Ambos nacieron en 1902 y fueron fusilados en 1939. Las fechas están inscritas en lápidas inexistentes, lápidas que les fueron negadas cuando arrojaron sus cuerpos a la fosa común. Las sentencias no fueron solo de muerte, también de olvido. Pero sus verdugos fracasaron. Hoy sus nietas los nombran y recuerdan.
Manuel Mateo López y Facundo Navacerrada Perdiguero eran jornaleros pobres, hombres de familia y ciudadanos involucrados en la vida pública de su comunidad.
En 1936, tras el golpe de estado del 18 de julio, el llamado a defender la República los colocó en posiciones de liderazgo sindical y municipal en el pueblo de San Sebastián de los Reyes, 18 kilómetros al norte de Madrid.
Manuel era alcalde cuando la aviación nazi bombardeó Colmenar Viejo, un pueblo vecino. En respuesta, Manuel mandó a construir refugios para proteger a los sobrevivientes y les garantizó alimentación y abrigo.
Facundo fue teniente alcalde del mismo concejo municipal. Juntos, le cerraron el paso al hambre y la enfermedad, males subsidiarios de la guerra, y solucionaron los problemas de abastecimiento que enfrentaba el pueblo.
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Ambos sirvieron en el frente por la defensa de Madrid.
En medio de las explosiones, la sangre y la traición, Manuel y Facundo imaginaron e hicieron realidad maneras alternativas de organizar la vida.
Al parecer, ese fue su crimen.
En 1939, cuando los golpistas triunfaron, Manuel y Facundo fueron condenados a muerte. Los trasladaron a Colmenar Viejo.
El improvisado tribunal que los encontró culpables recurrió a denuncias espurias de vecinos que buscaban congraciarse con el nuevo régimen.
Facundo fue fusilado el 24 de mayo; Manuel, el 22 de octubre.
Sus cuerpos, junto con los de otras 106 víctimas, fueron enterrados en una fosa común en el cementerio de Colmenar Viejo.
84 años después, escucho esta historia en boca de Esther Mateo Cabrero y Gema López Navacerrada, nietas de Manuel y Facundo.
A Gema y Esther las mueve un objetivo concreto: remover la tierra para recuperar los huesos de sus abuelos.
«Por eso estamos aquí», dice Esther, «para dignificar la memoria de los nuestros, porque no fueron perros, sino personas que tenían un pasado, unos padres, unos hijos. Y ahora estamos aquí sus nietos».
Vine a Sebastián de los Reyes para reunirme con Gema y Esther, pero también con Luis Pérez Lara y Carmen Carreras Béjar, presidente y secretaria de la Asociación Comisión de la Verdad de San Sebastián de los Reyes (ACVSSR), quienes impulsan el proyecto de exhumación en el cementerio de Colmenar Viejo.
Nos encontramos en el centro cultural Blas de Otero, un espacio empeñado en propiciar el encuentro comunitario en tiempos de ensimismamiento digital.
Luis me da la bienvenida con una sonrisa hospitalaria. Ese hombre que ha visto de frente el horror no escatima sonrisas. Varias veces, quizá demasiadas, exclamo que no lo puedo creer cuando me dice que tiene 87 años.
La espalda erguida, la mano fuerte, la palabra resuelta me muestran a una persona por lo menos veinte años menor. Si Luis fuera distante y parco, si decidiera enfrentar la vida con una mueca amarga, nadie podría juzgarlo. Pero en cambio sonríe.
¿De dónde viene esa sonrisa? ¿De haber dado con la fórmula para convertir el sufrimiento en el combustible que le permite seguir creyendo que la justicia es posible?
«Se oye con mucha frecuencia», dice Luis, «que lo que aquí ocurrió fue una guerra y que hubo dos bandos que cometieron barbaridades. Yo digo que eso es mentira.
Aquí lo que hubo fue un golpe de Estado que trató de destruir la República y esta, que no era un ‘bando’, sino un gobierno elegido democráticamente, se defendió. Mis padres eran comunistas los dos y se fueron al frente a defender la República.
A mí, de tres mesesitos, me dejaron al cuidado de mis abuelos. Durante tres años fui el hijo de unos héroes.
Se acaban los tres años, triunfan los golpistas, y de un día a otro me convierto en el hijo de unos rojos asesinos, hijos de puta. Mi padre salió al exilio. A los 21 años, viajo a Francia a conocerlo.
Descubro un país que no se parece en nada al mío. En el mío las cárceles están llenas de opositores y todavía se ordenan fusilamientos. En ese momento me integro a la lucha clandestina.
En el año 68 me capturan y me sentencian a 13 años de cárcel. Para justificar la sentencia, la policía argumenta que se me encontraron octavillas que llamaban a los trabajadores a luchar por la democracia. Ese era mi delito.
Fui torturado por el equipo policial de Billy ‘El Niño’. Yo pasé por sus desgraciadas manos».
Carmen, secretaria y vocera de la ACVSSR, tiene la mirada escrutadora y le interesa que todo cuanto diga esté fundamentado.
Su formación científica no le impide, sin embargo, emocionarse y me muestra sin reparos el brazo escalofriado cuando la conmueve algún episodio del relato que está comenzando a contarme.
«Este país nos ha mantenido con mentiras durante 40 años de franquismo y muchos de democracia. Yo me crie sin saber nada de esto. Apenas lo descubrí cuando fui a la universidad».
