Una pistola apuntada a su cabeza y un ladrón que le gritaba a su cómplice «¡Mátala, mátala, quítaselo!» fueron las gotas que derramaron el vaso de Magalí* y Fabio*.
Era diciembre de 2016 en Puerto La Cruz, una ciudad del oriente de Venezuela. A ella le robaron el anillo de graduación, a él el celular.
«Me afectó mucho. Ya habían matado a mi primo para robarle la moto y dijimos basta», le cuenta Magalí a BBC Mundo.
Una semana después, la pareja compraba los boletos de avión para irse de Venezuela.
No eligieron Colombia, Panamá, Estados Unidos o España, destinos más tradicionales para los inmigrantes venezolanos. Tampoco el Cono Sur, que reporta un aumento importante del flujo migratorio desde Venezuela.
Eligieron Italia, concretamente Milán.
Magalí y Fabio no son un caso aislado.
Aunque es difícil precisar una cifra, se sabe que el número de inmigrantes que están saliendo del país ha aumentado en los últimos años.
Según datos del 2015 del Pew Research Center, con sede en Washington, basados en informes de Naciones Unidas, que incluye información sobre todo aquel que haya vivido por más de un año en otro país, Italia comparte con Colombia el tercer puesto de países con más inmigrantes venezolanos (50.000 cada uno), detrás de España (con 150.000) y Estados Unidos (con 200.000).
La cifra es considerablemente mayor a la registrada en el año 2000, cuando eran 10.000 los venezolanos en Italia. Y es posible que aumente dada la reciente oleada migratoria.
¿Pero qué es lo que atrae a tantos venezolanos a Italia? Las explicaciones hay que buscarlas en el pasado.
Sangre italiana en el Caribe
Tal como sucedió en varios países de Sudamérica, desde la llamada entreguerra europea miles de inmigrantes italianos eligieron Venezuela como destino.
Algunos porque encontraron allí un salvavidas contra la pobreza y otros como trabajadores temporales de la industria petrolera (sobre todo durante el »boom» petroleros de las décadas del 50 y 70).
Sus huellas en la sociedad venezolana son muchas y profundas. Tal vez la más curiosa es que Venezuela es el segundo país con mayor consumo de pasta per cápita del mundo, detrás de Italia, por supuesto.
Así lo indican los datos del 2011 de la Organización Internacional de la Pasta (IPO), los últimos que se conocen.
Pero además, aquellos inmigrantes dejaron su ADN.
«Estimamos que hay 2 millones de descendientes de italianos en Venezuela», le explica a BBC Mundo el primer secretario Lorenzo Solinas, encargado de prensa de la Embajada de Italia en Caracas.
Buena parte de estos descendientes -«no todos», se apresura a aclarar Solinas- tienen derecho a la ciudadanía, dado que Italia se rige por el criterio jurídico Ius sanguinis -derecho de sangre, en latín-, por el cual la ciudadanía se concede por filiación biológica o adoptiva, independientemente del lugar del nacimiento.
Sólo entre 2013 y julio de 2017, Italia concedió 17.572 ciudadanías por Ius sanguinis, según datos proporcionados por su representación diplomática.
Migración a la inversa
«Una de las principales razones por las que eligen Italia es porque tienen un pariente italiano», explica Angélica Velazco, una venezolana de 30 años.
«Los que se vienen es porque tienen el pasaporte italiano», prosigue la periodista, traductora y autora de la tesis de maestría «Diversidad cultural como oportunidad y desafío: reportaje sobre la inmigración venezolana en Milán, Italia».
«Se está dando un tipo de inmigración a la inversa, los hijos de italianos están volviendo», agrega, quien emigró a Milán hace dos años junto a su marido.
Fabio, el joven asaltado junto a su pareja, es un ejemplo de este perfil de inmigrante.
Nieto de un italiano llegado a Venezuela en 1948, con ciudadanía desde los 8 años, criado en lengua italiana hasta que comenzó la escuela, decidió venir a Italia porque «el idioma y los documentos» ya los tenía.
Aquí se casó con Magalí y le cedió el derecho al permesso di soggiorno (permiso de residencia).
«Vinimos a Milán porque hay más posibilidades. Mi familia vive en el sur, cerca de Nápoles, pero allí tampoco hay mucho trabajo», cuenta Fabio.
«Y nos decidimos por Italia porque pensamos que, en el peor de los casos, teníamos a la familia cerca».
