Una señora de unos sesenta y tantos años entró a la hora pico en el Metro gritando neuróticamente “permiso, permiso”, se abrió espacio entre la multitud mientras empujaba a las personas comprimidas entre ellas. Advierte a todos, con tono altanero, para que no la toquen. Llega hasta el centro del vagón (frente a los asientos rojos) y antes de que el tren arranque utiliza los dos codos para golpear a las dos personas que tiene a sus lados mientras grita nuevamente de manera violenta: PERMISO.
La gente la mira y, al deducir la edad de la sexagenaria, decide ignorarla. Los dos sujetos que tiene a su lado hacen un esfuerzo por no decirle nada. Tratan de ignorarla, pero entre la muchedumbre es imposible no tocarla. “No me toquen, permiso”, vuelve a gritar la señora con el inminente codazo de lado y lado.
El sujeto que tiene a su derecha, de unos treinta y tantos años, le dice con mesura que no le dé codazos, mientras que al que tiene a su izquierda (un cuarentón) la exhorta a tener cuidado con sus brazos.
— Yo estoy pidiendo permiso, ¿se dice permiso, no?, ¿está bien dicho, no? — grita la señora alocadamente esperando la aprobación del público acalorado que tiene a su alrededor.
Al otro lado del cuarentón, estaba yo. Volteé hacia la señora, la miré fijamente, prepare mi voz y me metí un un personaje académico, un tanto caricaturesco, muy similar a la de un esos profesores a los que no se les pasaba la materia ni rezando 14 padrenuestros.
— No está mal dicho, en realidad usted lo dijo muy bien — respondí para que me escuchara todo el vagón mientras que la señora me miraba algo confundida — lo que está mal es la forma en que lo está haciendo. Usted está pidiendo permiso después de golpear e insultar a las personas que tiene a su alrededor.
Obviamente, mi falsa voz de académico le otorgaba a esa escena una apreciación absurda desde que comencé a hablar. Un profesor falso de la nada, dando una clase magistral a unos alumnos falsos, a una alumna falsa y en un momento “x”.
La provocación social siempre es productiva… siempre y cuando la violencia no sea la protagonista. Si bien la señora se mostró agresiva desde que entró al vagón, una acción contraria y desconcertante logró sacarla de su personaje enajenado y la descolocó de tal forma que durante diez segundos se me quedó mirando fijamente sin saber qué decir y escupiendo lo primero que le pasaría por la mente a un niño de 5 años:
— ¡Metiche!
Inmediatamente la paz reinó en el vagón. La señora se encogió de hombros y se bajó en la siguiente estación sin emitir algún gruñido y procurando no tocar a las personas que estaban a su alrededor.