Es 27 de diciembre de 2020 y acabo de firmar, en calidad de responsable legal de mi padre, el consentimiento para que le sea administrada la vacuna de covid-19. Ese acto mínimo es la llave para que culmine, en la persona de un anciano de 86 años de edad interno en una residencia, un proceso que comenzó hace casi un año y que, sin temor a exagerar, puede ser considerado una verdadera proeza científica, muy probablemente la mayor de la historia.
No se ha alcanzado aún la meta final. Queda por delante un camino largo lleno de amenazas. Son miles de millones las personas que han de ser vacunadas, y pueden surgir dificultades aún. Hay quienes, por diferentes razones, prefieren no hacerlo.
No sabemos aún cuál será el alcance de las campañas de vacunación, si llegarán hasta los últimos rincones del planeta o cuándo llegarán. No sabemos cuánto tiempo necesitarán los fabricantes para producir los miles de millones de dosis que serán necesarias, ni cuántos los miles de personas que morirán o enfermarán gravemente pocos días o semanas antes de recibir la vacuna. No sabemos si las variantes genéticas del SARS-CoV-2 que surjan le conferirán defensas frente a las vacunas que se administren. Tampoco si las vacunas, además de proteger a quienes la reciben, impedirán también que puedan contagiar a otros. Y, por último, no sabemos si tendrán efectos secundarios de alguna consideración cuando se vacune a millones de personas.
Pero ninguna de esas amenazas, por reales que sean, pueden empañar el logro que supone la vacunación, con las máximas garantías que se pueden ofrecer, de millones de personas en los primeros meses de 2021, un año después del comienzo de la peor pandemia a que se ha enfrentado la humanidad desde hace un siglo.
Por dimensiones, que no por su carácter o motivación, podemos citar dos antecedentes de esta empresa. El primero es el proyecto Manhattan. Permitió a los norteamericanos disponer, en pocos años, de la bomba atómica. Durante su desarrollo (1942-1947) llegó a involucrar a 130.000 personas y se le dedicó el equivalente a 70.000 millones de dólares actuales, aunque solo 10% de esa cantidad se destinó al desarrollo y producción de armamento.
El segundo, más tecnológico que científico, fue el programa Apolo, gracias al cual en seis ocasiones seres humanos pisaron la superficie lunar. El programa se prolongó durante más de una década (1961-1972) y conllevó una inversión de 170.000 millones de dólares.
La breve historia de la vacuna de covid-19 empezó el 31 de diciembre de 2019, cuando responsables sanitarios de Wuhan (China) informaron de 27 casos de una neumonía desconocida. El 8 de enero siguiente se informó de que el causante era un nuevo coronavirus. Dos días después ya se había hecho pública su secuencia genómica. En febrero varias empresas farmacéuticas pusieron en marcha sendos proyectos de vacunas. En China, las primeras fueron CanSino Biologics, Sinovac Biotech y la estatal Sinopharm; en los Estados Unidos, Moderna e Inovio Pharmaceuticals; en Europa, BioNTech, una empresa biotecnológica alemana desarrolló una candidata que más adelante compartiría con Pfizer; un grupo de la Universidad de Oxford creó una vacuna al que se sumó AstraZeneca; Janssen y Sanofi Pasteur también lanzaron sus propios proyectos.
A mediados de abril se supo que la vacuna de SinoVac Biotech era eficaz con monos. El 20 de ese mismo mes, cinco empresas ya testaban su vacunas en ensayos clínicos, y había más de 70 candidatas en desarrollo preclínico. A finales de julio, las vacunas de Moderna y de Pfizer-BioNTech, ambas basadas en ARN mensajero, empezaron los ensayos de eficacia. Los proyectos chinos, paradójicamente, perdieron la delantera debido al éxito con el que se contuvo la pandemia en aquel país, lo que obligó a reclutar voluntarios en otros.
Durante el mes de noviembre, se anunció que unas pocas vacunas tenían una eficacia superior a 90%. Todos los plazos, desde la aparición de los casos de neumonía en diciembre de 2019 hasta las autorizaciones, por las agencias reguladoras, de las vacunas en diciembre de 2020, han sido los más cortos, con gran diferencia, que haya habido nunca.
Desde que se anunció el brote de la enfermedad miles de científicos, biomédicos y de otras áreas, de todo el mundo se pusieron a investigar en temas relativos al covid-19, compartiendo información en un grado nunca visto. La cooperación se ha producido, en su mayor parte, haciendo uso de redes informales, sin necesidad de que mediasen acuerdos formales entre países o instituciones.
Los resultados de esa actividad investigadora se han plasmado en la publicación, hasta primeros de diciembre, de 84.180 artículos científicos relacionados con covid-19 (a razón de 260 diarios).
