Inicialmente, Claudia* no había pedido dinero a cambio de su hija adolescente cuando esta decidió casarse. Pero al verla tan delgada y desmejorada poco después de la boda, pensó que “venderla” haría que el marido de la joven y su familia con quienes vive “la valoraran más”.
Aunque esta negociación suele hacerse antes de la boda y no después, Claudia habló entonces con los padres de su yerno y recibió de ellos 100.000 pesos mexicanos (unos US$6.000) por su hija.
“Si la hubiéramos regalado, la habrían echado de la casa a la primera y le habrían dicho que no vale nada por no haber pagado por ella”, dice convencida esta madre que, con solo 35 años, ya tiene cinco hijos y cinco hijas.
Con el mayor de los varones vivió esta práctica a la inversa. Cuando él se casó, tuvieron que pagar a los padres de la novia 180.000 pesos (casi US$11.000). “Si no, la familia de ella lo habría discriminado y preguntado por qué no pagaba, si es que era pobre… Así es la costumbre aquí”, cuenta.
Podría pensarse que la venta de niñas y adolescentes para casarse solo ocurre en casos aislados y países lejanos. Pero el “aquí” al que se refiere Claudia es La Montaña de Guerrero, una región en el sur de México donde pueblos indígenas realizan esta práctica desde hace muchísimos años en base a sus usos y costumbres.
La Montaña sobrevive como puede a una asfixiante extrema pobreza y a la falta de oportunidades. Claudia, de hecho, tuvo que pedir prestado y viajar con parte de su familia al norte de México para trabajar en el campo durante varios meses para pagar la cantidad que pedían los suegros de su hijo.
Estas ventas para el matrimonio afectan principalmente a adolescentes, pero se han registrado casos de incluso niñas de 9 y 10 años. Sin embargo, en algunas comunidades las cosas comienzan a cambiar y las jóvenes empiezan a poder decidir sobre su propio futuro.
Hasta US$18.000
Llegar hasta Itia Zuti, la comunidad del municipio de Metlatónoc en la que vive Claudia, no es tarea fácil.
Son unas 7 horas de viaje en auto desde Chilpancingo, la capital de Guerrero, por una carretera llena de curvas que rompe las majestuosas montañas y en la que se recorren decenas de kilómetros sin ver ni un alma.
Para una persona foránea, ingresar a la comunidad tampoco es sencillo sin tratar antes con las autoridades locales. Y mucho menos para hablar de un tema, el de la venta de niñas y adolescentes, que resulta complejo e incómodo para muchos habitantes, que principalmente se comunican en lengua mixteca.
Bien lo sabe Benito Mendoza, facilitador de los talleres y charlas sobre derechos de las mujeres que la ONG Yo Quiero, Yo puedo lleva impartiendo en la zona desde 2015 con la finalidad, entre otras, de erradicar esta práctica y el matrimonio infantil forzado.
“Estábamos dando una charla en una escuela y cuando un adulto escuchó a una niña decir que tenía derecho de elegir libremente con quién casarse, se alborotaron y nos ‘invitaron a salir’ de la comunidad”, recuerda de estos talleres donde muchos vecinos llegan sin ser en absoluto conscientes de que esta práctica vulnera los derechos de las mujeres.
Tradicionalmente, muchas niñas eran vendidas a hombres mayores, en ocasiones incluso desconocidos, para quienes acaban desempeñando labores domésticas a cambio de una cantidad para su familia que puede oscilar entre los US$1.200 y los US$18.000.
Cuanto más joven es la niña, mayor suele ser el pago. Al ser vendidas, generalmente ingresan a un hogar en el que no tendrán ninguna independencia económica al no poder estudiar ni trabajar.
Hoy, algunos jóvenes sí se conocen previamente —en muchos casos, a través del débil y caro internet que llega a la comunidad— y están de acuerdo en casarse, pero sus padres continúan por lo general negociando un acuerdo económico.
“Con la llegada del crimen organizado, incluso personas de fuera de la comunidad llegaron a comprar niñas. Entonces ellas salen de su entorno y se les pierde la pista, lo que puede hacerlas terminar en otros fenómenos como trata de mujeres, explotación infantil, violencia física o sexual…”, alerta Karina Estrada, psicóloga y trabajadora social de Yo Quiero, Yo Puedo.
La venta es vista como un salvavidas económico para muchas familias que viven sumidas en la pobreza y subsisten con el cultivo para autoconsumo de maíz, frijol o plátano. No son pocos quienes optan por migrar al norte de México y Estados Unidos ante la total ausencia de oportunidades de trabajo en el pueblo.
