«¡Jesucristo! ¡Guao!». El grito de un turista venezolano rompe el silencio en la bahía de Ologá, pueblo de pescadores y palafitos en el Lago de Maracaibo, Venezuela. Se asombra con el rayo monstruoso que acaba de encender el cielo, dividiéndose en una docena de culebrillas luminosas que desaparecen en apenas dos segundos.
Son las 2:15 am. Hasta 150 relámpagos por minuto se visualizan en las tres tormentas eléctricas que convergen en el norte, este y oeste, calcula Alan Highton, excursionista oriundo de Barbados que organiza expediciones al lugar desde hace 30 años.
Hay rayos y centellas por doquier en pleno chubasco. El espectáculo dura 39 minutos.
«¡Lo agarré!», dice, emocionado, uno de los viajeros, tras revisar las ráfagas de imágenes que tomó con su teléfono móvil de última generación. La noche siguiente, bajo la luna llena, el show se repite durante seis horas.
Cazar relámpagos en esta zona del lago de Maracaibo no es difícil: es la región con mayor ocurrencia de relámpagos del mundo.
Un centenar de personas habita hoy el Congo Mirador, cuando hace décadas llegó a superar los 1.000 habitantes
Esto fue oficializado en 2015 por el libro de los Récords Guinness. En el Lago de Maracaibo -el segundo más grande de América-, las descargas eléctricas ocurren 297 días del año con un promedio de 250 relámpagos por kilómetro cuadrado.
Esto se debe a la topografía de la región de Catatumbo: la cordillera de Los Andes y la Sierra de Perijá encierran al Lago de Maracaibo en una especie de herradura, donde los vientos cálidos del mar chocan de noche con las brisas frías hasta crear condiciones óptimas para la aparición continua de relámpagos.
Por eso, la región es un imán para turistas. Pero paradójicamente, Congo Mirador, la pequeña población lacustre que vivía del turismo de cazadores de relámpagos enfrenta una de las peores crisis económicas de su historia y está a punto de desaparecer.
Pueblo de palafitos
Cinco niños juegan en una piscina de mugre en el Congo Mirador -un pueblo de 140 palafitos – a las 5:36 pm. Otros dos flotan en pimpinas de gasolina que han recortado para convertirlas en microlanchas. Sus torsos, sin franela, lucen delgadísimos.
El agua está estancada, tintada de beige. No supera los 40 centímetros de profundidad.
El Congo Mirador era una joya turística en potencia. Sus visitantes afirmaban que era la versión venezolana de la Venecia italiana.
Antes conocido como un pueblo de agua, el Congo Mirador se sedimentó casi en su totalidad, hasta el punto de que solo tres de sus canales tienen niveles mínimos de agua para el paso de lanchas y botes conocidos como peñeros.
El lugar conoció tiempos mejores. Antes la economía fluía gracias al turismo: vendían gaseosas, comida, cigarros, víveres varios. Había rumba, licor, bullaranga (ruido).
En ese entonces, el Congo Mirador y el llamado Relámpago del Catatumbo eran uno, ambos resplandecientes y en crecimiento. La pesca y las visitas de viajeros eran sus fortalezas.
El pueblo tuvo 930 habitantes a finales de los años 70, de acuerdo con el libro «Congo Mirador, pueblo palafítico del Lago de Maracaibo», del médico y escritor Darío Novoa Montero. Su población superó el millar a principios de este siglo.
Ahora, 90% de su gente se ha marchado a tierra firme por la crisis económica y la sedimentación, calculan quienes todavía permanecen en el pueblo.
Alguien que está pensando irse es Iván Gotera, un pescador de 76 años cuyo labio inferior está desfigurado por un absceso no tratado.
Su ranchito de latas de zinc es uno de los pocos con acceso a través del agua baja. «No me quiero ir, pero, ¿quién aguanta esto así?», se lamenta. Sus hijas, Ingrid e Indira, viven con sus familias al lado de su palafito.
Cae la tarde en la bahía de Ologá y aparecen los truenos.
Estamos abandonados. Estamos a la buena de Dios», dice, acongojado.
La zanja de Josué
Andrés Navarro Villasmil, pescador veinteañero de hombros y brazos tatuados, ahora solo visita el pueblo por temporadas. El Congo Mirador, para él, era «una mina de oro».
«Se hacía ‘billete’. Ahora, lo que hay es martirio», cuenta, mirando de reojo lo que en su infancia fue un canal de agua de tres metros de profundidad. Hoy, allí hay una trilla de barro y follaje por donde los residentes hasta pueden caminar.
Los congueros culpan de la sequía a un ganadero local, ya fallecido, conocido como Josué, quien empleó en 1991 maquinaria pesada para abrir un caño de tres kilómetros desde el río Bravo para facilitar el paso de embarcaciones repletas de carne, queso y plátanos.
