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Rutina en la Caracas distópica

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Ha llegado la noche. Una oscuridad densa se mete por los locales que solías visitar. Ya te da miedo salir a caminar para reflexionar. Prefieres quedarte en tu casa aunque no tienes Internet. Optas por abrir revistas viejas y leer acerca de los países en los que está tu familia, de la que apenas te quedan tres o dos primos aquí.

Sin embargo, te acuerdas de que no hay nada para cenar y vas un momento a ver si consigues pan. Te topas con una larga cola en la que convergen ancianos, niños y adolescentes, cuyos rostros son iluminados por los pocos carros que transitan por la avenida.

Sabes que debes apresurarte para volver a casa, a pesar de que no llevas nada de valor. Apenas cargas un viejo celular Nokia al que le faltan dos botones; preferiste sacarlo de tu caja de recuerdos y sustituirlo por cualquier pantalla táctil atractivo para los malandros. Te han robado tres veces en menos de un año.

En la esquina están los tres niñitos de siempre. El primero, el más grande, tiene la camisa rota por el hombro; el del medio lleva la boca cubierta de migajas de pan y el tercero y más pequeño, que usa unas crocs negras manchadas de barro, grita un montón de groserías para apurar a sus dos compañeros. Están agachados frente a una pila de basura, de la que recogen cualquier cosa que se pueda comer y la meten en los bolsos que ha regalado el gobierno, esos que tienen los colores de la Bandera. Como cangrejos agarran lo que les sirve mientras evaden las miradas de los transeúntes. Todavía no te has acostumbrado a ver familias haciendo mercado entre bolsas de basura, así que cruzas los ojos a otro lado.

Te encuentras con las malogradas fachadas de los edificios, vejadas por la falta de atención porque no hay recursos para eso. El asfalto está repleto de huecos, algunos de ellos expulsan el agua por la que muchos protestan.

Eso no impide que en la licorería de enfrente, como todos los jueves y viernes, haya largas colas de personas que quieren pasar la tarjeta para asegurarse el antidepresivo de la noche. Entonces ves pasar tres camionetas Fortuner y te preguntas cómo es posible, cómo alguien pudo adquirirlas con esta economía.

Por un momento piensas en «Cómo llegamos hasta aquí», pero al instante se te pasa. Te fastidia razonar al respecto.

Sientes un terrible cosquilleo en el estómago al no reconocer ninguno de los lugares a los que ibas cuando estabas en la universidad.

La mayoría de tus amigos se ha ido y los que no están haciendo planes para hacerlo. Entretanto tú estás en lo mismo de siempre. Hablando de cómo los bachaqueros subieron el precio del arroz y de la harina, de que a un compañero de la escuela lo mataron la semana pasada, de que el gobierno acaba de subir el sueldo mínimo y que eso empeorará la hiperinflación, de los cortes eléctricos, de cómo se disparó el costo de la perrarina.

Cuando puedes te metes en Instagram y ves los estados de tu familia y tus amigos en el extranjero: están viajando, haciendo algún diplomado, teniendo hijos, independizados en una habitación. ¿Limpiando pocetas? Pero qué tanto, tú tienes el Ávila, puedes mirarla mil veces sin aburrirte. Ahora prefieres eso en lugar de subir porque no quieres que te roben también allá.

Cuando quedan tres personas para que entres en la panadería, sale el encargado y dice que se acabaron las canillas. No te molestas. Solo das la vuelta y te regresas a casa a ver si volvió el Internet.

Piensas en que mañana debes montarte otra vez en el Metro. Hoy el viaje fue agobiante. En lugar de una hora te tardaste dos y te calaste dos peleas, una por una clásica «recostada» y otra por una típica “coleada”. Obvio que en Plaza Venezuela se te botaron las caraotas con la aglomeración de gente ingresando en el tren. Al final, luego del apretujamiento, los rayados de parachoque y las jaladas de cabello, unos siguieron con sus caras molestas y otros se echaron a reír. Y así se te pasa la vida.

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