Para dotar a esa cifra del significado que merece, hagamos una comparación: el número total de los publicados desde que existen las revistas científicas sobre el cáncer de pulmón es, aproximadamente, de 350.000; de sida-VIH, 165.000; de gripe, 135.000; y de malaria, 100.000. En tan solo once meses se ha publicado un volumen de artículos sobre covid-19 equivalente a casi 60% de todos los publicados sobre la gripe.
El número de firmantes (autores únicos) de los artículos sobre covid-19 asciende a 322 279, cifra que triplica en tan solo 11 meses la de los participantes en el proyecto Manhattan al cabo de cinco años. Si nos limitamos a quienes han intervenido en el desarrollo de las vacunas, y puesto que en este momento hay 162 candidatas (de las que 52 se encuentran en ensayos clínicos), una estimación conservadora arroja un número de 65.000 participantes (personal científico y sanitario) en todo el mundo, lo que equivale a la mitad de todo el personal involucrado en el proyecto Manhattan.
El esfuerzo económico también ha sido enorme. Solo la administración norteamericana ha destinado más de 10.000 millones de dólares a las compañías farmacéuticas para el diseño y producción de vacunas. Si a esa cantidad sumásemos los recursos invertidos por China, Japón, Rusia, Reino Unido y la Unión Europea, la cantidad total se aproximaría quizás a la inversión realizada en el proyecto Manhattan, aunque solo 10% de aquel se destinase a diseño y producción de armamento.
A hombros de gigantes
Además de las inversiones económicas y la dedicación de centenares de miles de personas, la vacuna para el SARS-CoV-2 se ha beneficiado de algunas circunstancias favorables que resumo a continuación.
La investigación de hace unos años para el desarrollo de las vacunas contra el SARS-CoV-1 y el MERS-CoV ha permitido omitir pasos preliminares. Los ensayos de fase I y II se iniciaron de forma casi simultánea adaptando procedimientos ya existentes. Los de fase III comenzaron después del análisis intermedio de los resultados de las anteriores, cubriendo etapas de ensayos clínicos en paralelo.
Varias vacunas se empezaron a producir a gran escala, asumiendo el riesgo de que finalmente no resultasen efectivas y se perdiese la inversión. Y las agencias públicas de medicamentos, mientras tanto, han ido haciendo una evaluación continua de estas vacunas para contar con todas las garantías de eficacia y seguridad.
Una conjunción extraordinaria de factores ha permitido que esta empresa científica cursase a una velocidad asombrosa. Nunca se habían desarrollado a la vez tantas vacunas contra un mismo patógeno. Nunca tantas personas se habían involucrado en un gran proyecto científico en tan poco tiempo. Nunca se había alcanzado un grado tal de colaboración, incluso entre competidores. Nunca se habían desarrollado tantos ensayos clínicos a la vez para probar la eficacia de tantas vacunas. Y nunca antes se habían destinado tantos recursos y tanta inteligencia a combatir una enfermedad en tan corto espacio de tiempo.
Sin ese esfuerzo tan grande no se habría llegado a la situación en que nos encontramos hoy. Y sin embargo, tal esfuerzo no era, por sí solo, garantía de éxito. En 1971, el entonces presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon, firmó la denominada National Cancer Act, una ley mediante la que se proponía acabar con el cáncer y destinó a ese objetivo el equivalente a unos 10.000 millones de dólares actuales. Han pasado 50 años desde entonces.
La razón por la que la denominada “guerra contra el cáncer” de Nixon se quedó muy lejos de cumplir sus objetivos es que había aspectos fundamentales de la biología de las células cancerosas que se desconocían aún. No había ocurrido lo mismo con el proyecto Manhattan o con el programa Apolo, porque en ambos casos se contaba con el conocimiento básico necesario para abordarlos.
Ese mismo factor, la ciencia básica, ha resultado clave en el desarrollo de la vacuna de covid-19. Desde que en 1953 se desvelase la estructura del ADN, un volumen ingente de investigación ha permitido conocer la estructura y comportamiento de los virus, desentrañar el funcionamiento del sistema inmunitario humano, y desarrollar poderosas técnicas biotecnológicas, entre otros ingredientes esenciales de este logro.
Es esta una importante lección de cara al futuro: la investigación básica puede ser requisito esencial para afrontar peligros para nuestra propia supervivencia que desconocemos hoy.
En días o semanas próximas vacunarán a mi padre y, con él, a miles de residentes más en centros sociosanitarios. Más adelante seremos otros los vacunados, hasta que gran parte de la población mundial se haya inmunizado. Subsisten dudas, surgirán problemas y aflorarán nuevos obstáculos a superar, pero la humanidad en su conjunto –miles de millones de personas– se beneficiará de los frutos de una empresa científica colectiva sin parangón.
Una versión de este artículo fue publicada en Cuaderno de Cultura Científica de la UPV/EHU.
Juan Ignacio Pérez Iglesias, Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.