Todavía es de noche cuando un tren llega a una estación en el centro de Ucrania y trabajadores humanitarios se agolpan expectantes alrededor de uno de los vagones.
Cuando se abren las puertas se ve a una niña pequeña.
Las manos de los trabajadores se extienden para ayudarla a bajar mientras su madre la sigue, pasando con cuidado a su bebé en una pequeña cesta de color rosa a los ayudantes.
Son los refugiados de guerra más recientes de Ucrania.
La semana pasada, las autoridades ordenaron la evacuación forzosa de niños de 31 ciudades y pueblos cercanos a la línea del frente.
Este tren transportó a varias familias desde la región de Donetsk a una relativa seguridad más al oeste. No podemos nombrar la ubicación exacta por razones de seguridad.
Las órdenes, que se emiten siempre que las condiciones se consideran demasiado peligrosas, se dieron a conocer luego de que Rusia reanudara sus ataques en partes de la región de Donetsk y se intensificaran los combates en la región de Jersón.
Ubicada en el sureste del país, en la zona del Donbás, Donestsk ha estado en el centro del conflicto entre Ucrania y Rusia desde 2014, cuando grupos prorrusos tomaron el control de esa región y la declararon independiente de Kyiv.
Jersón, por su parte, alberga la única ciudad importante que Moscú logró conquistar desde que lanzó su invasión en febrero de 2022, de la que luego tuvo que retirarse en noviembre del mismo año. Es una región clave para el acceso a la península de Crimea.
Mientras los voluntarios descargan bolsas, cajas y maletas, otros acompañan a los recién llegados, desconcertados y exhaustos, hacia el calor de la estación.
Hay tres adolescentes sentadas en bancos, que muestran en su rostro su perplejidad y consternación. Puede escucharse el maullido de un gato en una canasta a los pies de una de las jóvenes.
«La última vez que un proyectil impactó en nuestra casa fue la décima», nos cuenta su madre.
Liliya Mykhailik dice que la familia se mudó a un apartamento en el mismo pueblo, pero como las líneas de comunicación se interrumpieron debido a los ataques, la educación en línea de sus hijas se volvió imposible.
Su marido se quedó en el pueblo con su padre y su madre, quienes se negaron a irse.
Liliya dice que no está segura del futuro de su familia: «Viajamos hasta aquí a ciegas».
Los «ángeles blancos»
Mientras la familia espera el autobús que la llevará a su nuevo alojamiento, los trabajadores humanitarios reparten café y los funcionarios estatales dinero en efectivo.
Además del transporte gratuito a un lugar seguro, Ucrania inicialmente da dinero a todos los evacuados forzados (alrededor de US$55 por adulto y US$85 por cada niño o cada adulto vulnerable) y un lugar donde vivir.
Se espera que los adultos, eventualmente, trabajen.
Nadie lo dice, pero todos aquí saben que es posible que nunca vuelvan a ver sus hogares.
Y es por ello que, a pesar del peligro y las dificultades diarias, algunos no quisieron irse.
Depende de personas como Pavlo Dyachenko persuadirlos.
Él es uno de los llamados “Ángeles Blancos”, una unidad especial de policía responsable de hacer ingresar ayuda humanitaria y sacar a la gente de los lugares más peligrosos de Ucrania.
«Todo tiene que hacerse muy rápido», afirma Dyachenko. «El peligro siempre está ahí porque los rusos no dejan de bombardear».
Llevar a las familias con niños a un lugar seguro presenta un desafío particular. Cada equipo lleva juguetes en el coche.
«Alguien tiene que hablar con los niños todo el tiempo, distraerlos de los peligros en la carretera o de otros momentos estresantes», afirma.
Si bien millones de ucranianos han huido de la guerra al extranjero, el gobierno de Kyiv estima que hay casi cinco millones de desplazados internos en el país. Los evacuados forzosos son acogidos por comunidades de toda Ucrania.
Nos encontramos con varias familias que fueron alojadas en una antigua escuela.
El sonido de una grabación flota por el pasillo mientras Varvara, de 10 años, se sienta frente a una computadora portátil en lo que alguna vez fue un salón de clase.
La niña está tomando una lección en línea en la escuela a la que ya no puede asistir físicamente.
Varvara llegó aquí con su madre Iryna y su abuela Svitlana desde la localidad de Kostyantynivka, en la región de Donetsk, donde los bombardeos las habían obligado a vivir en un sótano.
En su nuevo alojamiento comparten baño y cocina con los demás residentes.
«Me gusta mucho estar aquí», dice Iryna, y Svitlana está de acuerdo. Pero las lágrimas comienzan a correr por los rostros de ambas mujeres.
«Queremos volver a casa. Queremos que todo esto termine», dicen.
Varvara observa mientras su madre y su abuela lloran, sin sorprenderse por su dolor.
Los niños refugiados de Ucrania están lejos de la línea del frente. Pero sus vidas siguen estando marcadas por el conflicto.
Reportería adicional de Hanna Tsyba
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