La maniobra favoreció el desplome y avance de escombros y arena hacia el Congo Mirador. La abertura fue bautizada como «Paso o Caño J» en honor a su autor y sigue activa
Miro Navarro, de 63 años, cree que en el Congo Mirador «se acabó todo». «No queda ni una sola bodega. No tengo dónde comprar la comida, sino en los puertos, ¡lejos!, y no tenemos gasolina».
«Se hacía ‘billete. Ahora, lo que hay es martirio», relata uno de los habitantes de la zona.
Antes de la reciente reconversión monetaria que suprimió cinco ceros, comerciantes de las regiones de Mérida y Zulia les pagaban únicamente 100 mil bolívares en efectivo (0,02 dólares) por kilo de mercancía para luego revenderlo en precios 9.000 veces superiores.
La cangreja de tenaza azul se la compran a 1,4millones de bolívares por kilo (0,3 dólares). Sus ganancias son mínimas.
Abandono
Ahora, la mayoría de sus palafitos están abandonados. Se estropeó el piso y desapareció el pedestal de su plaza central, donde reposaba el busto de Simón Bolívar. La estatua del prócer está recostada contra una pared, al lado de la entrada de la iglesia.
El camino hacia el templo testimonia la sedimentación. Cuatro tablones de madera forman una planchada de 15 metros entre uno de los ranchos y el oratorio. Hay pasto y lodo donde hasta el año pasado hubo agua.
Salud y educación son derechos insatisfechos en Congo Mirador. No hay doctores, ni profesores. La escuela del pueblo colapsó. «Se cayó», cuentan los pobladores.
Yaneli Villasmil, abuela en sus 50 años, repasa las miserias del pueblo mientras retira hábilmente pedazos de pollo de anzuelos de sus familiares pescadores.
El monte y el fango imperan donde antes reinaba el agua, en los canales principales del Congo Mirador.
Le ha tocado preparar remedios caseros con menta, albahaca o toronjil para atender las diarreas, infecciones oculares, dificultades respiratorias y fiebre elevada de hijos, nietos y vecinos pequeños.
«Se olvidaron del Congo», reclama, seria, sin detener el oficio ni compartir la mirada.
«Solo estábamos 13 personas aquí en enero», dice Alirio Camarillo, pescador de 64 años, sentado en un banco de plástico en el porche de su palafito.
«Hoy somos como 100. Esos no vuelven así como está esto», opina.
Ologá, alternativa en decadencia
Ologá, ubicado a 10 minutos por lancha, se ha convertido en refugio tras el colapso del Congo Mirador.
Para los congueros es la posibilidad más cercana de seguir viviendo de la pesca, en condiciones similares a su pueblo originario. Para los turistas, es la única locación con dos campamentos aptos para contemplar los relámpagos del Catatumbo.
Está radicado en una laguna homónima. Sus partes más hondas tienen, como en los mejores tiempos del Congo, hasta tres metros de profundidad. Sesenta familias de múltiples hijos habitan, hacinadas, sus 46 palafitos a la orilla de la bahía.
La alternativa para los turistas es el pueblo de Ologá, de apenas 60 familias y ubicado en una laguna cercana al Congo Mirador.
Es una parada alejada de la inseguridad que azota al Lago de Maracaibo en las costas norte y occidental. Los relámpagos del récord pueden verse con facilidad desde sus cuatro costados.
El hambre y la necesidad, sin embargo, han tocado sus puertas de latas de zinc. La única bodega del poblado cerró el año pasado por fallas de presupuesto, cuenta su antiguo dueño, Leonel Gotera, tendido sobre una hamaca en su palafito.
Ahora, los lugareños deben viajar hasta tres horas en bote para comprar comida. Miembros del consejo comunal, organización vecinal auspiciada por el chavismo, confiesan su insatisfacción.
«Hace falta de todo un poquito. Todo el tiempo hemos votado por la revolución (oficialista), pero ni así se acuerdan de nosotros», reprocha Francisco Romero, dirigente del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), mientras arroja una veintena de kilos de pescado desde su peñero al palafito de su hermano, Rolando.
Las dos plantas eléctricas donadas por gobiernos anteriores están dañadas. Su escuela no ha abierto este año, pues sus únicas dos profesoras se mudaron.
El plantel es casa de arañas, no de letras.
«Nos dejaron solos» es una frase que se repite en esta región de Venezuela.
«Nos dejaron solos», apunta, triste, Alenni Bracho, una adolescente de 13 años que apodan «La Catira», apasionada de la champeta y capaz de interpretar canciones urbanas como Happy, de Nacho, o Scooby Doo Pa Pa, de DJ Kass.
Uno de los dos campamentos de turistas es el palafito Puerto Rico. Nerio Ángel Romero, apodado «Tani», es su dueño. Pescador de 56 años y oriundo del Congo, prefirió mudar su rancho a Ologá el año pasado.
«El Congo se me perdió», cuenta, con sonrisa cordial.
«Tani» desea vivir siempre a los pies de la tormenta eterna del Catatumbo.
«Aquí me voy a quedar hasta que muera».
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