Los habitantes de Nariño, en el sur de Colombia, empezaron esta semana con la confirmación de dos asesinatos con un elemento común: que sus víctimas murieron a causa de su liderazgo.
Johny Walter Castro era un líder social de 40 años; un representante de víctimas del conflicto que estaba organizando una entrega de regalos navideños y fue baleado por hombres que entraron a su casa.
Byron Alirio Revelo, por su parte, era un profesor y sindicalista que se encontraba en la ciudad de Tumaco organizando una elección gremial. Lo secuestraron y luego abandonaron su cuerpo, que fue encontrado por residentes en estado de descomposición.
Ni los detalles ni los motivos concretos de los homicidios están esclarecidos, aunque los dos fueron precedidos por amenazas.
Ambos, en todo caso, parecen la más reciente muestra de una verdad histórica en Colombia: que en las regiones donde el Estado no es la única autoridad, mucha gente es asesinada por representar los intereses de una comunidad.
Desde la firma del acuerdo de paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia en 2016, los asesinatos de líderes sociales han aumentado y dominado parte de los titulares que se leen sobre Colombia en la prensa internacional: van más de 600 asesinatos desde entonces, según la ONU.
Pero antes de eso los líderes en Colombia ya estaban bajo amenaza, sobre todo aquellos que representaban intereses de organizaciones de trabajadores: entre 1973 y 2019, 3.300 sindicalistas fueron asesinados en el país, según la Escuela Nacional Sindical (ENS).
La violencia antisindical es una de las causas que hacen de Colombia uno de los países más peligrosos del mundo para ser sindicalista, así como uno de los que menos sindicatos tiene en América Latina, según la Organización Internacional del Trabajo.
Esa escasez de organizaciones de trabajadores se mantiene hoy, pero ver cómo se llegó a ella permite entender las causas de los asesinatos selectivos a personas que, aun hoy, intentan llenar el hueco que deja la ausencia del Estado en ciertas comunidades y es disputado por bandas narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros.
Violencia e informalidad
La violencia contra el sindicalismo en Colombia se remonta a los momentos mismos de su creación.
El 5 y 6 de diciembre de 1928, el ejército colombiano intervino una huelga de 25.000 trabajadores de la empresa estadounidense United Fruit Company con un saldo de muertos estimado en entre 1.500 y 3.000.
En las décadas del 30 y 40, la incipiente industrialización del país dio con la emergencia de un sindicalismo que en los 60 y 70 tuvo su momento más fuerte: un 14% de los trabajadores llegó a estar afiliado a un sindicato.
Pronto, sin embargo, emergieron nuevos obstáculos: «La industrialización acá fue muy precaria y desigual, los barrios obreros fueron esporádicos y no se consolidó una cultura de clase obrera«, asegura Aída Rodríguez, experta en cultura laboral de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales en Francia.
«Los trabajadores en Colombia hacían prácticas obreras, pero se mantuvieron social y culturalmente como parte del campesinado. Entonces tienen identidad, pero no hay una colectividad definida, sobre todo en términos políticos y de representación. Y eso impidió la localización de demandas de un grupo específico», explica la doctora en sociología.
A eso se añade que Colombia, el principal aliado de Estados Unidos en la región, nunca tuvo un gobierno de izquierda o una revolución social.
En los años 80 y 90, coinciden expertos consultados por BBC Mundo, la violencia y la liberalización de la economía terminaron por «cortarle las alas» al movimiento sindical, reduciendo la cifra de afiliación al actual 4 o 5%, según la ENS.
Es, con Perú, la tasa más baja de la región.
«Pero esta tasa no es la única forma de ver la situación excepcional del sindicalismo en Colombia», asegura Daniel Hawkins, director de investigación de la ENS.
«Porque si añades su fragmentación y dispersión, así como las restricciones legales, te das cuenta que es difícil una violación más clara de los derechos laborales«, agrega.
Más del 80% de los sindicatos en el país tienen menos de 100 afiliados y el resto tienen poco más de 25, que es el mínimo de miembros. Salvo en el caso de los educadores, los sindicatos en Colombia son organizaciones pequeñas y descentralizadas.
En los años 90, el Estado colombiano liberalizó y abrió su economía. Eso, en parte, trajo importaciones, riqueza y estabilidad macroeconómica; pero también flexibilizó y burocratizó el empleo.
Con eso —explica un reciente informe de la ENS— se proliferaron, entre otros, los contratos de prestación de servicios, que tienen términos fijos y escasas restricciones, y los llamados pactos colectivos, que son acuerdos negociados entre las empresas y los trabajadores no afiliados a sindicatos.
