríguez manejó como pudo esa situación inaceptable. Faltaba muy poco para la voz de playball. No tenía margen de maniobra. Perdía la serie 3 encuentros por 1 y estaba a punto de dar forfeit.
Plummer se fue al hotel, el coach Rodolfo Hernández asumió la conducción y los Tigres perdieron el último de la serie. Mientras los Navegantes celebraban en el estadio José Pérez Colmenares, el por entonces joven ejecutivo sacaba una rápida conclusión: aquello debía cambiar pronto, drásticamente y para bien.
Lo que siguió fue uno de los más memorables rediseños de organización alguna en nuestra pelota. Con Bailey comenzó un nuevo régimen. Recibió todo el poder para reducir a cero la indisciplina. Sin esa carta blanca, no lo lograría. Importaba más el nombre en el pecho del uniforme que el de la espalda, por más que a la espalda se leyera Roberto Zambrano, Rubén Salazar o Wiklenman González, estrellas para aquel momento en la LVBP.
Todos los líderes de la rebelión contra Plummer fueron saliendo. A la vuelta de pocos torneos ya no quedaba uno. Llegaron nuevos jugadores, vía cambio, y ellos, y las nuevas firmas, eran recibidos por Bailey, Rodríguez y una férrea disciplina que ayudó a dar un vuelco en Maracay.
Lo demás es historia. Aragua llegó a disputar siete finales consecutivas. Ganó seis coronas en nueve campeonatos, más una Serie del Caribe, entre 2004 y 2012. Y lo hizo sin grandes figuras, con la única excepción de Miguel Cabrera, que estuvo allí en la primera parte de la zaga, antes de verse obligado a ausentarse por exigencia de los Tigres de Detroit.
¿Fue doloroso? En principio sí. ¿Fue costoso? Por supuesto. ¿Difícil? Sin duda. Pero en ese caso único se combinaron una gerencia decidida, con miras claras, y un personaje que resultó ideal para el necesario proceso de limpieza y la construcción de una escuadra de guerreros, capaces de derrotar a cualquiera, les resultara simpático el manager o no.
Bailey tuvo una nueva oportunidad de replicar el proceso en La Guaira. Fue contratado en 2014, apenas se agotó su tiempo con los Tigres. Dos veces dirigió a los Tiburones y en ambas los metió en semifinal. Había empezado un nuevo camino, aunque sin la misma agresividad que en la Ciudad Jardín. Para eso era necesario juntar voluntades con la oficina y aceptar necesarios sacrificios. Cuando Oswaldo Guillén quedó libre en las Grandes Ligas, fue mucha la tentación. ¿Cómo no incorporarlo al equipo? Y así, el proceso se rompió.
¿Qué hubiera pasado si ese experimento hubiera continuado un tiempo más en el litoral? ¿Se habrían atrevido los escualos a ser agresivos en el mercado, como correspondía, aunque salieran de nombres relucientes, queridos por la afición? Nunca lo sabremos.
El mayor mal de la histórica divisa no es la larga espera por una fiesta. Son más de tres décadas sin ganar. El mayor mal, lo sabemos en nuestra pelota, es la constante aparición de egos y la incapacidad para manejar las tensiones que esos crean en la cueva. Hasta Guillén terminó siendo una víctima de eso y fue sacrificado.
A veces esas tensiones se esconden, como trató de hacerse con el episodio de Edgmer Escalona en la ronda eliminatoria. A veces saltan a la vista, como ocurrió con los dolorosos, vergonzantes, groseros sucesos de la semifinal.
Lo que vimos esta semana, esa lamentable sucesión de indisciplina e irrespetos a nuestro pasatiempo nacional, ya pasó en menor medida muchas veces. La más sonada había sido aquella de 2002, en Maracay. Los Tigres aprendieron la lección y consiguieron los hombres para emprender un nuevo camino, poniendo fin a su propia espera de casi 30 años.
Les toca a los Tiburones, ahora, tomar decisiones muy duras, concederle absoluta libertad a su nueva gerencia y dar pasos firmes y drásticos, so pena de continuar, si no, en este loop interminable de malos resultados.
@IgnacioSerrano
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