Un tercio de los 156 Comandos de Atención Inmediata de Bogotá han sido incendiados y destruidos durante las protestas de esta semana.
Fue en una de estas emblemáticas estaciones de policía que están por toda la capital colombiana que, según testigos y médicos forenses, Javier Ordóñez, un abogado de 45 años, sufrió el miércoles nueve fracturas de cráneo antes de morir poco después en un hospital.
Conocidos entre los colombianos como CAI, estas casetas de policía fueron creadas cuando Bogotá era una de las ciudades más peligrosas del mundo, en 1987, con el objetivo de vigilar jurisdicciones concretas y, según la Alcaldía, «fraternizar y unir la policía con la comunidad».
Pero ocurrió todo lo contrario, según expertos consultados por BBC Mundo: en la percepción de los bogotanos, sobre todo los jóvenes, los CAI son focos de abusos, corrupción y tráfico de drogas.
Entonces, cuando se supo del caso de Ordóñez, la ira se tornó hacia los CAI. Mientras tanto, surgían versiones de que había sido torturado y se viralizaba el video su detención abusiva.
Ni siquiera durante el Paro Nacional del 2019, en el que murieron cuatro personas, las protestas desencadenaron tanta violencia. Ni durante esa ola de protestas, que incluyó casos de abusos policial, la respuesta de las autoridades fue tan violenta.
Esta vez, la policía mostró una faceta inédita durante las últimas décadas: usó armas de fuego, apuntó a quemarropa o en horizontal y se alió con civiles encapuchados y de identidad desconocida para perseguir a los jóvenes que quemaron los CAI.
En dos noches de enfrentamientos, al menos 14 personas han muerto, la mayoría jóvenes que sufrieron disparos de armas de fuego, y cientos de ciudadanos y policías quedaron heridos.
La alcaldesa, Claudia López, dijo el viernes que entregó al gobierno una hora y media de video de «policías uniformados o presuntos policías vestidos de civil» en los que se muestra «con claridad» que están disparando indiscriminadamente con armas de fuego. Y dijo tener 119 denuncias de ataques en ese sentido.
¿Qué fue lo que pasó? ¿Cómo fue que los disturbios se convirtieron en lo que muchos llaman «una masacre» o, al menos, en una batalla campal?
Lo que dicen las autoridades
La policía y el gobierno de Iván Duque anunciaron reformas para evitar y sancionar los abusos, pidieron perdón por el caso de Ordóñez y dijeron que gracias a su política de «no tolerancia» tienen abiertos 1.924 procesos disciplinarios y han sancionado a 276 funcionarios en los últimos 18 meses por abusos de fuerza.
Pero sobre las armas de fuego en manifestaciones y los civiles, encapuchados y policías que —como se ve en las decenas de videos compartidos en redes sociales— disparan y golpean en el piso a manifestantes, las autoridades no tienen otras palabras que el llamado a investigar, el rechazo a la violencia y el pedido a no estigmatizar a toda la institución.
«Los policías solo pueden usar un arma de fuego si son atacados con un arma proporcional», le dijo a BBC Mundo el secretario de Seguridad de la alcaldía, Hugo Acero.
«De lo contrario, como se ve en los videos compartidos, están desobedeciendo la ley y las ordenes de la institución y de la Alcaldía», señaló, en referencia a la orden de la alcaldesa el miércoles de no usar armas de fuego .
Ante la falta de una respuesta oficial sobre quién dio la orden de usar armas letales se han esparcido varias teorías sobre supuestas luchas de poder entre López y la policía, López y el gobierno e incluso el gobierno de Venezuela y las guerrillas contra el gobierno, la policía y bandas paramilitares.
Un informe de inteligencia de la policía filtrado a medios locales asegura que la andanada contra los CAI fue, supuestamente, un operativo organizado por grupos urbanos de izquierda y subversivos.
Pero, mientras surge una explicación oficial, una mirada a lo que pasa dentro de la policía, y en particular a los CAI, puede ayudar a entender este 9 de septiembre que parece ser la jornada de protestas más violenta de la historia reciente de Bogotá.
Relación de desconfianza
«Para explicar lo que le pasó a la policía hay que explicar lo que la pasa la gente, porque el 9 hubo un estallido espontáneo de ambas partes», dice Mauricio Albarracín, subdirector de Dejusticia, una ONG defensora de derechos humanos.
«La gente dijo ‘me mamé'», asegura, en referencia al cansancio por la situación de la economía, educacióne inseguridad que generan las protestas.
Es probable, entonces, que los policías también se hayan «mamado».
Jorge Mantilla, experto en seguridad y por cinco años funcionario municipal en el tema, explica: «Los policías sienten que la Alcaldía los puso en un escenario de fricción con la ciudadanía desde el inicio de la pandemia; los recargaron en tareas como en el cumplimiento de cercos epidemiológicos o la imposición de multas por violar normas sanitarias».
Además, desde que se aprobó la jubilación de policías tras 20 años de servicio, en 2018, ha habido una fuga de funcionarios que redujo el pie de fuerza en Bogotá de 20.000 a 16.500, según cifras oficiales, y relajó los criterios de reclutamiento y acortó los tiempos de capacitación.
Los policías que enfrentaron a los jóvenes el miércoles, entonces, pueden tener la misma corta edad y sus mismos problemas para pagar cuentas y acudir a los sistemas de educación y salud.
«Les ha aumentado la presión, el desgaste y durante la pandemia han tenido que trabajar más y con menos, porque un 20% de los miembros han estado en aislamiento casi todo el tiempo», dice Acero, de la alcaldía.
Los policías, dijo un general del ente en condición de anonimato, «se sienten abandonados y ante ese abandono toman decisiones por sí solos que no tienen en cuenta las implicaciones de derechos humanos».
Los sucesos del miércoles no fueron atendidos por el escuadrón antidisturbios, el Esmad, sino por patrulleros especializados en vigilar y lidiar con criminales.
«Esta es la primera vez que la policía es el blanco de ataque y, ante la ruptura de las decisiones oficiales con las de la burocracia callejera, pueden haber surgido expresiones de vigilantismo, que son escuadrones de la muerte, de justicia por mano propia o incluso paramilitarismo para apoyar a los oficiales», dice Mantilla.
«Los CAI —concluye— generan una relación de familiaridad entre la policía y los pillos, digamos, y al haber poca rotación entre ellos, los policías empiezan a extorsionar y revender drogas y eso aumenta el cinismo legal, que es una sensación de que el CAI, en lugar de dar seguridad, es una amenaza».
Mientras los policías se sienten abandonados y desgastados, su lugar de refugio es visto por jóvenes bogotanos como una fuente de criminalidad que los ataca. Una divergencia de mirada que solo puede tener un resultado: violencia.