Son las 6:00 pm de un miércoles y Luz Curin, una paramédico de 37 años de edad, está haciendo la compra con su hijo de tres años de edad, que —metido en el carrito de mercado— salta, juega y muerde un dinosaurio de juguete.
El niño, de ojos grandes y mirada intimidante, también le da vueltas a un paquete de galletas de chocolate que espera comerse una vez paguen y salgan de este gigante supermercado en San Miguel, un barrio de clase media de Santiago de Chile.
En un alargado pasillo lleno de cereales y golosinas, Carin explica que no tiene otra opción que comprar y darle a su hijo esta «comida chatarra».
«El niño me lo pide porque es lo que le dan en el colegio en ocasiones especiales y si no se lo doy se pone loco y arranca a llorar», explica, con el dejo del cansancio de fin de jornada laboral.
Curin —preocupada pero resignada por la obesidad de su hijo— cree que «todos vamos a terminar con enfermedades renales, con diabetes y con tensión alta» a cuenta de lo que comemos.
«Pero no le veo solución», concluye.
En Chile, sin embargo, hace un par de años se está ensayando una posible solución para este problema —para muchos «epidemia»— que afecta a un tercio de la población mundial: la obesidad.
Se trata de una polémica ley de etiquetado aprobada en 2016 que ha sido celebrada por el mundo de la nutrición y pone sellos negros, grandes y feos a los alimentos que superan ciertos niveles de azúcar, grasa y sodio. «ALTO EN», informan los logos.
«La verdad es que intentamos no comprar los alimentos con sello, pero es difícil», afirma Curin.
De manera gradual, la ley la ha impuesto a las empresas de alimentos reglas cada vez más severas sobre la publicidad dirigida a niños, la información de los ingredientes y el expendio en escuelas del país.
El miércoles 27 de junio, cuando se cumplieron dos años de la entrada en vigor de la ley, hubo nuevo corte, por lo que más productos tendrán que poner el famoso sello en sus paquetes.
Así se ven ahora las cajas de alimentos procesados: sin animalito y con sellos
Primeros puestos en obesidad
Chile es uno de los países con los más altos índices de obesidad de América Latina, según varios estudios.
El año pasado, la Organización Mundial de la Salud reportó que 63% de la población adulta tiene sobrepeso, una tasa que se reduce 50% en niños de seis o menos años de edad.
Según la OMS, Chile es, después de México, el país que más consume alimentos procesados en la región, con un promedio anual de 201 kilos por persona.
Para revertir esta tendencia el senador Guido Girardi —graduado en medicina— se propuso aprobar esta ley en contra de la voluntad de las empresas de alimentos, un proceso que le tomó una década, protestas en las calles y fuertes peleas con medios, políticos y ciudadanos.
Guido Girardi es uno de los senadores más polémicos de Chile. Unos lo consideran un «animal político», otros un «mezquino». Él lo atribuye a «una carrera dedicada a pisar callos»
«Lo que nosotros queremos es que la industria venda alimentos y no basura», me dice en su oficina del Congreso, mientras toma una caja de cereal y la muestra.
El senador señala la ficha de información nutricional del producto y me pregunta: «¿Tú qué entiendes de esto».
«Nada», le contesto. Y luego explica: «Eso es lo que buscan, que la información de lo que es este producto sea tan confusa que tú no la puedas entender».
«La gente no es obesa porque sí, sino porque ha habido publicidad engañosa, porque especialistas en neurointeligencia han manipulado a las personas para que cambien sus modelos de alimentación tradicional», me dice.
Le cuento el caso de Curin, la paramédico que no tiene tiempo de cocinar y se ve obligada a comprar productos industriales.
«Y tiene razón —responde—, porque parte de la educación que nosotros tenemos que hacer es reconstruir la cultura de cocinar».
Así, como en la gran mayoría de países, eran las cajas de cereales antes en Chile: con muñecos que según sus críticos apelaban a conquistar el estómago de los niños (Foto: AFP)
«La gente hoy no consume productos, sino un estilo de vida, un estilo americano que nos separó de nuestras tradiciones».
Pero además de educar, que lleva tiempo y es complicado, Girardi acude a las políticas públicas: «Con eso se puede presionar a través del mercado para que se consuma de manera más saludable».
«El azúcar es el tabaco del siglo XXI», concluye, en referencia a que —»tarde o temprano»— habrá más impuestos, conciencia y disgusto sobre los alimentos procesados.
