*CIENCIA Y TECNOLOGÍA

El abrazo terapéutico, algo que no tuvieron las víctimas de covid-19

por Avatar The Conversation

Archibald Cochrane fue un legendario médico británico fallecido en 1988. Él inspiró la “medicina basada en la evidencia”, paradigma actualmente de la educación científica en las escuelas de medicina del mundo desarrollado.

Al lector no especializado le sorprenderá saber que un médico que ejerció hace pocos años haya sido tan influyente. De hecho, dio nombre en 1993 a la “Cochrane Library”, una colección de bases de datos de alta calidad, donde colaboran 30.000 científicos de 50 países. En ella se evalúan de manera altruista las intervenciones sanitarias, convirtiéndose en el “patrón oro” de su eficacia, lo cual supone un impresionante beneficio para la humanidad.

Así se definió el abrazo terapéutico

El profesor Cochrane tiene una autobiografía cautivadora que se hizo pública en una publicación póstuma. En ella se muestra su vida como una auténtica aventura, atravesada por su determinación por consolidar la base científica de la medicina.

Siendo joven estudiante fue voluntario durante un año en la Guerra Civil española. Sirvió en una ambulancia destinado en Grañén (Huesca). Ya siendo médico, fue movilizado en la II Guerra Mundial y terminó prisionero de los alemanes en un campo de concentración en Grecia, donde era el responsable del barracón de enfermos. Allí es donde se sitúa el siguiente relato:

«Los alemanes arrojaron a un joven prisionero soviético en mi pabellón una noche. La sala estaba llena, así que lo puse en mi habitación porque estaba moribundo y gritando y no quería despertar a los enfermos. Lo examiné. Tenía una cavitación bilateral macroscópica obvia y un roce pleural severo. Pensé que esto último era la causa del dolor y los gritos».

«No tenía morfina, solo aspirinas, que no surtían efecto. Me sentí desesperado. Yo sabía muy poco ruso entonces y no había nadie en la sala que lo hablara. Finalmente, instintivamente me senté en la cama y lo abracé. Los gritos cesaron casi de inmediato. Murió pacíficamente en mis brazos unas horas después. No era la pleuresía lo que provocaba los gritos sino la soledad. Fue una lección maravillosa sobre el cuidado de los moribundos. Me avergoncé de mi diagnóstico erróneo y mantuve la historia en secreto».

Una terapia aprobada a partir de un solo caso

Conocí esta anécdota hace unos años de labios de Brian Hurwitz, profesor de Humanidades Médicas del King’s College de Londres, quien la recuperó en un sugerente artículo publicado en The Lancet.

En síntesis, el mensaje es que quien fuera líder y mentor de la medicina científica basada en pruebas nos transmite una enseñanza basada en un solo caso, en aparente contradicción con lo que fue su legado.

Cochrane quiso dejarnos al final de su vida lo que él mismo califica de “lección maravillosa”, que no encaja con la lógica del ensayo clínico aleatorizado como exponente del mayor nivel de conocimiento de la ciencia experimental. Aquí procede recordar a Saint-Exupéry cuando en El Principito dice: “Lo esencial es invisible a los ojos”.

Los abrazos imposibles durante la crisis de covid-19

Hoy día, podemos aprovechar esta lección mientras tratamos de curar las heridas que nos han dejado los miles de fallecidos en soledad como consecuencia de la pandemia de covid-19.

No hay duda de que es imprescindible el aislamiento de las personas infectadas por coronavirus. Sin embargo, es discutible la respuesta que hemos dado al desgarro de quienes quedan solos y desconectados de sus seres queridos, incluso en los momentos de la agonía.

Es cierto que no teníamos experiencia de algo parecido. El lamento surge tras más de dos años de pandemia, un momento en el que todavía hay que dar demasiadas explicaciones para garantizar el acompañamiento de pacientes con covid-19, especialmente en personas mayores o con alguna discapacidad, ingresados en hospitales o centros sociosanitarios.

Es lógico el sentimiento de deuda que la sociedad sigue teniendo con los mayores que murieron en soledad en la primera ola de la pandemia. Y sería injusto ignorar los esfuerzos realizados en muchos centros asistenciales donde se ha derrochado ingenio y cariño para facilitar calor humano en estas situaciones, a menudo en condiciones heroicas. Sin embargo, pervive la sombra y la idea de que el acompañamiento no es esencial en el cuidado de los enfermos.

¿Había otra solución?

En el tratamiento de la infección por covid-19 se han manejado múltiples fármacos sin eficacia demostrada, con un uso “compasivo”, con la esperanza de lograr buenos resultados en circunstancias dramáticas donde las vidas se nos escapaban.

Sin embargo, no hemos tenido la misma sensibilidad para ofrecer el “abrazo terapéutico”, a pesar de que el coste de los equipos de protección no resiste la comparación con el de los fármacos que se han usado sin evidencia.

Albert Jovell nos dejó una herencia memorable defendiendo una medicina basada en la afectividad: “La mejor tecnología disponible sigue siendo la comunicación entre médico y paciente”.

No disponemos de ensayos clínicos que demuestren la eficacia curativa y paliativa de la afectividad. Pero, ¿son necesarios? Karl Popper explicaba que el método de una investigación determina los resultados.

Si pescamos con una red de mallas muy amplias, los peces de pequeño tamaño se escapan, lo cual no nos permite afirmar que no existen. Los valores, los derechos y los deberes, los afectos, las emociones y la espiritualidad no se atrapan fácilmente con las redes del método científico-experimental. Sin embargo, son realidades decisivas para la felicidad y, por tanto, para la calidad de vida.

¿Por qué no estamos apostando de manera más decidida por el acompañamiento en el cuidado del paciente con covid-19? El Comité de Bioética de España, cuyo vicepresidente es el autor de este artículo, ha argumentado de manera ponderada y realista la conveniencia de promover el derecho al acompañamiento de las personas que lo necesitan. El desafío es interesante.The Conversation

Rogelio Altisent Trota, Profesor titular de Bioética. Cátedra de Profesionalismo y Ética Clínica, Universidad de Zaragoza

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.