La búsqueda de agua es un problema crucial en muchos países del planeta. En México, donde la temporada de lluvias va de mayo a septiembre, también tiene sus complejidades.
Los dos tercios norte del territorio, que ocupan una extensión similar a la de Perú, son considerados zonas áridas o semiáridas, con precipitaciones anuales de menos de 500 mm. El tercio sur, menos poblado que el norte, es más húmedo y alcanza un promedio de 2.000 mm.
Sin embargo, en este país de 120 millones de habitantes, enfocado en los problemas económicos, el tráfico de drogas, la violencia, la contaminación y los sismos, la búsqueda de agua no parece ser una prioridad para sus gobernantes. Incluso ahora que la epidemia de covid-19 ha subrayado la importancia de la higiene, sobre todo del lavado de manos.
En este contexto, la AFP movilizó a varios de sus fotógrafos y videastas durante 24 horas para mostrar cómo muchos mexicanos viven cotidianamente las dificultades inherentes a la escasez de agua.
Las fotos, videos y entrevistas fueron realizados antes de la explosión de la pandemia.
“El agua sabe a tierra”
En Juanacatlán, en el estado occidental de Jalisco, el agua no es potable. Llega a las casas por mangueras tendidas desde el río Santiago. Para Rodrigo Saldaña, de 65 años de edad, quien lucha por conseguir agua potable para su región, el gobierno no hace nada para que sea apta para el consumo humano.
«Hace unos años, un niño, Miguel López Rocha, cayó cuando fue a por su balón al canal del Ahogado. Murió intoxicado. Entonces quien tome agua de este río está expuesto a morir, son aguas muy peligrosas», advierte.
Virginia Lozano, de 51 años de edad, vive desde hace nueve años en el barrio Esperanza del municipio de Tonalá, también en Jalisco. No sabe lo que es vivir con agua corriente y jamás ha bebido agua mineral.
«El agua sabe a tierra», dice Lozano.
«Vivimos con agua del pocito que mi hija y yo acarreamos. Sabemos que el agua contaminada enferma y más a los niños», lamenta esta mujer, consciente de que no tiene otra opción.
Mauricio Diego Conaz, de 61 años de edad, es pescador. Pertenece a los purépecha, una comunidad indígena que vive cerca del lago de Pátzcuaro, en el estado occidental de Michoacán.
«El crecimiento urbano afectó mucho a nuestro lago. Ya casi no hay venta de pescado porque mucha gente dice que está contaminado. Más bien comen pollo», dice Conaz, para quien la descarga de aguas negras y la deforestación diezmaron la presencia de charales y mojarras, antes muy apreciados por la gente.
Del color de un mal café
También en Michoacán, fluye el manantial de Mintzita, que abastece a la ciudad de Morelia. Allí, una gran fábrica de papel da trabajo a sus habitantes pero también vierte sus desechos en el conducto que conecta esta fuente con la ciudad, por lo que el agua tiene el olor fuerte y el color de un mal café.
En Ciudad Juárez, a pocos pasos del muro fronterizo con Estados Unidos, cuando fluye, el agua sabe a sal. Cuando no, para Fabiola Landín, madre de dos niños, las cosas se complican.
Para beber, aprovecha los 2 garrafones de 20 litros que el gobierno les «regala», pero en ocasiones debe comprarla. «A veces pasa un camioncito que vende los garrafones, o en la tienda. En la tienda lo dan a 22 pesos (casi un dólar) y el camión lo da a 15 pesos (unos 0,70 dólares)».
«Desde que pusieron el agua aquí ha habido ese problema, ya tiene como unos 15 años», recuerda Landín. «El gobierno siempre ha sabido que esta agua no se puede consumir, y de todos modos no hace nada».
«Tienes que tener tambos llenos de agua para poder lavar trastes, bañarte, no puedes lavar ropa porque no puedes gastar mucha. Una vez sí traté de tomar un traguito (de la llave) y no, sabe muy feo. Sabe a pura sal. No se puede tomar».
Landín, de 33 años de edad, cuenta que cuando llega «el agua viene negra, con mucha tierra de la tubería, (de) color fierro oxidado». Deben pasar «tres, cuatro horas, hasta que ya se hace clarita».
Ingenio
A veces, hace falta recurrir al ingenio. Es el caso de Salomé Moreno, de 47 años de edad, del barrio Lázaro Cárdenas en Tijuana, quien vive sin agua en su casa desde hace 26 años y desconoce el porqué.
Así, adaptó una manguera como tubería desde una casa vecina a la suya. «Compro el agua a una casa vecina que sí tiene. Es caro», se queja.
María de la Luz Alonso, de 53, vive en el mismo barrio y reúne sus cubetas de agua sobre una mesa plegable.
«No me gusta vivir así, pero a todo se adapta uno, ya tengo aquí tres años. Con manguera, un vecino me la pasa, tengo una manguera de 100 metros», dice.
Mercedes Bocanegra, de 54 años, vive en San Juan de Cadereyta, en el norteño estado de Nuevo León y se angustia por el decreciente nivel del río local. «Ya no hay agua para regar las parcelas. No ha llovido nada. Está la sequía muy fuerte» este año, concluye.