Pero a diferencia de su abuelo, Fabio y todos los inmigrantes no llegan a un país lleno de oportunidades. En Italia la tasa de desempleo es de 11,3% -la tercera más alta de Europa detrás de España y Grecia-y el desempleo entre los jóvenes alcanza el 37%.
Estos últimos conforman el grueso de los 157.000 italianos que solo en el 2016 emigraron en busca de oportunidades de trabajo, la mayoría hacia el Reino Unido y Alemania.
Paralelamente, Italia es el epicentro de una crisis migratoria sin precedentes.
Solo entre enero y mayo de 2017 desembarcaron en sus costas 50.041 personas, la mayoría provenientes de África (casi la misma cantidad del acumulado de inmigrantes venezolanos entre el 2000 y el 2015).
Como consecuencia, la histórica hospitalidad italiana empieza a flaquear, azuzada por el discurso nacionalista y antimigración de los partidos de derecha.
«No podíamos soñar»
El asalto fue determinante para Magalí y Fabio, pero la posibilidad de emigrar ya estaba en sus conversaciones.
Ella es ingeniera electrónica y él ingeniero civil. Juntos ganaban «mejor que cualquier venezolano», pero no podían aspirar a nada más que pagar el alquiler y la comida.
«No podíamos soñar con otras cosas, ni siquiera con tener un hijo», dice Magalí.
Además, como exempleada del Estado, Magalí dice haber sufrido persecución política por no adherir a la causa del gobierno.
«Me tenían con contrato temporal y no me subía el sueldo porque no iba a las marchas», asegura.
Edithribel Rosa, 21 años, también alega hostigamiento e inseguridad como razones para decidir salir de Venezuela. Nació en Guárico y antes de irse estudiaba ingeniería en hidrocarburos.
«Por un lado, era constante la delincuencia, había robos todos los días e incluso violaciones. Además, para poder pasar las materias, estudiáramos o no, teníamos que ir a las marchas. Los del centro de estudiantes nos decían que debíamos ir porque iban a pasar lista y quien no asistía no tenía los puntos de las materias», relata.
Llegó al cuarto trimestre y dijo basta: «Así no iba a poder terminar nunca».
«Y aunque me graduara, ¿dónde iba a trabajar?», se pregunta.
Según cuenta, por militar en un partido de oposición, llegó incluso a sufrir agresiones físicas.
«Además de los golpes me acosaban. Soy de un pueblo. Mi madre tiene una peluquería en pleno centro. Todos sabían que era opositora», señala.
«El día que me vine para acá entraron a mi casa y me robaron todo», agrega.
A Italia llegó en abril de 2016 con la ayuda de la hija de su madrina que vive en Milán, quien la ayudó con la mitad del costo del pasaje y le consiguió sus primeros trabajos como limpiadora, niñera, camarera, «de todo».
Dado que Edithribel ingresó a Italia como turista, su visa de permanencia caducó a los tres meses y hoy su estatus migratorio es «ilegal».
En este sentido, la abogada venezolana Rosa Cristina Martínez, también residente en Italia y especializada en trámites migratorios, advierte: «No recomendaría ingresar como turista si lo que se pretende es trabajar (…). La condición de turista no es convertible ni en condición de trabajo autónomo ni dependiente».
Otro camino posible, válido solo para aquellos que tienen familiares directos -cónyuge, hijos menores de edad, progenitores- con residencia legal en Italia, es el ricongiungimento familiare (reunificación familiar).
Asilo político
Para todos los demás, «la única salida posible es el asilo político», dice la abogada.
Eso, siempre y cuando se cuente con el «arsenal probatorio» señalado en la Convención de Ginebra, firmada en 1951 y ratificada por Italia en 1958.
Eso hizo Edithribel: «Pedí asilo político».
Este mes tiene su primera cita. Allí debe demostrar con informes médicos que en Venezuela sufrió agresiones, que participó en protestas, que está afiliada a un partido político.
«Es incierto que me lo den. El trámite demora dos años. Después de la primera cita me dan un permiso de residencia provisional», cuenta.
Y agrega: «No conozco venezolanos que lo hayan conseguido, pero sí a algunos que incluso ya pudieron renovar el permiso provisional. Por lo menos con eso puedo trabajar legalmente».