Proyectos como la Ley de Etiquetado se han intentado promover en Colombia, Estados Unidos y México, pero el lobby de las empresas de alimentos ha logrado detenerlas con presión política y argumentos sobre el impacto real de una ley en la cultura alimenticia.
¿Funciona?
«Nosotros compartimos plenamente los objetivos de esta ley», me dice Rodrigo Álvarez, presidente de la cámara que reúne a las empresas alimentarias, AB Chile.
«Creemos que hay un problema de obesidad, que hay que promover formas de vida saludables y que hay elementos de le Ley de Etiquetado, como los quioscos de vida saludable, que son positivos».
Sin embargo, el empresariado cuestiona que se están aplicando las mismas mediciones, sellos y criterios para productos disímiles, no solo por sus ingredientes, sino incluso por su condición de líquido o sólido.
Chile está entre los países con mayor obesidad de la región y es el segundo que más alimentos procesados consume
«Nosotros hemos visto, con estudios, que estos productos solo son 30% de la dieta de la gente, y que hay productos tradicionales igual de perjudiciales que no son etiquetados», asegura.
Un ejemplo puede ser la sopaipilla, un pan tradicional que es frito, tiene azúcar y se come a diario en el Cono Sur.
«A eso me refiero —dice Álvarez—; no se puede demonizar un producto que cumple las normas sanitarias cuando hay muchos otros que se consumen en peores condiciones».
«El problema no es necesariamente la cantidad de azúcar que tenga cada producto; es el tamaño y la cantidad de las porciones y por eso nosotros proponemos un abordaje más explicativo de la norma para que la gente modifique sus hábitos alimenticios», concluye Álvarez.
Qué dicen los estudios
Ni Girardi ni AB Chile tienen claro si la ley ha funcionado, porque los estudios al respecto no se han terminado.
Aunque diferentes encuestas realizadas durante el primer año muestran que la mayoría de chilenos —entre 50 y 70%— aprueban la ley y dicen haber modificado sus hábitos, el impacto concreto toma tiempo de medir.
Camila Colvarán, una de las investigadoras de la Universidad de Chile en proceso de examinar la legislación, asegura que «hemos visto, por ejemplo, que la industria cumplió en poner los sellos y que la gente entiende los logos y lo vinculan a más o menos salud, en especial cuando se compra un producto nuevo».
Tres niños escogen un jugo. Analizan cuál tiene más o menos azúcar. No escogen el más saludable, pero tampoco el más dañino
«También encontramos, a través de focus groups, que los niños les dicen a las mamás que no les compren productos con sellos porque no les dejan llevarlos al colegio; y que la compra de alimentos con sellos, como cereales y bebidas azucaradas, han bajado».
Esto último es corroborado por Álvarez: «Nosotros nunca aludimos al tema económico del impacto, pero si me haces la pregunta, ha habido un costo importante en términos del cambio de la estructura de costos».
«Aunque fue solo en un principio, hubo una caídas de ventas», añade.
«Cambió mis hábitos»
Pero la pregunta de si la gente está más o menos gorda después de la ley no tiene respuesta. Según el ministerio de Salud, eso se sabrá en 8 o 10 años.
Ni industria ni legisladores niegan que prácticamente ningún chileno se ha quedado al margen del revuelo que generó esta ley.
De vuelta a un supermercado de Santiago, esta vez en el barrio de Nathaniel, varias familias con niños a bordo del carrito dicen tener conocimiento de los sellos, pero que no necesariamente los tienen en cuenta.
Leonor López, una niña de 10 años, me explica —con el aval de su madre— qué significan los logos y por qué no le gustan los productos que los tienen.
Felipe Neira dice que los sellos le facilitaron el proceso de escoger los alimentos. «Esto es lo que comemos ahora», dice, entre risas, en referencia a las zanahorias
«Es que tienen mucha grasa, guácala», dice. Pero no es solo por los sellos: «Las compañeras de media (secundaria) venden unos suflés llenos de grasa y tampoco me gustan».
Y Felipe Neira, un ingeniero de 44 años que mercaba junto a su esposa y su hijo, afirma que le «facilitaron el proceso de escoger lo que como».
«Yo antes miraba la tablita, pero ahora es mucho más fácil saber qué quiero y que no», asegura.
«Primero está el bolsillo, ojo, esa es la prioridad, pero ya después está lo sano y por último si te gusta», dice entre risas, mientras su hijo corre por los pasillos con una espada en la mano.
«Mira, esto es lo que compramos ahora», me dice. Es una bolsa de zanahorias.