Te levantas temprano y preparas arepas con huevos revueltos para todos. Sabes que será el último desayuno con nosotros en mucho tiempo. Ya no te quedan lágrimas. Has llorado demasiado y estás cansada de ir a las instituciones públicas, donde siempre te tienen nuevas razones para no entregarte los papeles. Nada te hace cambiar de opinión, te mantienes firme mientras ves las arepas tostándose en el budare.
La mañana se desarrolla con la misma tranquilidad de siempre, solo que esta vez un cosquilleo se adueña de nuestros estómagos y miramos la luz del sol con más atención: parece que su brillo se ha intensificado. La niña, como todos los días, corre detrás de la perra de un extremo a otro de la casa. En otro momento la perra se hubiera cansado a los 20 minutos, pero pareciera saber que es el juego de despedida.
«El otro día la niña me estaba pidiendo tetero desesperada. Caminé por toda la ciudad para conseguir la leche. Ahí me di cuenta de que nos teníamos que ir», me dice tu esposo.
Desayunamos entre risas sin pensar ya en la «situación del país». Por un momento nos alejamos de la realidad y hablamos sobre las subidas al Ávila, los viajes a la playa, los Año Nuevo. Hay entre nosotros una complicidad para no mencionar en la mesa ninguno de los problemas que nos afectan. Sin embargo, tras evocar los encuentros en Galipán y las reuniones nocturnas espontáneas, guardamos un profundo silencio hasta terminar de comer lo poco que pudiste cocinar.
No te molestas porque te digo que no puedo ir al almuerzo de despedida. Entiendes que debo trabajar y que volveré para acompañarte al aeropuerto.
Por siete horas no puedo verte en tu (posible) último día en Venezuela. Mientras trabajo recuerdo cuando me regalaste aquellos zapatos marrones durante uno de esos últimos divertidos diciembres, antes de que las navidades se volvieran una fecha forzada en la que solo conmemoramos lo que hacíamos en la «buena» época. Insististe a pesar de que te dije que sentía pena. «Tú eres gafo», dijiste. Costaron 1.000 bolívares, lo mismo que un caramelo el 20 de abril de 2018.
Tres años después, mientras preguntábamos por unos helados que no pudimos comprar porque costaban el 80% de nuestros sueldos, me diste la noticia de que te ibas, la cual comprendí pero preferí no hablar de ella para evitar tristezas innecesarias.
Llego lo más rápido que puedo a la casa donde te despedimos. Por la oscura avenida no se ven carros sino decenas de indigentes pidiendo dinero o vendiendo las sobras de las verduras que encuentran entre la basura. Ya en la casa veo que todos han terminado de llorar y de abrazarse, así que, en medio de la noche, emprendemos el viaje hacia el Aeropuerto de Maiquetía.
La autopista, donde algunos postes funcionan con intermitencia, se ve solitaria. Es porque, según el taxista que nos lleva, cada vez hay más vehículos averiados cuyos repuestos y reparación son casi imposibles de pagar.
Al llegar al Aeropuerto nos apropiamos de ocho asientos que alternamos entre sentarnos y colocar las maletas. Hablamos poco. Preferimos fingir que dormimos mientras esperamos a que llegue la hora de que te vayas. Las conversaciones empiezan pero nunca concluyen. Apenas mencionamos que hace frío y hacemos uno que otro comentario sobre la gente que va a revisar el peso de su equipaje.
De repente, en un intento por retener el wifi, vemos que ha ocurrido un sismo en Costa Rica, el país al que te vas. Comienzan los nervios. Oramos con la esperanza de que no vaya a ser suspendido el vuelo. Buscamos a cada rato noticias y nos topamos con un universo muy distinto al nuestro, en el que un terremoto es lo único que tal vez podría interrumpir la paz de los ciudadanos. Las demás informaciones son extrañezas como que la inflación se ubicó en 2,57%.
Son las 12:00 am. Tu padre, acostado en el suelo con un bolso en la cabeza como almohada, acaba de cumplir 60 años. No tenemos ni un dulce para celebrarlo, así que entre todos improvisamos el «Cumpleaños feliz». Nos reímos un rato y callamos otra vez, esperando que el azar no sea tan vil y te permita irte tranquila.
Te veo mientras esperas el momento. Te veo seria y llena de convicción, pensando en lo que dejas aquí y en lo que vas a construir allá. Sabes que esta es una nueva aventura y que posees las armas para enfrentarla. Y te costó tanto decidirte, te costó tanto desprenderte de lo que te pertenece. Por eso piensas que quizás en algún momento regresarás.
Sin darnos cuenta se hacen las 4:00 am. En el Aeropuerto, a esa hora de la madrugada, el tiempo parece detenido. Hay gente que camina de un lado a otro con miradas agudas que no voltean hacia los que se quedan. Otros se sientan en medio de la cola y se ponen a jugar UNO o a leer un libro.
Cuando ya es tu hora te acompañamos, con la cara erguida y en fila india, a la entrada. Tú, tu esposo y la niña empiezan a llorar. Nos contagiamos de lágrimas frente a los hieráticos funcionarios militares. A la última que abrazas es a tu mamá. Parece un abrazo eterno. No sentimos incomodidad a pesar de que detrás de nosotros hay personas que nos piden permiso porque también tienen que entrar. Vemos a los padres de cabello canoso despidiendo a sus hijos, cómo se quedan aquí solos y desconsolados, tal vez más tranquilos porque sus chamos estarán en un lugar más seguro. Tú y tu mamá se sueltan luego de mantenerse por cinco segundos agarradas de la mano. Ingresas caminando de espalda para seguir viéndonos, nos lanzas besos y te ríes mientras se te salen las lágrimas. Hasta que desapareces entre la gente.
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