Era casi la medianoche cuando el joven Azeteng se arrastraba hacia el desierto y todo a su alrededor era oscuridad. A cien metros, un grupo de rebeldes tuareg y contrabandistas de personas, que trabajaban juntos transportando migrantes a través de este tramo implacable del Sahara, estaban reunidos alrededor de tres camiones, tocando tambores y bailando.
El joven estaba en algún lugar del norte de Mali, cerca de la frontera con Argelia. Detrás quedaba In-Khalil, una estación de paso sombría y brutal en la ruta migratoria de África Occidental a Europa.
Delante de él, la arena se extendía por kilómetros en todas direcciones. Lenta y dolorosamente, empujaba su cuerpo, tratando de mantenerse lo más bajo posible en el suelo.
Azeteng estaba huyendo. Unas horas antes, los contrabandistas que controlaban In-Khalil le habían quitado las gafas, solo para molestarlo, y se negaron a devolvérselas.
Tenía 25 años pero era bajo para su edad. De complexión delgada, su tímida manera de moverse por el mundo sugería que siempre trataba de no ser visto.
Si los contrabandistas se hubieran detenido para mirar de cerca sus lentes, podrían haber visto el marco extrañamente grueso, el puerto mini-USB debajo de una patilla, el agujero del tamaño de un alfiler en la bisagra, y seguramente lo habrían matado. Ya había visto suficiente para saberlo.
La ruta
Era mayo de 2017. Las rutas de los migrantes a través del norte de Mali estaban controladas por los rebeldes tuareg, que trabajaban con redes de tráfico y contrabando conectadas a los puntos de partida en África occidental.
El viaje de Azeteng comenzó en Ghana. Otros procedían de Guinea, Gambia, Senegal y Sierra Leona. En los últimos años, decenas de miles de hombres, mujeres y niños se abrieron camino hacia el Sahara, atraídos por la promesa lejana de una vida mejor en Europa.
Un migrante ghanés que partió en 2016 me dijo que emprendió el camino de regreso después de ir al desierto. Sus amigos perseveraron, hacia Libia, dijo. «Solo uno tuvo éxito, llegó a Italia. Más tarde nos dijo que los demás estaban muertos».
Quienes intentan cruzar el desierto viajan por las antiguas rutas comerciales transaharianas a través de Mali y Níger hasta Argelia y Libia, y luego hasta el mar. Las noticias se centran en el Mediterráneo, que se cobró la vida de más de 5.000 migrantes el año antes de que Azeteng partiera. Pero según las estimaciones de la ONU, el doble ha muerto en el desierto.
Unas pocas semanas después de que Azeteng saliera de In-Khalil, 44 ghaneses y nigerianos, incluidos niños pequeños, murieron de sed en Níger cuando los contrabandistas que los llevaban se quedaron sin combustible. Semanas más tarde, al menos 50 inmigrantes murieron cuando tres camiones fueron abandonados por razones desconocidas.
Esos ocuparon titulares. Muchos más morían en la arena sin hacer ruido.
Fuera de In-Khalil, Azeteng rezaba. Por ahora, al menos, los traficantes parecían demasiado ocupados con la fiesta como para notar al joven migrante que se arrastraba por la arena, ni prestaban mucha atención al extraño par de gafas que había estado usando. Cuando Azeteng pensó que estaba lo suficientemente lejos para estar a salvo, se levantó, se sacudió la arena de la ropa y caminó hacia el desierto..
Una historia grande
Azeteng era un chico extraño. De sus siete hermanos, él era el único de una madre diferente. Creció en un cuartel de policía rural en el norte de Ghana con su padre, su madrastra y tres hermanastras. Su madre vivía en el centro del país, y cuando el padre de Azeteng estaba ausente, lo que a menudo ocurría, se sentía como un extraño en su propia casa.
