Era diferente. No mejor, ni más inocente, más excitante o menos peligrosa. Podías pasar largos meses sin ver a tu padre viajero y muy probablemente hubieras soñado con un artefacto que transmita su imagen en vivo y poder hablar con él. No sabíamos que eso se iba a llamar videollamada de WhatsApp. O que iba a ser ilimitado y que en lugar de hablar más, nos iba a volver mudos.
Cuando no existía Facebook (2004), por ejemplo, la única red social posible de los adolescentes surgía en las esquinas de los barrios, la confluencia de los viejos pasajes, donde los amigos crecían, compartían secretos, organizaban chanchitas y proyectaban la colonización de terrenos inhóspitos: el barrio enemigo que también jugaba al fútbol, la casa donde vivía la primera novia, el tío que fiaba unos marcianos a la cuenta de los papás. Los grupos más cercanos no intimaban a partir de un gif o la sucesión de emoticones: pedían permiso y se iban de campamento. No se daba “me entristece” sino que uno iba y lo acompañaba en su dolor. Y no se marcaba “me encanta” a ninguna pantalla de vidrio líquido que no sea la ventana de la casa que separaba a los enamorados a las 6:00 pm, hora del lonche. Reías, de verdad, con carcajadas que salpicaban y aplausos que rompían la calma de los apagones. No decías jajaja.
Cuando no existía Instagram (2010), en todas las librerías, bazares y bodeguitas vendían álbumes de fotos, libros panzones de 200 páginas con lámina protectora de plástico en las que se reunían las postales grupales de todos los eventos a los que uno asistía, ilusionado: la fiesta de promoción, el primer quinceañero, los 18 años, la kermesse, la fiesta prohibida cuando no había nadie en casa. Eran, por supuesto, álbumes que reunían a toda la familia, cuando alguien lo tomaba de la biblioteca y se quedaba petrificado al ver su foto calato de cuando era un bebé. Los seguidores eran tus cinco amigos y no hacía falta nadie más. Era imposible creer que uno podía tener 5.000 amigos.
Cuando no existía Whatsapp (2009), los dedos servían para escribir a manos decenas de cartas de amor sin faltas ortográficas que -desgraciadamente- a veces no se mandaban; servían para rellenar todos los cuadernos slams de las chicas más populares de la secundaria y servían, además, para apuntar frenéticamente las letras de las canciones de moda que uno iba rebobinando una vez y otra en el minicomponente Sony recién comprado en la Zona Franca de Tacna. Nadie podría creer que en esos años -los maravillosos años 90-, los compilados de los hits favoritos debían ser grabados con paciencia oriental desde algún especial de Doble 9 o Panamericana y que, para ubicar la canción favorita, se necesitaba ser un experto en el arte de colocar el lapicero Fabber Castell en uno de los hoyitos del casette y darle varias vueltas. Y nadie había llevado de pre infantil ninguna clase de psicomotricidad. No era una ciencia pero al menos uno podía aprender a ser menos inútil.