Viven en un lugar que ya no existe.
Si se busca en internet el nombre de Carmen de Uria, uno se encuentra con una entrada de Wikipedia que habla en pasado de una «localidad en la actualidad desparecida».
Pero unos pocos de los que un día la poblaron se resisten a dejarla morir, y regresaron para ocupar las ruinas de lo que fue una concurrida localidad turística del litoral central de Venezuela.
Entre el 14 y el 16 de diciembre de 1999, después de semanas de intensas lluvias, las montañas que encajonan la estrecha franja costera del estado Vargas comenzaron a vomitar ladera abajo el agua que saturaba gargantas, ríos y quebradas. La fuerza del torrente que caía hacía el mar arrastró rocas, árboles, casas y autos. También personas.
Pasó a la historia como la «Tragedia de Vargas», un desastre que conmocionó a Venezuela y al mundo entero. El número de muertos aún se discute, con estimaciones que van desde los 700 hasta los 50.000.
Enclavada en un angosto valle junto al mar, Carmen de Uria fue arrasada por completo por la violencia del agua. Cuando el lodo se secó, quedó allí sepultada para siempre.
Hoy es un lugar casi totalmente abandonado, que vigila un grupo de guardias nacionales con aspecto de aburrirse.
A cambio de algo de comida y amabilidad, permiten el paso.
Así se puede conocer a sus últimos moradores.
«Con mis propias manos»
Apolinar Atencio, de 69 años, es uno de ellos. Construyó con sus propias manos algunas de las casas que desaparecieron en Carmen de Uria. Se calcula que fueron unas 8.000 en todo el estado.
Parado bajo el sol, sobre los sedimentos que cubrieron lo que un día fue una calle principal, explica: «Me ganaba la vida como albañil, pero ahora vivo de vender los plátanos que cultivo».
Apolinar conoce bien unos parajes que no ha querido abandonar en todos estos años, aunque no quede en ellos piedra sobre piedra.
Indica al forastero los cambios en el terreno que provocó el deslave. «Aquello no existía», dice, señalando con el dedo una acreción de terreno sedimentario ganada al mar a causa del corrimiento de tierras.
En algunos lugares, aparecieron playas nuevas. En otros, la línea de costa avanzó hasta 200 metros.
Daniel, el hijo de Apolinar, lleva toda su vida en Carmen de Uria.
Ha convertido el cuidado del edificio de la antigua iglesia, uno de los pocos todavía en pie, en la razón de ser de su vida. Repasa con pintura sus paredes y vigila que no se acerquen los ladrones.
«Aquí, a la entrada, compartimos mucho tiempo de muchachos», recuerda.
Otros lugareños recuerdan que el día del deslave el cura de la localidad resistió las horas de diluvio aferrado a uno de los candelabros que colgaban del techo mientras veía con horror como el agua se acercaba a sus pies en vilo.
El Cristo que preside el templo tiene quebrado el brazo izquierdo. La fe local afirma que en realidad lo bajó voluntariamente como gesto milagroso con el que detuvo la riada.
Sea como sea, es el quien preside la misa que cada año congrega a supervivientes de la tragedia, para lo que se hace venir a un sacerdote desde la cercana Naiguatá.
Nada volvió a ser igual
El deslave alteró el paisaje de la costa de Vargas.
Algunas cosas aparecieron, como el solar en el que se construye un nuevo estadio para el equipo de béisbol de los Tiburones de La Guaira, una obra de la que suele presumir en sus apariciones públicas el presidente Nicolás Maduro.
Otras se transformaron, como el Club Tanaguarena, gravemente afectado por el deslave. Sus socios más jóvenes desconocen que hace 20 años la playa en la que se broncean los fines de semana estaba mucho más pegada a la falda de la montaña.
Y otras, simplemente, desaparecieron. Como Carmen de Uria. Para construirla se desvió el curso del río Uria, cuyo cauce pasaba bajo el centro de la población. Cuando se saturó de agua, rompió la tierra que lo constreñía y los edificios se quedaron sin suelo que los sustentara. Fue un derrumbe masivo.
«Sentimos una gran explosión, como si la tierra se partiera bajo nuestros pies», rememora María Adelina Gagliardi, entonces una niña de 11 años.
