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Bajo el sol agobiante del verano amazónico, el brasileño Jose Diogo trepa a una palmera con agilidad y corta un racimo de frutos negros. Está empezando la cosecha de açaí, sustento de su comunidad descendiente de afrobrasileños que antaño fueron esclavizados.

El ‘boom’ del açaí ha beneficiado económicamente a los productores tradicionales de la Amazonía. Al mismo tiempo, sin embargo, amenaza la biodiversidad de la selva tropical por el aumento del monocultivo.

El poblado de Igarapé São João, 120 km al sur de la ciudad de Belém (Pará, norte), es un caserío rural a orillas del río Itacuruçá, un área de suelos inundables donde el açaí crece naturalmente.

«Cuando empieza la cosecha (que va de agosto a enero), las cosas mejoran mucho para nosotros», dice Diogo, de 41 años, quien gracias a su trabajo consiguió empezar la construcción de su casa.

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La comunidad está ubicada en Abaetetuba, quinto municipio con mayor población «quilombola» de Brasil, como se denominan los descendientes de esclavos fugitivos de los siglos XVII y XVIII.

Abaetetuba se ha convertido en un importante polo de açaí en el estado de Pará. El lugar concentra más del 90% de la producción brasileña.

Diogo raspa el racimo y deja caer los frutos dentro de un cesto. En un buen día, explica, logra llenar 25 de 14 kg, que vende por entre 12 y 25 reales cada uno (2,4 a 5 dólares).

Intermediarios compran los frutos a la comunidad y los llevan por barco hasta la gran ciudad amazónica de Belém, para venderlos a más tardar al día siguiente en el centenario mercado Ver-o-peso y evitar que la fruta perezca.

Cada madrugada, el ajetreo es grande junto al muelle: decenas de hombres sudados descargan los frutos de los barcos para venderlos a los fabricantes de pulpa, jugo y otros derivados.

«En una noche en que vienen todos nuestros clientes, gano entre 250 y 300 reales (entre 50 y 60 dólares)», asegura Maycon de Souza, de 30 años, tras apilar tres cestos en su cabeza y otros dos encajados en el hombro derecho: 70 kg en total.

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«Açaización» de la Amazonía

De origen indígena, el açaí puro siempre integró la dieta de los paraenses. La comunidad lo degusta junto con pescado frito y otros platos locales.

Por sus propiedades nutritivas y antioxidantes, en las últimas dos décadas se popularizó como un «superalimento» en Brasil y en países como Estados Unidos y Japón, que lo importan para elaborar jugos, batidos y postres con granola y frutas.

Esto disparó la demanda y benefició a los productores locales. Se colocó al açaí como un ejemplo de «bioeconomía», que permite generar ingresos para los habitantes de la Amazonía sin deforestar.

Pero estudios muestran que la expansión está provocando la pérdida de biodiversidad en algunas regiones debido a la sustitución de otras especies.

«Naturalmente crecen unas 50, 60 o hasta 100 plantas de açaí por hectárea (…) Cuando pasa de 200, se pierde el 60% de la diversidad de otras especies también nativas de áreas inundables». Así formuló a la AFP el biólogo Madson Freitas, investigador del Museo Paraense Emílio Goeldi, autor de un estudio sobre este fenómeno, llamado «açaización».

La pérdida de especies vegetales afecta inclusive al açaí, que se vuelve menos productivo por la pérdida de polinizadores. Entre ellos abejas, hormigas y avispas, añade Freitas.

Los períodos prolongados de sequía, que pueden intensificarse debido al cambio climático, también afectan el desarrollo de los frutos.

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Açaí: servicio ambiental

Freitas, él mismo originario de una comunidad quilombola de Pará, cree que reforzar las reglas de conservación y la fiscalización puede ayudar a combatir el monocultivo.

Pero es preciso dar incentivos a los productores para que «mantengan la selva en pie», apunta.

Salomao Santos, dirigente de la organización Malungu, que representa a las comunidades quilombolas en Pará y líder comunitario del poblado de Igarapé São João, admite que el monocultivo «se puede transformar en un problema».

«Quienes vivimos en la Amazonía no vivimos de una sola especie», afirma este hombre. Teme que el açaí deje de sustentarlos, como ya ocurrió con los ciclos económicos de la caña de azúcar, el caucho, y la alfarería.

Las comunidades quilombolas de Brasil -que según el censo son 3.500, con alrededor de 1,3 millones de personas- a menudo se sienten invisibles a los ojos de la sociedad.

«Prestamos un gran servicio ambiental al mundo, preservando» la selva, indica Santos. «Ahora queremos que el Estado y todos quienes se beneficiaron del sudor y la sangre de quienes fueron esclavizados, paguen su deuda con nosotros».


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