Se suponía que debía seguir los pasos de su padre en la policía, pero Azeteng soñaba con ser espía. Gastaba su dinero en las películas de James Bond y de la CIA. Los fines de semana, cuando su padre lo enviaba a cortar el pasto para el ganado de la familia en un jardín detrás de la estación de policía, Azeteng fingía que estaba en una misión y se dirigía de puntillas a la puerta para escuchar.
Lo que escuchaba esos fines de semana acabó con la poca ambición que tenía de unirse a la policía. Escuchaba a las mujeres pobres venir a la oficina para informar que sus esposos las habían golpeado, solo para que les dijeran que tendrían que pagar por un bolígrafo para tomar su declaración o la gasolina poder ir a hacer arrestos. Cuando vio a presos siendo azotados con palos en sus celdas, supo con seguridad que no sería policía.
Cuando era adolescente, Azeteng llevaba una radio de bolsillo a todas partes. Quería luchar contra la injusticia, pero no sabía cómo. Después de la secundaria, fue a trabajar con su madre en los campos de Kintampo, y en la noche escuchaba la radio y se imaginaba a sí mismo como un periodista encubierto.
Ya había relatado una gran historia en su escuela secundaria. Usando un teléfono plegable para filmar en secreto, expuso a un grupo de maestros que estaban elaborando alcohol en los terrenos de la escuela y que «sacaban dinero a los estudiantes para obtener calificaciones». Cuando la historia llegó a los periódicos locales, tres maestros, incluido el director, fueron despedidos o trasladados.
Acostado en la cama en Kintampo, después de trabajar en los campos, soñaba con contar una historia más grande, exponiendo crímenes más grandes. En la radio, los boletines informativos decían que los jóvenes de África se estaban muriendo por millares en el desierto y el mar.
Seis meses más tarde, Azeteng abordó un autobús a Abeka Lapaz, en el oeste de Accra. Llegó al edificio de CSIT Limited, proveedores de computadoras, productos y soluciones técnicas, incluyendo cámaras secretas. Ya había investigado varios tipos de cámaras secretas disponibles. Ahí estaban el botón, la pluma, el reloj y las gafas.
Las gafas más baratas costaban 200 cedis, alrededor de US$40. Podían grabar solo imágenes de baja resolución y funcionaban mal durante la noche. Pero mientras se miraba en el espejo ese día, Azeteng estaba contento al comprobar que tomaría una segunda, tercera y probablemente una cuarta mirada descubrir que algo estaba mal.
Las compró, y las llamó sus gafas secretas. Durante cinco meses, mientras ahorraba, Azeteng practicaba filmando y escondiendo las tarjetas de memoria en su boca, un truco que vio en una película de espías. Luego vendió su ganado (dos ovejas, seis cabras y 10 gallinas) y fijó una fecha para irse.
En este punto, nadie sabía nada sobre la idea extremadamente peligrosa de Azeteng. Así que le dijo a su sacerdote: tenía la intención de meterse en la ruta migratoria del desierto a Europa, usando una cámara secreta en sus lentes para documentar los crímenes de los contrabandistas.
A continuación, Azeteng se lo contó a su padre.
«Me enojé, me enojé porque no podía entender por qué quería correr ese riesgo», dijo. «Sinceramente, no le di mi bendición. Luego llamó para decir que se había ido, y yo dije: ‘Bueno, esa es su elección, Dios sea contigo'».
Los migrantes tienen que atravesar el Sahara para llegar a la costa del Mediterráneo. (Foto: Getty Images)
«El trayecto es dinero»
Azeteng había empacado algunas prendas de ropa e hizo un corte en el forro de su mochila para ocultar su dinero. Luego caminó hasta un multitudinario centro de transporte en el centro de Accra, y le preguntó a tres jóvenes si iban al norte. Dijeron que sí, se dirigían a Europa, a Italia o España. Dieron a Azeteng el número de un contrabandista llamado Sulemana.
Sulemana le dijo a Azeteng que subiera a un autobús a Bamako, la capital de Mali, donde se reunirían. Azeteng había aprendido a grabar conversaciones telefónicas, y grabó su conversación con Sulemana y tomó notas detalladas. Escribió en su diario: «Sábado, 15 de abril de 2017 – salida hacia Mali. 9:15 GMT».
