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¿Se puede tratar el covid-19 reciclando fármacos ya conocidos?

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Años noventa. Los ensayos clínicos que se estaban desarrollando para el fármaco sildenafilo, diseñado para tratar la hipertensión arterial y la angina de pecho, no parecían muy prometedores. Los efectos observados eran demasiado ligeros. Sin embargo, cuando los investigadores estaban a punto de tirar la toalla, sucedió algo inesperado. Descubrieron que los participantes reportaban un efecto secundario que nadie vaticinaba: el fármaco inducía importantes erecciones. Nacía así la viagra, patentada por Pfizer en 1996, y aprobada para su uso en disfunción eréctil por la FDA (Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos) en 1998.

Este caso de serendipia sirve para ilustrar la utilidad de una alternativa a la estrategia tradicional de producción de medicamentos: el reposicionamiento de fármacos. O lo que es lo mismo, la búsqueda de nuevas aplicaciones para fármacos ya existentes, sean viejos o nuevos.

Los costes de poner un nuevo medicamento en el mercado, siguiendo la estrategia tradicional, rondan los 2.600 millones de dólares. Y el tiempo de trabajo invertido normalmente no baja de diez años. Para colmo, en el proceso se quedan en la cuneta decenas de miles de compuestos, en una carrera de obstáculos con una tasa de éxito en torno al 12%. Un porcentaje que baja dramáticamente cuando se trata de abordar enfermedades complejas y todavía poco comprendidas, como el alzhéimer.

Este alto porcentaje de fracaso y las elevadas pérdidas económicas asociadas ha llevado a desarrollar, en las últimas décadas, nuevas metodologías de producción. Metodologías destinadas a acelerar los plazos y abaratar los costes de la producción de medicamentos, ampliando el espectro de la investigación farmacológica.

Viejos conocidos, nuevos aliados

Sir James W. Black, Premio Nobel en Medicina y Fisiología en 1988, abrió el camino hacía una nueva estrategia cuando pronunció su famosa frase: “El criterio más fructífero para el descubrimiento de un nuevo fármaco es empezar con uno viejo”.

En efecto, los conocimientos ya adquiridos durante el uso de un determinado fármaco en humanos, sus dosis terapéuticas, sus perfiles de seguridad, etc. pueden ser aprovechados para acelerar los estudios de su potencial farmacológico en otras aplicaciones. Adicionalmente, podemos “reciclar” compuestos que se quedaron en el tortuoso camino de obtención de un medicamento por falta de eficacia para la indicación a la que iban originalmente dirigidos.

Lo bueno es que, en estas condiciones, disminuye el riesgo de fallo. No en vano, el fármaco reposicionado ha demostrado ser lo suficientemente seguro en ensayos preclínicos y las primeras etapas de los ensayos clínicos en humanos las ha superado. Además, los tiempos se reducen y se requiere menos inversión.

Por eso el reposicionamiento de fármacos es una estrategia prioritaria de cara a la búsqueda de soluciones terapéuticas en campos complejos y que requieren soluciones urgentes. Entre ellos los tratamientos para pacientes de enfermedades raras y las enfermedades emergentes.

Fármacos reposicionados para tratar el covid-19

La actual pandemia causada por el coronavirus SARS-CoV-2 es un buen ejemplo. Aunque en los medios se suele poner el foco en las vacunas que podrían prevenir la infección, o al menos mitigar sus síntomas, no se ha dejado de lado la búsqueda de tratamientos efectivos para los pacientes. Sobre todo destinados a evitar que se desencadene la variante más grave del covid-19.

Según datos de la AEMPS, actualmente en España un 76.9% de los ensayos clínicos autorizados para covid-19 se corresponden con reposicionamiento de fármacos. A nivel internacional, más de 100 países se han unido al ensayo Solidarity puesto en marcha por la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Mientras las terapias llegan, no han faltado los bulos, y estafadores que proponen soluciones “milagrosas” como el tóxico MMS. En Irán murieron centenares de personas tras beber metanol. Y en Estados Unidos un hombre que ingirió un limpiador con cloroquina falleció.

Simultáneamente, se han magnificado los efectos de determinados fármacos. A veces porque se han exagerado resultados obtenidos en cultivos celulares o en animales. Otras, por basarse en ensayos clínicos deficientemente diseñados.

Así sucedió con la ivermectina, un fármaco antiparasitario que se proclamó capaz de inhibir la replicación del SARS-CoV-2, aunque solo se había estudiado in vitro y a dosis muy altas, no aprobadas para tratamiento en humanos.

O con la hidroxicloroquina, un fármaco antipalúdico cuyo uso ha sido promovido por Trump o Bolsonaro, del que se difundieron datos alentadores procedentes de un estudio falto de grupo de control, así como defectuoso en el diseño de selección de los pacientes. Este fármaco ha estado envuelto en la polémica desde que un estudio posterior, que afirmaba que el tratamiento incrementaba el riesgo de arritmia y muerte fuese retractado por la revista en que se había publicado.

El ensayo Solidarity

El pasado 15 de octubre la OMS presentaba los datos preliminares y en revisión por pares del ensayo Solidarity. Tras analizar la evolución de 11.266 pacientes adultos en 30 países, concluía que los fármacos estudiados (remdesivir, hidroxicloroquina, lopinavir e Interferon) no mostraban mejoría apreciable en la situación de pacientes hospitalizados por covid-19. Tenía en cuenta parámetros como la mortalidad, el inicio de ventilación mecánica o la duración de las estancias hospitalarias.

En los días posteriores a este anuncio, varios expertos, entre ellos Andre Kalil (director del ensayo ACTT-1 de fase 3 que estudia la respuesta al remdesivir en adultos hospitalizados), han criticado que Solidarity adolece de problemas de diseño. Se refiere, principalmente, a la falta de monitorización de datos, la ausencia de grupo control con placebo y doble ciego y la falta de confirmación diagnóstica de la infección.

El estudio de Kalil, publicado en la revista New England Journal of Medicine, por el contrario, muestra que los pacientes hospitalizados que recibieron remdesivir se recuperaron de media cinco días más rápido que los que tomaron placebo. Y en el caso de aquellos en que la enfermedad cursaba con sintomatología grave, lo hicieron siete días antes.

Tanto es así que el 22 de octubre la FDA aprobó el antiviral remdesivir como primer tratamiento autorizado para covid-19. Con indicación para pacientes adultos y pediátricos (por encima de los 12 años y al menos 40 kilogramos), en casos en que se requiera de hospitalización y siempre bajo supervisión médica.

En suma, la emergencia sanitaria global provocada por el SARS-CoV-2 ha acelerado los mecanismos de producción de medicamentos, recurriendo a estrategias como el reposicionamiento de fármacos. Sin embargo, la urgencia por encontrar una solución terapéutica que nos permita recuperar la normalidad debe estar supeditada a unos controles rigurosos y bien diseñados. Controles que certifiquen no solo la seguridad de los fármacos sino también su eficacia. Y estos son plazos que jamás pueden reducirse, si queremos tener garantías de éxito.The Conversation

María del Carmen Fernández Alonso, Investigadora. Comunicadora científica, Centro de Investigaciones Biológicas Margarita Salas (CIB – CSIC)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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