El municipio de Metlatónoc, de hecho, fue durante años el más pobre de México. Hoy, el 97,7% de su población vive en la pobreza (el 67,8% en pobreza extrema) dentro de un estado, Guerrero, que también es uno de los más pobres del país y que, durante décadas, fue una de las principales zonas de cultivo de la amapola con la que se produce heroína.
En los últimos años, sin embargo, el precio de esta flor cayó en picado tras la llegada del fentanilo, un opioide sintético, al mercado de drogas estadounidense. Comunidades que sobrevivían de cultivar amapola vieron cómo se esfumaba su principal y casi única fuente de ingresos.
Pero además de la falta de recursos económicos, otro de los factores que perpetúan esta práctica en la región son los estereotipos de género sobre las mujeres.
“No se concibe que la mujer pueda hacer algo más allá de reproducirse o cuidar del hogar. Cuando se decide quién va a la escuela, los padres mandan sobre todo a los niños”, subraya Georgina García, psicóloga también de Yo Quiero, Yo Puedo.
Por estas creencias tan arraigadas, las propias jóvenes llegan a normalizar su venta al relacionar su propio valor con la cantidad que se paga por ellas. Incluso se han registrado casos de mujeres que regalan a sus hijos varones, al no poder sacar beneficio económico de ellos con su venta.
García recuerda cómo una mujer le llegó a decir que “si se eliminaba la venta, les quitarían su valor y les quitarían todo, porque es para lo único que existen en la comunidad”.
Las mujeres del cambio
Pero algunas de las mujeres de la comunidad no piensan igual y están protagonizando un cambio, lento pero constante, gracias al apoyo imprescindible de sus familiares.
Norma* es parte de la primera generación de mujeres en su familia que no fue vendida. “Cuando yo me junté con mi mi marido, mi padre dijo que no me vendería porque cuando lo haces, te pueden maltratar o hacer daño. Hizo muy bien”, explica con una sonrisa.
Asegura que el no haber pagado facilitaría que, si llegara a ser necesario, pudiera abandonar la casa conyugal para regresar con su familia sin mayor problema. “Pero una vez que pagan por ti, como que no puedes escapar de tu marido y te obligan a quedarte”, dice.
Las supuestas ventajas e inconvenientes de esta práctica son ciertamente contradictorias porque, a la vez, Norma cuenta que “los hombres que pagan se supone que tienen que respetar a sus esposas; pero cuando no se paga, dicen que eso les da derecho a irse con otras o no hacer caso a su mujer”.
Dado lo arraigado de esta práctica, erradicarla en la comunidad no será fácil. De hecho, tan solo hablar de ello es complicado y Norma pide no ser fotografiada. “Los que sí cobran por las niñas podrían tomar represalias”, responde su madre, presente en la entrevista.
Soyla, una risueña joven de 21 años que acaba de anunciar que se casará con un joven que conoció en la comunidad, cuenta igual de satisfecha que sus padres no cobrarán por ella.
“Estoy feliz y orgullosa porque pensaron en mí, en que yo pueda lograr lo que quiera con mi pareja. Porque algunos matrimonios que se cobran tienen problemas, no sabes cómo puede acabar, el hombre empieza a regañar con ella… y luego se divorcian”, dice.
Sabe que casarse a su edad es toda una rareza en el pueblo, pero reitera que fue su decisión esperar. Al igual que cuando terminó la secundaria con 15 años y decidió no seguir estudiando, pese a que sus padres siempre le dijeron que la apoyarían.
En su futuro, se ve dedicándose al hogar y tejiendo artesanías mientras su marido trabaja en el campo. Sabe que quiere tener hijos, y a ellos les dará la misma oportunidad que sus padres le dieron a ella de elegir cuándo y con quién casarse.
Su madre Cecilia, que acaba de cocinar caldo de gallina y unas enormes tortillas, explica su decisión. “Muchos venden a sus hijas, pero las consecuencias son para ellas. Algunos les dicen: ‘Levántate temprano, haz de comer, lava mi ropa, que para eso te compré’… Eso mismo me reforzó para no vender a Soyla”.
Jaime, el padre de la joven, recuerda que ella le pidió dejarla crecer y no tener la responsabilidad de ocuparse del hogar conyugal tan pequeña. “Y yo lo hice, también porque tenía la capacidad de seguir manteniéndola. Muchos no pueden y es cuando las mandan a buscar marido”, cuenta.
“A mí me parece mal esto de la venta porque cuando mis otros dos hijos varones se casen, me la pueden aplicar y pedir dinero por sus novias. Pero al menos no me echarán en cara que yo vendí a mi hija a tanto, que por qué no quiero ahora pagar o si estoy regateando”, subraya.