El autobús cruzó a Burkina Faso y luego a Mali, a través de los puntos de control donde había que pagar pequeñas cantidades de dinero a la policía. Después de tres días llegaron a Bamako.
Sulemana exigió 45.000 CFA (US$75) para la siguiente etapa de su viaje hasta Gao, donde Azeteng se reuniría con Moussa Sangare, el jefe de Sulemana.
«Cada cinco minutos, un autobús se pone en marcha con los migrantes africanos y los traficados», puso Azeteng en su diario, en la estación de autobuses. Escribió una descripción detallada de Sulemana y el número de teléfono del traficante, luego abordó el autobús.
Después de unas horas, Sulemana lo llamó. «Si alguien te pregunta a dónde vas, diles que vas a visitar a un pariente», dijo. «No les digas que vas a Europa a través del desierto».
Sulemana le dijo que se preparara para que su dinero se agotara y llamar a su casa para pedir más durante el trayecto. «Es como te dije, el trayecto es dinero».
Después de dos días, el autobús llegó a Gao, la puerta de entrada al Sahara. Gao es una ciudad de cálidas calles de polvo rojo y casas de adobe, donde los migrantes fluyen cada hora hacia la principal estación de autobuses de la ciudad.
Muchos, como Azeteng, ya tienen un número de teléfono de uno de los contactos en la ciudad, que alojan a los migrantes por unos días. Cualquier persona sin un nombre y un número es un objetivo de los jóvenes enviados por sus jefes contrabandistas que suben a los autobuses fuera de la ciudad para acosar a los migrantes.
Azeteng sabía que debía preguntar por Moussa Sangare y pronto estuvo en su casa, donde tomó fotografías discretamente con su teléfono y escribió sobre lo que vio.
Todo en su casa: comida, agua potable, un baño, cuesta dinero.
Después de tres noches en Gao, Azeteng tuvo que pagar la tarifa de US$400 para continuar hacia el norte.
Este era el último momento de seguridad antes de los peligros del desierto. Por delante quedaban al menos seis días en el Sahara, aunque con toda probabilidad serían muchos más.
El desierto
Las patrullas financiadas por la UE estaban dañando a los contrabandistas, empujándolos a tomar rutas más largas y remotas. En el desierto, las dunas de arena cambiaban con el viento, por lo que hasta los más expertos conductores se perdían.
Pero cuando Azeteng se alistó para dejar a Gao, pocos parecían preocupados por los peligros que se avecinaban. La multitud se alborotó ante la inminente partida.
(Foto: Getty Images)
Él se sentó en el suelo en la parte trasera del segundo camión, donde viajaban otros 75 migrantes -todos hombres excepto dos mujeres nigerianas-, con las rodillas pegadas a su pecho, filmando con su teléfono. Alguien encendió un pequeño altavoz bluetooth y los migrantes cantaban y bailaban música pop.
Los migrantes se dirigían hacia el norte de Mali, un punto negro privado de fuerzas gubernamentales, agencias humanitarias o periodistas, controlado por milicias y acosado por yihadistas. Azeteng se sentó en silencio, con un nudo en el estómago.
Era de noche cuando los camiones se detuvieron bruscamente, sacudiendo a Azeteng. Unas voces ordenaron a los migrantes que salieran y fueron rodeados por hombres en uniforme militar que portaban AK-47. Habían llegado al primer punto de control rebelde.
Los rebeldes dispararon al aire y ordenaron a los migrantes que se alinearan para pagar. A aquellos que no tenían suficiente dinero se les dijo que formaran una línea por separado y les registraron sus bolsillos y les robaron sus posesiones. Luego fueron golpeados.
Azeteng fue golpeado con fuerza en el costado de la cabeza y se le cayeron las gafas. Un migrante frente a él fue golpeado con un palo de metal y sangraba por la boca. Un hombre de Gambia, de quien Azeteng se había hecho amigo en el viaje, levantó su Corán y suplicó en vano que se detuvieran.
