Ella es menor de edad y amamanta a su hijo en una vereda. Está sentada en un banquito justo al lado de una montaña de basura en la avenida Francisco Solano, sector El Recreo, en Caracas. El bebé está aferrado al seno de la mujer delgada y de mirada triste. Chupa. Se esfuerza.
Un automóvil baja la velocidad hasta detenerse. La ventanilla eléctrica del copiloto se abre y una mano llama a la chica. Ella se acerca con su bebé en brazos. Dos hombres que hurgaban en la basura también caminan lentamente hasta el carro. Alguien saca una caja de comida y se la entrega a la joven mamá. Entrega un par más a los dos hombres que lucen viejos y cansados.
El vehículo avanza una cuadra. Vuelve a detenerse, otra vez desde el auto les entregan comidas a personas que deambulan en la Caracas.
Dos golpes a la ventanilla. En el carro un rostro joven, bonito, sin maquillaje, se asoma. A su lado, la copiloto, una mujer joven, afable, saluda.
“Sí claro, sí puedo contarles que estamos haciendo”, les dice a los periodistas. “Entren al carro, no es seguro hablar en la calle”, agrega.
En Caracas sus habitantes quieren hablar. Están cansados de guardar silencio. Las historias de un país que tiene hambre y necesita medicinas comenzaron a conocerse desde 2016, de boca de los migrantes del desespero que se refugian en masa en Colombia, Perú, Brasil o Argentina. Entre 2016 y 2017 ha salido un millón de personas.
Los que se quedan conversan todos los días de la escasez. Es un diálogo obligatorio. Cuando tienen la oportunidad de hablar con la prensa extranjera, lo dudan porque saben que lo que se diga puede traerles consecuencias con un gobierno que señala y estigmatiza. Sin embargo, se arriesgan. La están pasando muy mal.
“Yo me llamo Antonella y ella es Pamela. Somos de Mérida. Mi hermana estudia aquí en Caracas y yo trabajo. Soy diseñadora gráfica. Tengo 25 años. Mi hermana tiene 19 años. Yo me fui a estudiar afuera del país desde los 17. Siete años viví afuera, y cuando regresé me vine a trabajar en la campaña para las elecciones de la Asamblea. Pensé que esa vez sí iba a cambiar todo. Que las cosas iban a ser diferentes, pero no, no ha cambiado nada. Cada día hay más necesidad y es muy fuerte”, dice y se le quiebra la voz.
Esa dificultad para conseguir harina, pan, carne, café, huevos, bien sea porque no hay bolívares que alcancen para comprarlos, o porque quienes tienen el dinero no encuentran los productos en los supermercados, o porque sencillamente habiéndolos no hay billetes circulantes para lograrlo, empujaron a las dos jóvenes de Mérida a hacer una colecta entre los amigos y a preparar almuerzos que reparten por las calles de Caracas a los más necesitados.
“Le dije a mi mamá que iba a preparar comida para el que lo necesitara y ella me dijo, ‘regálaselo a fulanita y a menganita, que están pasando mucha hambre’. Y yo le dije a mi hermana, ‘sí, ellos están pasando mucha hambre, pero en algún momento podrán comprar algo’”, relata.
“Ya uno no puede decidir entre la gente en condición de calle y tus amigos cercanos, que tampoco tienen. Esta situación es tan fuerte que tienes que decidir a quién ayudas primero. Esta vez decidimos hacerlo con la gente de la calle. Cocinamos y como no teníamos suficientes envases, los vecinos del edificio nos ayudaron con las cajas y otras amigas con las botellas de agua. Hoy hicimos pasta con atún y té de rosa de Jamaica. Mañana arroz con caraotas”, continúa.
Mientras habla, observa a las personas que en la calle rebuscan entre la basura. Le duele una realidad que los abofetea mañana, tarde y noche. Que ha hecho huir de su país a sus vecinos, a sus familiares y a sus amigos.
“Ya no me quedan amigos en Caracas. Están todos regados. Mi primo se fue, lleva afuera dos meses. No ha encontrado trabajo. Está en Chile. Acá trabajaba en un banco, pero igual, la plata no le alcanzaba. A todos nos ha pegado esto de cierta forma”.
“De lo que se trata es de sobrevivir. Y ya estamos cansados de sobrevivir por la injusticia de unos pocos”, dice y levanta la voz.
Antonella pasa del tono quebrado al de la rabia. Está furiosa con el gobierno de Maduro y con todos los que lo rodean.
“No es justo. Escuchamos que la gente de afuera no se preocupa por la política… Nosotros nos metemos ahora en política porque la política se metió con nosotros”.
Se aferra a que de algo malo siempre viene algo bueno.
Su cara no es la de una venezolana que anda en las calles haciendo colas para cobrar comida. Su cabello está bien cuidado, su rostro es blanco, sus cejas perfectamente delineadas y su cuerpo es esbelto. Se adelanta a responder la pregunta.
– Soy Antonella Massaro. En mi vida yo pensé que jamás iba a repartir comida. De niña mi mamá nos llevaba a los botaderos de basura, no para comida, era para repartir regalos.
Antonella Massaro fue segunda finalista del concurso Miss Venezuela 2016. Reparte comida a los que hurgan entre la basura en el país que era rico y hoy está en crisis.
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