Algunas de las consecuencias de estas ventas y matrimonios de menores de edad — México es el octavo país con mayor índice de matrimonio infantil en el mundo, según la ONU— son el abandono de la escuela por parte de muchas jóvenes y las altas tasas de embarazos adolescentes.
“La educación sexual aquí es tabú total. Hay quienes entienden el embarazo en adolescentes, y cuando sus hijos se casan, los traen para que planifiquen. Pero son una minoría. Vemos muchos de estos embarazos en niñas de entre 14 y 16 años”, cuenta Celia Ortiz, enfermera del pequeño centro de salud de la comunidad que no cuenta con un médico.
“Son ellas las que generalmente planifican. Y hasta ahí interviene mucho el suegro, porque como son compradas, la familia de él es la que manda”, añade antes de continuar recorriendo los caminos de la comunidad bajo un sol abrasador para vacunar de rabia a los perros en algunas viviendas. “Es que si no, la gente no viene al centro médico”.
Opiniones divididas
Aunque en comunidades como esta se sabe que la venta de niñas es algo muy habitual, resulta imposible cuantificar el número de casos que se dan en México.
Un dato a tener en cuenta sería el del Censo de Población de 2020, que concluyó que el 4% de adolescentes de 12 a 17 años en México está o estuvo en algún tipo de unión conyugal, principalmente en los estados de Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Yucatán.
Sin embargo, dado que el Código Civil del país prohíbe desde 2019 los matrimonios entre menores de 18 años y los castiga desde el año pasado con penas de entre 8 y 15 años de cárcel, organizaciones consideran que las uniones informales de adolescentes aumentaron desde entonces, lo que contribuye al subregistro y a que la realidad no se refleje en cifras.
Sentado en la puerta de la comisaría municipal para sobrellevar el sofocante calor, el comisario (líder comunitario) de Itia Zuti, Félix Hernández, mira hacia la cancha de deportes que luce completamente vacía justo delante de la iglesia del pueblo.
Es un hombre de 65 años, aunque luce mayor. Tiene problemas de audición, no sabe leer ni escribir, y dice que el no hablar español le dificulta negociar mejoras para el pueblo como instalar drenaje, mejorar los caminos o construir un mercado y un centro de salud bien equipado.
Cuando lo visitamos, la localidad lleva tres días sin suministro eléctrico. Reconoce que accedió al cargo —por el que no cobra un peso— porque los pocos vecinos que cuentan con estudios acaban abandonando la comunidad.
Reconoce que la venta de niñas es un tema «complicado» sobre el que la gente está dividida. «Para mí está mal, pero cuando cuestionas a las familias de las jóvenes te dicen que ellas las mantuvieron y que solo ellas tienen la capacidad de decidir por sus hijas”.
Admite también que si una joven llegara a plantearle un problema en el marco de un matrimonio forzado, su papel junto al resto de autoridades locales sería el de ofrecerle consejo y, solo en el caso de que no haya solución al conflicto de pareja, abogar para que la chica volviera a su casa y sus padres devolvieran el dinero de la venta.
De hecho, aunque en su comunidad se firmó un acta de acuerdo para prohibir la venta de niñas justo un mes antes de que él asumiera su cargo, el comisario reconoce que no sabía de la existencia de dicho documento.
“Las leyes están ahí, pero es importante aterrizarlas y armonizarlas con las realidades de nuestras comunidades. Sin tener en cuenta el contexto a la hora de aplicar las normas, llenaríamos las cárceles de personas indígenas”, reflexiona Martha Ramírez, jefa del Centro Coordinador del gubernamental Instituto Nacional de Pueblos Indígenas (INPI) de Tlapa de Comonfort, en Guerrero.
Además, subraya, es importante no solo responsabilizar de esta práctica a las comunidades. “El Estado tiene que garantizar los derechos fundamentales de las mujeres para tener una vida libre y sin violencia. No puedes hablar de erradicar el matrimonio forzado en un lugar donde las niñas no tienen ni acta de nacimiento, ni educación…”.
Mientras las cosas van cambiando muy poco a poco, Claudia, la mujer que acabó vendiendo a su hija con la esperanza de que mejoraría la relación con su marido, reconoce que nada ha cambiado y que no descarta traerla de vuelta a casa si ve que el maltrato de la joven, ahora embarazada de dos meses, va en aumento.
“Lo que tengo es una tristeza muy grande porque ella vive lejos de nuestra comunidad. Y me preocupa que su hermana cumple 15 años y también se podría marchar, pero ella me dice que quiere ir a Estados Unidos para trabajar y hacerme una casa. Que no se quiere casar por ahora”.
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