Volvió a ponerse las gafas y, superando su miedo, presionó el pequeño botón debajo de la patilla. Las imágenes granuladas capturaron a los migrantes arrastrando los pies ante un militante que sostenía un gran recipiente de plástico y depositaban dinero en efectivo. Cuando el recipiente estaba lleno, otro militante lo volcaba en uno más grande. A los que habían pagado se les ordenaba sentarse en la arena y esperar. El viento azotaba y comenzaba a hacer frío.
Fue entonces cuando Azeteng volvió a ver a las dos mujeres nigerianas que iban con él en el camión. Las mujeres de Nigeria, más que de cualquier otra nación africana, han sido víctimas del comercio de tráfico sexual a Europa. Una red criminal las atrapa con promesas de trabajos bien pagados como peluqueras o trabajadoras del hogar.
«Tan pronto como dejan su red familiar y comunitaria, se vuelven extremadamente vulnerables», me dijo Michele Bombassei, experta de la ONU sobre migración de África Occidental. «Y este es el momento en que comienza la explotación sexual».
Azeteng había hablado brevemente con las mujeres nigerianas en Bamako. Habían bromeado y reído. Las observaba mientras caminaban en silencio hacia el desierto escoltadas por siete hombres armados desde el punto de control. Los siete hombres violaron en grupo a las dos mujeres en el suelo del desierto, lo suficientemente cerca para que los migrantes pudieran verlas.
Cuando terminó, las mujeres se subieron a la parte delantera del camión y el resto de migrantes en la trasera. Había un gran silencio. Ya nadie cantaba, ni siquiera hablaban.
Más peligros
Siguieron conduciendo durante la noche y la mañana siguiente, y en medio del calor implacable de la tarde se acercaron al segundo punto de control. Fue un disparo lo que los detuvo por segunda vez, una advertencia sobre sus cabezas.
Azeteng se levantó, miró hacia afuera y sintió un escalofrío. Por primera vez en su vida, vio una cabeza humana cortada.
Dos cabezas humanas cortadas, montadas en estacas de madera: hombres jóvenes como él, pensó, probablemente inmigrantes que cometieron algún pequeño error. Las luciérnagas zumbaban alrededor de las cabezas y la sangre había descendido por las estacas de madera y se había secado.
Se ordenó a los migrantes que bajaran de los camiones y se alinearan, y los sombríos eventos del primer punto de control comenzaron a repetirse: la caja de dinero, las palizas y la violación a las mujeres nigerianas.
Azeteng observó cómo las mujeres caminaban nuevamente hacia el desierto con media docena de hombres. Mientras los migrantes esperaban, el conductor del camión, que parecía tener unos 30 años y vestía el atuendo tradicional musulmán, y había compartido la cabina delantera con las mujeres, sacó un puñado de palos de un escondite debajo de la camioneta y lentamente hizo un fuego. Llenó una olla de metal con agua y vertió hojas de té.
El conductor removió la mezcla durante un rato, y cuando vio que traían a las mujeres de vuelta, sirvió el té y se sentaron los tres junto al fuego. Las caras de las mujeres se veían tan vacías, pensó Azeteng.
(Foto: Getty Images)
Condujeron toda la noche y la mañana siguiente, y pasaron más puestos de control rebeldes. En el cuarto y último, Azeteng fue golpeado en la pierna con un palo de metal tan fuerte que se desplomó en el suelo.
Los migrantes pasaron esa noche en la arena y las mujeres nigerianas fueron llevadas a una zona donde dormían los contrabandistas, protegidos por un dosel. Cuando Azeteng se despertó, un migrante senegalés que dormía a su lado, un hombre alto y delgado de unos 20 años, dijo que le dolía el brazo. Había una pequeña marca que había comenzado a hincharse. Los migrantes encontraron un escorpión cerca y lo aplastaron.