Ella es una de las que más sufre por el destino trágico de Carmen de Uria, ya que fue su abuelo, el constructor italiano Felipe Gagliardi, quien la concibió a mediados del siglo XX, aunque, según cuenta, la ejecución final se alejó mucho de lo que había proyectado.
Ahora es respetada por los vecinos que, como ella, regresaron al poco tiempo de ser realojados por el gobierno de Hugo Chávez en otros lugares de Venezuela.
«A los tres meses de marcharnos, mi mamá convenció a otros para regresar», cuenta.
«Tuvimos suerte. Nuestra casa no era de las que habían sido saqueadas».
Ahora vive al pie de las ruinas de un antiguo hotel. Cultiva frutas y verduras, cría animales con los que alimenta a su familia y se ha convertido en una suerte de líder comunitaria para las 50 o 60 personas que viven en la «nueva» Carmen de Uria.
Muchos habitan casas semiderruidas en los cerros más elevados, que, aunque a duras penas, aguantaron en pie cuando la vaguada se vino abajo.
Con techos agujereados y sin vidrios en las ventanas, sus ocupantes las han conectado a las tuberías y cables que llevan el agua y la electricidad al Gran Caracas y pueden así disfrutar de estos servicios esenciales.
Todos saludan a María Adelina, quien estos días anda en busca de ayuda para que los niños de Carmen de Uria tengan regalos de Navidad.
Aquí, como en toda Venezuela, la mayoría se busca la vida como puede.
Como Johnny González, quien, a la entrada de su casa, afeita meticulosamente una cerda que acaba de matar. Un policía, dice, le va a pagar 20 dólares por el trabajo.
Tenía 15 años en 1999. «Nos marchamos, porque esto estaba lleno de muertos, pero con el tiempo regresamos».
Enterradores improvisados
No fue el único que vio cadáveres.
A sus 81 años, Julio Díaz Orta, guarda recuerdos que no olvidará. «La gente buscaba ponerse a salvo en los techos de las casas, pero a muchos los aplastaron las piedras enormes que caían de la montaña», narra.
«A los que nos quedamos nos tocó enterrar los cadáveres que nadie recogía».
Así, convertido en improvisado enterrador de sus vecinos, pasó días. Hasta que llegó un equipo de bomberos mexicanos que trajeron cal y perros de rescate, y se ocuparon de la ingrata tarea de retirar los cuerpos. Fue parte del gran contingente de ayuda internacional que se volcó sobre Venezuela.
«Ese día enloquecimos todos», relata Julio.
Las lluvias torrenciales y los desprendimientos en la Cordillera de la Costa de Venezuela han ocurrido otras veces en la historia. La diferencia, lo que hizo tan catastrófico el fenómeno de 1999, fue que por primera vez las vías naturales de desagüe de la montaña habían sido masivamente pobladas y afectadas por la mano del hombre.
El abrupto paisaje del estado Vargas, en el que las montañas contiguas al mar Caribe se elevan rápidamente por encima de los 2.000 metros de altura, se convirtieron durante la era dorada de la Venezuela petrolera en el destino preferido de multitudes que llegaban de Caracas deseosas de disfrutar de un día de playa a solo un rato en auto de su caótica ciudad. Muchos adquirieron en Vargas una segunda residencia.
Los expertos advierten de que no se ha aprendido la lección y la tragedia podría repetirse.
Las obras de prevención que se construyeron en los años posteriores no han tenido el mantenimiento adecuado, como la canalización qua atraviesa los restos de Carmen de Uria, ya totalmente saturada de sedimentos.
Y muchos de los edificios que se vinieron abajo, se volvieron a levantar exactamente en el mismo lugar, como los desarrollos de Macuto, Camurí Chico y Camurí Grande.
El impacto del cambio climático aumenta el riesgo.
Pero los colonos de Carmen de Uria han desarrollado sus propios métodos de alerta. «Nos activamos cuando huele a raíces. Es lo que indica que se está desprendiendo la cubierta vegetal», explica María Adelina.
¿Y no tienen miedo?
«Al fin y al cabo, esta es nuestra casa y esas cosas solo ocurren una vez cada 50 años», responde sonriente.
Mudarse otra vez no está entre sus planes.