DEPORTES

Carta para una madre desde la final de la Copa Davis

por Avatar EFE

Palcos exclusivos y hoteles de lujo. No les faltará nada a las familias que viajen la semana que viene a Madrid para apoyar a los finalistas de la Copa Davis.

Mesa, camilla y delantal. En esas condiciones, en ese mismo Madrid, una madre recibía hace 54 años noticias de otra final: la que disputaron España y Australia en Sídney en 1965.

En aquel equipo español estaba Manolo Santana, cuarto tenista de la historia con más victorias en Copa Davis.

A 17.700 km, en un modesto piso de Madrid, le esperaba su madre. Los pies de foto de la época ni siquiera mencionan su nombre. Era, simplemente, la madre de Santana, pero tenía nombre propio: se llamaba Mercedes Martínez.

Su casa era un museo. De las paredes no colgaban cuadros, solo fotos del campeón. Sobre la mesa camilla, amontonados, los trofeos ganados por Manolo. Los más grandes, encima de un aparador de madera maciza, de esos que duraban toda la vida. Entre ellos, la estampa de un Cristo.

Unas manos fuertes y limpias, de mujer trabajadora, sujetan la carta que el hijo, embarcado en la difícil empresa de discutir la Copa Davis a Australia, envió a la madre para felicitarle por la Navidad. Llegó al buzón un 28 de diciembre. El 29 se consumó la victoria australiana por 4-1. Pero la carta estaba enviada mucho antes.

«No pueden imaginar la alegría tan grande que me dan cuando sé que todo marcha bien (…) Manolito, por muy lejos que esté, no se olvida de nosotros. Lo quiero mucho», escribió el jugador.

Tenía 27 años de edad para ese entonces. Esa temporada había ganado el Abierto de Estados Unidos. La anterior se había impuesto en Roland Garros. En la siguiente lo haría en Wimbledon.

Sin  embargo, entre victoria y victoria siempre tenía un momento para acordarse de su madre. La persona a la que más admiraba en el mundo. La viuda de un republicano encarcelado. La mujer que aceptó que su hijo fuera apadrinado por otra familia que le pagó los estudios y los primeros pasos en el tenis.

Recibió la carta y posó para el fotógrafo sin un asomo de coquetería. Con el pelo recogido en un moño, con ropa de andar por casa, con la mirada en el papel. El mayor trofeo no estaba sobre la mesa camilla: eran ese puñado de líneas llegadas desde Australia que sostenían con cariño unas manos de madre.