En el camión, el migrante senegalés se rascó la picadura y comenzó a quejarse de dolores en el pecho y de cabeza. Cada pocos minutos pedía agua y los migrantes le daban de sus botellas. Murió más tarde. Los contrabandistas lo envolvieron en una sábana blanca y lo enterraron en una tumba sin marcas en la arena.
Azeteng escribió en su diario. «En el desierto no hay amigos ni familia, y solo Dios es tu amigo. No hay agua, ni comida, ni árboles. El desierto se parece al mar, y el sol es insoportable».
In-Khalil se encuentra en la frontera de Mali y Argelia, un puesto de comercio fronterizo que comenzó a funcionar a principios de la década de 1990 como un depósito de armas y se convirtió en un emporio para todo tipo de comercio ilegal: cigarrillos, gasolina, drogas, seres humanos.
Sus edificios de adobe todavía están marcados por una batalla por su control en 2013 entre los rebeldes tuareg y las milicias árabes locales.
A Azeteng y al resto de los migrantes se les pidió que entregaran sus documentos de identificación, luego los llevaron a pequeñas habitaciones y se quedaron dentro. Sobrevivieron con galletas y agua, que siempre estaba caliente. La tarifa para cruzar a Argelia era de US$100.
Azeteng se ofreció a hacer tareas para los contrabandistas para estar cerca de ellos. Transportaba agua y los filmaba mientras llamaban a las familias de los inmigrantes para exigir transferencias de dinero.
Imágenes de los traficantes filmadas por Azeteng. (Foto: Grabación de Azeteng)
Imágenes de los traficantes filmadas por Azeteng. (Foto: Grabación de Azeteng)
Un generador alimentaba los cargadores que mantenían viva la colección de teléfonos, y los contrabandistas se reían y escuchaban música mientras exigían $100 a través de transferencias.
Azeteng anotaba los nombres, las fechas y los números de las cuentas bancarias. Estaba tomando un riesgo incomprensible.
Una semana después de su llegada, cuatro migrantes que no pudieron recaudar el dinero suficiente escaparon durante la noche, y caminaron 16 kilómetros hasta la primera ciudad en la frontera.
Los contrabandistas los persiguieron y los trajeron de vuelta: dos vivos, dos muertos. Los inmigrantes fueron sacados de sus habitaciones para ver a un contrabandista sacar los cuerpos de la parte trasera de una camioneta.
«Esto es lo que le sucede a quienquiera que intente huir», dijo el contrabandista.
«Nunca dejarás el desierto»
El diario de Azeteng se convirtió en un catálogo de sueños, arrepentimientos, horror y humor.
«El camino no es bueno», dijo Daniel, un migrante guineano que había viajado con él desde Gao. «Los rebeldes te piden dinero y si no lo tienes te atarán como a un perro peligroso y te pondrán al sol. Dios mío, Dios mío, Dios mío, esto es muy peligroso», dijo. «Si no puedes pagar el dinero, nunca abandonarás el desierto».
Azeteng pasó algo más de dos semanas en In-Khalil, hasta que una tarde salió a la calle, y estaba a punto de ponerse las gafas cuando llamó la atención de unos pocos contrabandistas ociosos, quienes lo llamaron.
Justo como lo había practicado, Azeteng sacó la pequeña tarjeta de memoria de sus lentes y se la puso discretamente en la boca. Un contrabandista le agarró las gafas, se las puso y se echó a reír. El pánico aumentó en Azeteng, que retrocedió, y en la oscuridad de una dependencia, con la puerta cerrada, pesó sus opciones. Mataron a migrantes que intentaron huir.
«¿Qué le harían a un espía migrante? Te atan como a un perro peligroso y te ponen al sol». Las palabras del migrante guineano resonaron en su cabeza. «Nunca dejarás el desierto».
Azeteng esperó en la dependencia hasta que cayó la noche y escuchó el sonido de los contrabandistas y sus AK-47 disparando al cielo. Sabía que tenía que escapar.