A mí me ocurrió lo mismo, le digo. No fue sino hasta que fui a la universidad que comprendí las dimensiones del horror que se había vivido en Guatemala, de donde vengo.
En Guatemala también se interrumpió un proceso democrático con la excusa de defender al país del comunismo.
En Guatemala, también, familiares de víctimas masacradas por el ejército continúan cavando agujeros en la tierra con la esperanza de encontrar los restos de sus parientes.
«Para llevar adelante este proyecto», dice Carmen, «nos enfrentamos al problema de que nosotros éramos una asociación local de San Sebastián de los Reyes y la exhumación había que hacerla en otro municipio».
La Asociación, sin embargo, consiguió que su ayuntamiento se pusiera de acuerdo con los alcaldes de los otros siete ayuntamientos, para presentar un proyecto al gobierno, amparado por la recién aprobada Ley de Memoria Democrática.
«Nuestra asociación», enfatiza Carmen, «se tiene que sentir orgullosa de que alcaldes del PP, del PSOE, de Ciudadanos e Independientes, se hayan puesto de acuerdo y dijeran que sí al proyecto. Hay cosas que simplemente superan los criterios partidistas».
En asocio con la Sociedad de Ciencias Aranzadi, el proyecto comenzó en 2022 y a la fecha se han recuperado más de la mitad de los restos de los 108 fusilados.
Sin embargo, hasta que finalice el proceso, la Unidad de Antropología Física de la Universidad Complutense de Madrid y el laboratorio BIOMICS, de la Universidad del País Vasco, no podrán analizar las muestras de ADN para determinar cuáles restos pertenecen a Facundo Navacerrada y cuáles a Manuel Mateo.
Para los mayas, pueblo originario del país de donde vengo, los abuelos y las abuelas son quienes nos revelan lo que somos, nos proveen de un lugar en el mundo y nos consuelan frente al misterio cíclico de la vida y la muerte.
Nos plantan como a ceibas en la tierra y en el tiempo.
Tengo en mis manos dos folletos editados por la Asociación que honran la memoria de Facundo y Manuel. Las cubiertas muestran los retratos de ambos en blanco y negro: hombres jóvenes que miran a la cámara con orgullo.
Pienso primero que me está traicionando la imaginación, pero después de un par de ojeadas lo confirmo: Gema se parece mucho a Facundo, Esther se parece mucho a Manuel.
La genética ha conseguido hacerle un doblez al tiempo y los dos hombres parecen reunirse de nuevo a través de los genes de sus nietas.
En ese momento, Gema está hablando de su madre, Benita Navacerrada, que se ha convertido en símbolo de la lucha contra el olvido y representante de una generación para quienes la reivindicación de la memoria y la justicia parece haber llegado demasiado tarde.
A sus 91 años, Benita Navacerrada sigue en pie y en ella se reúnen las aspiraciones de miles de hombres y mujeres que murieron sin saber dónde estaban enterrados sus padres.
Gema dice que su madre se acuerda de todo.
«Lo cual», precisa, «es bueno y malo porque se pasa todo el día pensando en ello».
Hay un recuerdo que a Benita le causa especial sufrimiento: en San Sebastián de los Reyes todo el mundo decía que a Facundo no lo fusilaron, sino lo quemaron.
«De hecho, mi madre sabe quién llevó la gasolina. Y ese señor, con el que ella se vio forzada a convivir en un pueblo de 1.500 habitantes, pasó de ser un pobrecito a que le regalaran una finca».
Las lágrimas asoman en los ojos de Gema.
«Si es verdad que lo quemaron», continúa, «reconozco que no aparecerá y para mi madre eso va a ser muy duro. Ella dice que lo entiende, pero cuando empecemos a entregar los restos a los familiares y ella no tenga los de su padre…».
«Eso no lo sabemos», interrumpe Carmen, «yo espero que no sea cierto».
Con gran sabiduría y sensibilidad simbólica, necesarias para comprender los mecanismos sutiles del duelo, durante la primera excavación surgió la idea de recoger montoncitos de tierra de la fosa y colocarlos en pequeños saquitos de cuero para entregar a los familiares.
Benita Navacerrada recibió uno y lo apretó contra su pecho.
A Esther le hubiera gustado que su padre, hijo de Manuel, viera lo que ella está viendo, que protagonizara junto a Benita esta historia.
«Mi padre nunca lo superó. Siempre lo llevó muy mal. Desgraciadamente, murió joven, con 69 años. Por eso me da tanta alegría ver a Benita, que ella sí ha podido ver los homenajes que se han hecho a su padre, el poder estar allí en la fosa. Yo veo a Benita… Y veo a mi padre».
Esther llora y sujeta con fuerza la mano de Gema, que llora también. Se miran a los ojos, como si encontraran, la una en la mirada de la otra, respuestas a preguntas esenciales: ¿qué harán cuando reciban los restos de sus abuelos, cuando se vacíe la tierra que ocupan?
¿Cuánto cambiarán sus vidas cuando termine la búsqueda y el duelo encuentre algún alivio? ¿Cómo será el día después de la justicia?
* Esta crónica se publicó originalmente en el sitio de Centroamérica Cuenta, y es parte de un proyecto de relatos realizados en los países en que se realiza el festival itinerante.
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