Además, la cifra de informalidad laboral en Colombia ronda el 50 y 70%, dependiendo de cómo se mida. Eso significa que más de la mitad de la población económicamente activa no tiene un contrato ni mucho menos incentivos para afiliarse a un sindicato.
Los 90 no solo fue la década de la apertura liberal, sino también de un fortalecimiento de los grupos armados ilegales gracias al narcotráfico. Con eso, se afianzó la feroz guerra entre el Estado y los paramilitares contra las guerrillas.
«En general, hubo un consenso entre agentes estatales, civiles y militares, y los grupos paramilitares y de sicarios para atacar a los sindicalistas atribuyéndoles lazos con la insurgencia, tachada por el gobierno de terrorista», sostiene Mauricio Archila en un ensayo sobre la violencia entre 2002 y 2010, los años que gobernó Álvaro Uribe.
La lectura de la violencia y la baja sindicalización no es precisamente la misma en sectores empresariales y de la centro-derecha que representa Uribe.
«Desde el 2001 hasta hoy ha habido una proliferación de sindicatos, pero no de sindicalistas», asegura Alberto Echavarría, vicepresidente de asuntos jurídicos de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia (ANDI).
«Eso generó lo que se conoce como el ‘carrusel sindical’, que es que sindicalistas que están en un sindicato crean otro para presentar un nuevo pliego de peticiones (…) Y eso, por obvias razones, ha generado factores de desconfianza e inseguridad y un debilitamiento del movimiento sindical».
«El concepto de la libertad de asociación extendido de manera abusiva genera fragmentación y debilita al movimiento mismo», opina Echavarría.
La ANDI, el gremio empresarial más importante del país, estudió el fenómeno sindical a través de su Centro de Estudios Sociales y Laborales (CESLA) en recientes informes que elaboran su perceptiva sobre la baja sindicalización y la violencia.
En lo primero, argumenta que «no sería sensato desde el punto de vista estadístico comparar las tasas de sindicalización entre países» debido a las particularidades de cada economía informal. Si se habla solo de trabajadores formales, usando números de la ENS, resulta que la sindicalización en Colombia sería del 12.9%, una representación de país europeo.
En cuanto a la violencia, la ANDI explica que solo el 15% de los homicidios a sindicalistas, según el estudio de 244 casos que llegaron a la justicia, fueron motivados por sus labores de representación sindical: el resto, elabora, fue por sus supuestos nexos con la guerrilla.
«En 122 de las sentencias (50%) la supuesta razón para haber cometido el delito era que la víctima era colaboradora o auxiliadora de la guerrilla», dice el informe de la ANDI.
Relación con líderes
Aunque las centrales sindicales tienen algunas demandas que, políticamente, pueden alinearse a las posiciones de las guerrillas, los expertos aseguran que es difícil comprobar el nexo entre ambos grupos.
Las confesiones e investigaciones judiciales, además, han demostrado que los grupos paramilitares, los principales victimarios del sindicalismo, usaban la mera sospecha o rumor de que alguien era guerrillero para torturarlo y asesinarlo.
Hoy, en todo caso, la lógica sigue siendo la misma, pero con actores diferentes: nuevos grupos paramilitares ligados al narcotráfico asesinan líderes sociales o sindicalistas con el objetivo de desarticular cualquier asociación que amenace su control social y territorial.
«Los grupos armados ilegales han buscado, a través de la violencia, desestimular formas de participación ciudadana civil que puedan organizarse alrededor de sus derechos democráticos», sostienen Fernando Posada, politólogo e investigador de los asesinatos de líderes de la University College de Londres.
«A través de los asesinatos selectivos de sindicalistas, líderes sociales, defensores de derechos humanos o defensores de paz, los grupos ilegales buscan romper los tejidos sociales, las cabezas visibles, y dejarlas sin ese liderazgo que empodera a la comunidad, le informa de sus derechos y busca mecanismos de restitución de tierras«, concluye el analista.
Colombia no solo es el país más peligroso para ser sindicalista: también, según la ONU, el más peligroso para ser defensor de derechos humanos.
La ausencia de Estado en este país fragmentado obligó a miles de colombianos a ser líderes. Sociales, sindicales, indígenas, humanitarios. Cualquiera que sea, sus labores son una amenaza para quienes aprovechan el abandono estatal para hacer negocios ilícitos.
Es el círculo vicioso que resume la historia de Colombia. Y dejó otros dos líderes muertos en Nariño el fin de semana.