Antes de salir de la casa de huéspedes, movió su tarjeta de memoria de la mejilla y la tragó. Luego fue a su habitación para agarrar las pocas cosas que le quedaban: un diario, un pantalón y una camiseta, notas variadas y boletos de autobús, y una botella de un litro de agua. Después se arrastró por la arena.
Esa noche, su mente vagaba en la oscuridad. Escuchaba voces en su espalda, pero cuando se volvía solo veía arena. «¿Qué es esto?», pensó. «¿Son fantasmas? ¿Son las voces de los migrantes que han muerto en el desierto?».
Su temor se vio agravado por una creciente ansiedad por perder su filmación, un video que ahora estaba en su estómago. Tomó la botella de agua y la bebió de una sola vez. Luego metió sus dedos en su garganta hasta que vomitó la tarjeta de memoria, la cual limpió con su camiseta y la guardó en el bolsillo de su pantalón.
(Foto: Grabación de Azeteng)
Todo comenzaba a derrumbarse
La primera parada dentro de Argelia fue en Bordj Badji Mokhtar, a unos 15 km a través del desierto en línea recta, pero a 26 km si sigues la carretera que atraviesa la arena.
Azeteng caminó lentamente en lo que esperaba fuera la dirección a Bordj. No tenía agua y se detenía a menudo para descansar. Cuando salió el sol vio que los automóviles pasaban intermitentemente por la carretera.
Cuando pasó un camión del ejército argelino, pensó que se había salvado, pero solo pasó lo suficientemente lento como para que los soldados le arrojaran una botella de agua y se rieran mientras se alejaban.
Un segundo camión que transportaba hielo se detuvo y el conductor le dio hielo, pero no lo llevó. Un tercer camión se detuvo y el conductor le dio pan.
Por primera vez en su viaje, estaba convencido de que moriría. Finalmente, un cuarto camión se detuvo y un comerciante accedió a llevarlo a Bordj. Él no hablaba inglés y Azeteng no hablaba árabe. En silencio cabalgaron hacia el norte.
Azeteng había sostenido una fantasía de película: un migrante encubierto en una misión para documentar los crímenes de los contrabandistas. Pero cuando entró en Bordj, no tenía papeles, ni dinero, ni gafas espía, y la historia que se había contado a sí mismo comenzó a derrumbarse.
Unos días después de su llegada, los niños argelinos le lanzaban piedras y lo llamaban «migrante negro». Lloraba en la calle. Necesitaba trabajar en Bordj para mantenerse y empezó a hacerlo en el sector de la construcción.
(Foto: Grabación de Azeteng)
Un día, sentado en la calle, Azeteng vio a Sekou, un joven migrante guineano que conoció en El-Khalil. Sekou estaba cojeando y sangrando por la nariz y la boca. Había sido severamente golpeado por los traficantes en El-Khalil, dijo, y arrojado en el desierto a 8 km de Bordj.
Azeteng ayudó a Sekou a ir un hospital. Cuatro días después, Sekou estaba muerto. Algunos contrabandistas recogieron el cadáver y Azeteng los siguió hasta el cementerio de migrantes en las afueras de la ciudad.
Vio como sacaban el cuerpo de Sekou de una camioneta, envuelto en una sábana, y lo bajaron a una tumba poco profunda, cubriéndolo con arena, grava y ladrillos.
Adyacente al cementerio de migrantes había un cementerio para los ciudadanos argelinos, con parcelas ordenadas y lápidas. Los migrantes eran enterrados al azar y juntos, sin nada que señalase su lugar, más que una perturbación en la tierra. Azeteng comenzó a contar, primero uno por uno, luego en tandas, y en el momento en que se dio por vencido, había contado 700 tumbas.
Regresó al lugar donde habían quedado las pocas pertenencias de Sekou y tomó la identificación del hombre muerto. En la foto, Sekou tenía el cabello muy corto y una cara afilada y hermosa. Azeteng guardó la tarjeta de identificación en el bolsillo. Necesitaba seguir moviéndose.