Las estadísticas del Observatorio Regional para la Integración y la Multietnicidad de Lombardía, la región a la que pertenece Milán, indican que de un total de 123.600 pedidos de asilo en 2016, el Estado italiano concedió 4.808, apenas el 3,8%.
«No es una opción, es una necesidad»
«Soy de las pocas afortunadas que han salido de Venezuela con su mismo trabajo», le dice a BBC Mundo Myriam Rodríguez.
Esta contadora pública de 31 años nació en Maracaibo y llegó a Milán en enero de 2016, para trabajar en la misma empresa trasnacional en la que se desempeñaba en su país.
Si bien cuenta que su vida en Venezuela la «ahogaba», irse no estaba en sus planes.
«Tenía la esperanza de que las cosas iban a cambiar. Pensaba en seguir peleando para lograr tener una mejor Venezuela, con más oportunidades, en poder crecer en lo personal y profesionalmente. Voy a cumplir 32 años y no me veo teniendo una familia allá», relata. «Pero llega un momento en el que dices ¡basta!».
Otra de las razones por las cuales decidió aceptar la oferta de traslado fue la posibilidad de ayudar económicamente a sus progenitores.
«Es duro ver que tus padres, que han dado su vida para ayudarte a crecer, no tienen la capacidad económica de vivir una vejez decente», explica.
«Irse de Venezuela no es una opción, es una necesidad», concluye y rompe en llanto.
Ángel* también tiene la fortuna de vivir en Italia haciendo el trabajo para el que estudió. Llegó en 2013 a hacer una maestría en gerencia de ingeniería (es ingeniero mecánico) y al terminar le ofrecieron un trabajo en su área.
«Cuando terminé la maestría sabía que no podía regresar, porque las cosas que me hicieron irme no habían cambiado», le afirma a BBC Mundo. «Me fui porque había demasiado factores externos que afectaban directamente mi vida y que no podía controlar, como la macroeconomía, la inflación, la inseguridad».
En su caso, no sufrió hostigamiento ni presiones, aunque fue representante estudiantil y estaba adherido a un partido político de oposición.
De sus 18 primos por rama materna, solo uno vive en Venezuela. Y todos sus compañeros de generación han emigrado.
«Ya no tengo amigos allá», dice, y situaciones similares describen Myriam, Edithribel, Magalí y Fabio.
De receptores a emisores de migrantes
Una de las preguntas que se hizo la investigadora Angélica Velazco para su tesis fue cómo son los venezolanos cuando salen de su país. La respuesta podría resumirse así: novatos.
«No estamos acostumbrados a esto. Hemos sido siempre una sociedad receptora de inmigrantes, no una que saca a la gente de su país. Esto nos está costando», señala.
Según su investigación, en Milán les está costando mucho más.
«Me llamó la atención que los venezolanos no nos vemos mucho las caras. Somos como una diáspora, cada cual va por su lado. No hay organizaciones, no tenemos donde reunirnos», cuenta Velazco.
La diferencia con las comunidades ecuatoriana y peruana, las más grandes de Latinoamérica en Italia, se le hizo evidente.
Mientras los primeros cuentan con organizaciones y redes de contención, los venezolanos no tienen un «punto de contacto». Por esto fue difícil incluso contactarlos para su investigación. Tampoco fue fácil para esta cronista conseguir testimonios.
«Hay mucho miedo y mucha desconfianza. El proceso social de degradación nos ha hecho intolerantes para con nuestros paisanos. Otras comunidades se muestran más solidarias entre sí», señala la investigadora.
«Mi conclusión principal es que nos cuesta mucho organizar un plan migratorio, sobre todo por las circunstancias en las que nos vamos, que han hecho que salgamos de forma apresurada y sin planificación».
Pese a ello, ni Myriam, ni Magalí, Fabio, Ángel o Edithribel consideran la posibilidad de volver a Venezuela en el corto plazo.
«No alcanza con que caiga el gobierno para que las cosas mejoren rápidamente, porque es un país que hay que reconstruir desde las cenizas», dice Myriam.
«Así cambie el gobierno la mentalidad ya es otra. Eso de que robar y matar es visto como un trabajo, o que las personas prefieran y esperen que el gobierno le regale las cosas… Lo veo difícil», piensa Fabio.
«La posibilidad de volver siempre estuvo en mi cabeza, pero Venezuela es un país que ha perdido demasiado los valores, y me refiero a valores de seres civilizados. No hay ley, estamos al borde de la anarquía», opina Ángel.