Si volviéramos a esa época y le echáramos un vistazo a los males que aquejaban a la gente, la gran diferencia que encontraríamos con los actuales es que la fiebre parecía ser omnipresente.
Mejor dicho, las fiebres, ya que las había de muchos tipos y todo el tiempo surgía una nueva. Eran la principal preocupación de los médicos pues eran el tipo de enfermedad que más encontraban en los pacientes.
El inglés Thomas Sydenham llegó a obsesionarse en estudiarlas, dejando atrás las teorías médicas y centrándose en la observación y análisis de los síntomas que veían en sus pacientes. Por sus logros en este campo pasó a la historia como el «Hipócrates inglés», en referencia al médico de la antigua Grecia considerado el «padre de la medicina».
Pero para entender por qué Sydenham fue tan innovador, primero hay que comprender la relevancia de las fiebres y la situación de la disciplina médica en aquellos tiempos.
Algunas fiebres, por supuesto, se van por sí mismas con el paso de los días, pero otras pueden resultar letales.
Para combatirlas, los facultativos del siglo XVII seguían teniendo como gran referencia las enseñanzas de Hipócrates pese a que se remontaban al siglo V a. C.
Por ejemplo, según el médico griego: «Aquellas cosas que requieran ser evacuadas, deberán ser evacuadas en la dirección en la que suelen hacerlo y por las salidas adecuadas».
Así que los doctores creían que la naturaleza tenía una manera de responder a las enfermedades eliminando la materia que estaba agrediendo al cuerpo y que lo hacía a través de los canales naturales: el sudor, la orina y las heces.
Las palabras de Hipócrates, sin embargo, podían ser interpretadas de formas muy diferentes, así que no había una serie de instrucciones inflexible para el tratamiento de la fiebre. Cada doctor lo decidía teniendo en cuenta las características del paciente.
No todas las fiebres son iguales
El tiempo era un factor clave a la hora de distinguir las fiebres.
Muchas de ellas eran continuas y registraban dos picos de temperatura al día.
Otras eran intermitentes y se caracterizaban porque el calor y los paroxismos de la fiebre regresaban repetidamente tras cierto periodo de días.
La terciana, por ejemplo, es definida por la real Academia Española (RAE) como una «calentura intermitente que repite cada tercer día». La cotidiana se presentaba cada día y la cuartana, cada cuatro.
Las fiebres casi siempre tienen una crisis, es decir, un momento decisivo en el que los síntomas cambian repentinamente para bien o para mal. Los médicos se esforzaban por controlar estas crisis e intentar que acabaran en la recuperación del paciente en vez de en su muerte.
¿Con qué medios contaban para conseguirlo?
Por entonces, solo había un remedio específico para las fiebres: la corteza jesuitao, como mejor se le conoce hoy, la quinina. Esta curaba al paciente de manera simple y directa, pero solo funcionaba contra un tipo particular de fiebre.
¿Qué se hacía contra el resto? Una opción muy común para evitar la tisis era hacer que el paciente sangrara por una vena, generalmente, la que está en el interior del codo izquierdo. A veces, hasta el desmayo.
También se usaba medicamentos efectivos para forzar la purga de materia del tracto digestivo hacia abajo o hacia arriba, a través del vómito.
Otros hacían que el paciente sudara abundantemente. También se recurría a calmantes para tranquilizar a los enfermos.
Todos estos tratamientos tenían algo en común: estaban diseñados para ser bastante visibles para quienes los presenciaban, a veces incluso espectaculares. Aunque para el paciente podían resultar muy dolorosos.
Para decidir qué método aplicar, los médicos se basaban en lo que ellos creían que estaba sucediendo dentro del cuerpo del enfermo.
Hasta el siglo XVII, la mayoría pensaba que los humores del cuerpo se habían desequilibrado o que alguno de ellos se estaba pudriendo dentro de los vasos sanguíneos.
A mediados de ese siglo, ya habían surgido otras teorías, como la de Paracelso y Van Helmot, que atribuían las fiebres a que un «archeus» espiritual misterioso no estaba controlando adecuadamente el estómago o el bazo.
O la de los químicos que decían que se debían a un proceso de fermentación y efervescencia. O la del francés René Descartes, que aseguraba que eran causadas por un bloqueo de partículas en el sistema.
Desdeñado por su método «irracional»
Todos intentaban seguir los principios establecidos por Hipócrates y dejarse guiar por la naturaleza.
Menos Thomas Sydenham, que practicaba la medicina en Londres desde 1660. Él intentó basarse en sus propias observaciones para experimentar con distintos métodos hasta hallar la cura a las fiebres que aquejaban a sus pacientes.
Sydenham también aseguraba estar siguiendo los lineamientos de Hipócrates, en concreto, los de su obra Epidemias.
En ella, Hipócrates no solo hablaba de las enfermedades que trataba en la isla de Tasos, en el mar Egeo, sino también de las condiciones externas que las originaban, como el clima.
Así que el médico inglés decidió hacer lo mismo, registrando cada fiebre nueva que aparecía en Londres y las condiciones climáticas en las que se daban.
De esta manera acabó creando una historia general de los síntomas y el curso de cada epidemia que azotaba la ciudad y del método adecuado para curarla.
«El orden de la naturaleza es tan igualitario a la hora de producir enfermedades, que los mismos síntomas de las mismas enfermedades se encuentran muy a menudo en cuerpos distintos; y aquellos que se observaron en Sócrates, en su enfermedad, son generalmente los mismos que en cualquier otro hombre afligido por el mismo mal», dejó escrito el futuro «Hipócrates inglés».
Era un enfoque revolucionario para la época, ya que hasta entonces los médicos ponían el énfasis en la persona y no en la enfermedad.
Sydenham, en cambio, aseguraba haber conseguido una cura para cada una de las epidemias que había estudiado. Aunque su forma de trabajo fue muy cuestionada.
El inglés usaba la metodología de prueba y error: probaba un tratamiento y, si este no daba resultados, probaba otro. Puede parecer algo obvio, pero en aquella época esto hizo que sus colegas lo miraran como un empírico, un médico carente de aprendizaje que rechazaba el pensamiento racional.
En realidad, Sydenham no hacía más que seguir los consejos de dos de los pensadores más respetados de su época: el investigador aristocrático Robert Boyle y el filósofo John Locke.
Boyle fue quien lo animó a estudiar las fiebres epidémicas y quien le sugirió experimentar hasta hallar una cura mientras que Locke fue quien le urgió a atenerse a los hechos y a discutir solo sobre aquello que podía ver con sus propios ojos.
Tuvieron que pasar muchos años tras la muerte de Sydenham para que sus logros fueran reconocidos y le otorgaran el título de «Hipócrates inglés».
Y sólo un par de siglos, en el XIX, cuando se extendió la teoría microbiana, las fiebres dejaron de ser consideradas enfermedades y se entendieron como síntomas.
Por su parte, Sydenham, quien dedicaba gran parte de su tiempo a brindar atención médica gratuita a los pobres -otra cosa que molestaba a sus colegas-, murió con la consciencia tranquila, como demuestra uno de sus escritos:
«He sido muy cuidadoso de no escribir nada que no haya sido producto de una fiel observación, así que cuando el escándalo que provocó mi trabajo sea dejado a un lado y yo esté en mi tumba, se verá que ni sufrí dejándome engañar por especulaciones vagas y autocomplacientes, ni he engañado a otros imponiéndoles algo que no fuera un hecho absoluto».
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