«Si te ven filmando, te matarán»
Era principios de junio, y los traficantes dijeron que habría automóviles que saldrían en cinco días hacia Argel, un viaje de tres días y 1.500 kilómetros a través de un tramo árido del Sahara, que en pleno verano se encuentra entre los lugares más calurosos de la tierra.
Azeteng fue a un cibercafé, copió sus tarjetas de memoria en una computadora y se envió por correo electrónico las imágenes. Luego borró los archivos del disco duro, como había visto en películas, y se preparó para irse.
En la época en que Azeteng cruzaba Argelia, el país estaba iniciando una agresiva nueva política de deportaciones que condujo al abandono de miles de personas en el desierto. Según Human Rights Watch, hombres, mujeres y niños pequeños fueron obligados, algunos a punta de pistola, a caminar hasta 30 km bajo el calor hasta llegar a la ciudad más cercana.
Ibrahim Musah, un migrante ghanés que siguió la misma ruta que Azeteng cinco meses antes, me dijo que fue trasladado directamente a un sitio de construcción dirigido por turcos en Argel para registrarse, y luego a un complejo donde los inmigrantes de África Occidental dormían en catres en cabañas temporales, donde conoció a Azeteng un día de junio, y se convirtió en la primera persona en su travesía a la que este le contó sobre su filmación secreta.
«Estaba haciendo algo bueno», me dijo Ibrahim. «Pero si los contrabandistas te ven filmando, te matarán», afirmó. Ambos se hicieron amigos.
Ibrahim partió de Ghana casi sin dinero y fue sometido a niveles de penuria y brutalidad que Azeteng había pagado para evitar. Cuando escuchó que los argelinos estaban botando inmigrantes en el desierto, se dirigió a un campamento de la ONU en Níger y fue repatriado a Ghana.
Azeteng abandonó el sitio de construcción y pasó algunas noches en las calles de Argel, luego hizo algo que nunca pensó que haría: mendigar. Normalmente era ignorado, hasta que se acercó a un estudiante de derecho argelino de 21 años llamado Houssem, quien se convirtió en la segunda persona a la que Azeteng le contó en su travesía sobre sus gafas secretas.
«Siempre recuerdo su rostro, estaba mal», me dijo Houssem. «Estaba cansado y confundido».
Houssem llevó a Azeteng a su casa y luego a una parada de autobús, le dio 35.000 dinares (unos US$280) para el viaje de regreso Ghana. Le dijo que se mantuviera en contacto y nunca le pidió devolver el dinero. «Hice lo que mi corazón me dijo que hiciera», dijo Houssem.
Azeteng subió al autobús y comenzó el largo viaje a casa, a través de Mali y Burkina Faso, mediante rutas de contrabando y viajes de autobús ordinarios, y en las primeras horas del 2 de julio pasó la frontera de Ghana e hizo la señal de la cruz.
No fue en vano
Neil Abbott es el único oficial de la Agencia británica contra el Crimen (NCA, por sus siglas en inglés) en Accra. Su trabajo es ayudar a las agencias locales de aplicación de la ley a combatir los principales delitos, como el tráfico de drogas, la esclavitud moderna y la trata de personas.
En agosto de 2017, Abbott estaba en una conferencia en la capital de Ghana cuando un empleado le contó sobre un paquete que había aparecido en su oficina de correo, una historia loca sobre un migrante espía.
De vuelta en las oficinas de la NCA, Abbott fue a la sala de correo y encontró un sobre de papel marrón, entregado en mano. «Eran grabaciones encubiertas, fotografías, entrevistas con posibles delincuentes y posibles víctimas», me dijo Abbott.
«Recolectó toda esta información, boletos de autobús, itinerario de viaje… Tenía panfletos sobre agencias y depósitos de transporte, anotó números de teléfono, nombres, números de cuentas bancarias…»
Después de regresar a Ghana, Azeteng compiló copias de sus pruebas en paquetes y las entregó en varias oficinas de la ONU y en las embajadas de Reino Unido, Estados Unidos. Luego esperó, y casi había perdido la esperanza cuando recibió dos llamadas en una semana, una de los británicos y otra de los estadounidenses.
Al final de su largo viaje, Azeteng se encontró, para su sorpresa, en un recinto seguro dentro de la Alta Comisión británica, en una calle arbolada en una zona de lujo de Accra, contando su historia a la Agencia Nacional contra el Crimen de Reino Unido.
Abbott y un colega interrogaron a Azeteng durante tres semanas, revisando cuidadosamente su historia y evidencias físicas. Azeteng resolvió emocionadamente cada pregunta con detalle tras detalle. Dibujó mapas y entregó nombres, ubicaciones y números de placas.
Luego, tres meses después, en febrero de 2018, Azeteng recibió una llamada para pedirle que regresara a las oficinas de la NCA. Le dijeron que parte de sus pruebas habían sido enviadas a la policía en Mali y utilizadas en operaciones en Gao que resultaron en el arresto de presuntos traficantes de personas.
«No puedo decir quiénes son esas personas, sus detalles específicos, porque hay investigaciones en curso y no queremos perjudicar ningún proceso judicial que pueda ocurrir en el futuro», me dijo Abbott. «Sin embargo, se tomaron medidas proactivas en países como Mali que dieron resultados positivos para ese país».
Ese lenguaje técnico enmascaraba algo que lo había significado todo para Azeteng: su viaje no había sido en vano. Se había arriesgado y había contribuido de alguna manera a combatir los crímenes contra los migrantes. Estaba eufórico. Pero Abbott también le dijo que su viaje había sido imprudente, y que podría haber perdido su vida.
Visité a Azeteng en febrero, en su casa en una pequeña ciudad a las afueras de Accra, donde vive en una habitación individual en una choza de piedra y arcilla. El lugar se encuentra en un asentamiento similar a un barrio marginal construido a lo largo de una vía que atraviesa la ciudad.
En una caja en la esquina de la habitación, Azeteng guarda todas las pruebas y piezas que recogió en su viaje: boletos de autobús, fotos, tarjetas de memoria y más. Un objeto todavía le molesta, y lo saca de vez en cuando para mirarlo.
Cuando Azeteng regresó a Ghana, fue a la embajada de Guinea y les dijo que necesitaba ayuda para encontrar a la familia de un hombre guineano que había muerto en el desierto. «Tengo su tarjeta de identificación», le dijo al asistente del embajador. «Nombre: Sekou. Sexo masculino. Nacionalidad: guineana. Profesión: Comerciante. Año de nacimiento: 1996». Azeteng esperó tres horas, hasta que el asistente le dijo que la embajada no podía ayudarlo y lo acompañó a la salida.
Le pregunté, en primer lugar, por qué había tomó la identificación de Sekou. «Era el hijo de alguien, el hermano de alguien, quién sabe, tal vez incluso el padre de alguien», dijo. «Me pregunté, ¿cómo sabrá su familia que está muerto? Así que estoy haciendo todo lo posible para que la familia esté al tanto».
Me contó su historia con cuidado y con meticuloso detalle, hasta que, varias veces, rompió a llorar. «Lo que he visto con mis ojos no es fácil», dijo. De las decenas de miles de personas que mueren en el viaje, la mayoría de las historias nunca se conocerán completamente, ni siquiera sus familias.
A medida que caía el sol, caminamos hasta una iglesia para la misa de la noche, dirigida por el mismo sacerdote en el que había confiado antes de irse. Había un cielo perfectamente claro.
«Cuando caminaba solo en el desierto, podía ver la luna así», dijo en voz baja. «Vi un avión en lo alto y sus luces parpadeaban, y recé para que cayera, me recogiera y me rescatara».
Le pregunté qué le diría a alguien que esté considerando el viaje a Europa. «Nunca encontrarás pastos más verdes en el desierto», dijo.
Azeteng estaba ahorrando de nuevo, dijo, pero esta vez para estudiar periodismo. En su bolsillo estaban sus nuevas gafas secretas. En su bolsa estaba la identificación de Sekou.