Su nombre es Gelimar del Carmen Palmar, pero le dicen «Dulce». Tiene 18 años y las puntas del pelo pintadas de rojo. Quiere ser profesora y psicóloga.
Las paredes de su casa están hechas de bolsa plástica y costal. Duerme en la misma cama con dos de sus hermanas, al pie de sus hermanos, que son cuatro y comparten el mismo colchón.
«Pero no por vivir acá me siento menos«, dice. «Yo me siento orgullosa de mí misma, poque nunca pensé que fuera a vivir así y fuera capaz de soportar tanto».
Dulce vive en La Pista, un enorme asentamiento de migrantes venezolanos en Maicao, en La Guajira colombiana. Se estima que allí viven entre 12.000 y 15.000 personas. No tienen luz ni agua y no les dejan construir casas formales, con paredes de concreto, porque el refugio es supuestamente temporal.
Esto antes era el aeropuerto de Maicao, una boyante ciudad comercial venida a menos.
El auge de Maicao, una ciudad comercial en la que el 97% del empleo es informal, se interrumpió en los años 90 como consecuencia del narcotráfico, el desplazamiento y el conflicto armado.
El aeropuerto, inaugurado en los años 50, terminó abandonado a finales de siglo después de que se interrumpieron los vuelos. Luego de varios intentos de ocupación y desalojos forzados, hace siete años una comunidad logró asentarse en la torre de control, de la cual ya no quedan ni los cimientos.
La llamaron la Torre de la Majayura. Hoy esa es la manzana 1 de La Pista, el asentamiento al que durante los últimos cuatro años llegaron miles de familias venezolanas, la mayoría de ellas del colindante estado Zulia, huyendo de la crisis económica.
«La Pista es como un obstáculo más que vamos a pasar en nuestras vidas y que nosotros podemos atravesar porque nosotros somos guerreros, somos luchadores«, asegura Dulce.
«Lo bueno -añade- es que acá no se siente la incomodidad de que te miran, de que los venezolanos [son] ladrones. No. Acá todos somos hermanos y eso es lo chévere».
Dulce está por graduarse del colegio. Antes quería ser policía, pero gracias a las clases y actividades de «Un corazón sin fronteras», una fundación de los hermanos maristas en La Pista, se dio cuenta de que quiere ser profesora y psicóloga.
«Me encanta ponerme en el lugar de otra persona y poder ayudarla«, señala.
Dulce y sus amigas están preparando una coreografía de danza contemporánea. Si no está en el colegio o dando clases en la Fundación, está aprendiéndose el baile. «Nunca nos habíamos aprendido algo así, qué nervios», comenta.
Uno de muchos asentamientos
La Pista es solo uno de los 42 asentamientos de migrantes que hay en Maicao. En Uribia, un municipio cercano, también hay un refugio en un aeropuerto abandonado en el que viven más de 10.000 migrantes.
De los siete millones de venezolanos que salieron del país, poco más de tres millones están en Colombia. Cifras oficiales reportan que unos 200.000 están en La Guajira y casi la mitad de ellos en Maicao.
La península de La Guajira es un desierto del tamaño de Haití o Bélgica en el que la frontera entre Colombia y Venezuela se difumina.
Más de la mitad de la gente es indígena wayuu, pero también hay una influyente comunidad árabe. La gran mayoría de la población es binacional: hizo una vida del intercambio fronterizo.
Para ambos países esta es la región más pobre, con el mayor índice de necesidades básicas insatisfechas. Aunque todos los servicios son precarios, el acceso a agua potable es la gran tragedia: la cobertura apenas alcanza a la mitad de la gente, según cifras oficiales.
A la pobreza se añade la proliferación de grupos armados, que usan la porosa frontera para traficar drogas.
«Los migrantes se quedan en Maicao porque no tienen la posibilidad de moverse más», dice Alejandra Castellanos, jefa de la oficina en Maicao de Acnur, la agencia de la ONU para los refugiados.
«Llegan acá y les toca quedarse. Además de que, claro, tienen una conexión con este territorio y están cerca de su gente que quedó en Venezuela. Muchos van y vienen, porque las condiciones estructurales son difíciles en ambos países. La pregunta es dónde sobrevivir y la respuesta está en un lugar distinto cada vez. La migración sigue aumentando».
La cooperación que no alcanza
Muchas de las familias que viven en La Pista tienen como cabeza a una mujer.
La mayoría de ellas son recicladoras de basura. Otras venden café o artesanías en la ciudad y muchas más trabajan en el sistema de recolección y venta de agua salada, el «aguaeburro«, que se apoya en unos burros que jalan unas carretillas con tanques y se usa para bañarse y lavar los platos.
La Pista se extiende por dos kilómetros de largo y está atravesada por la ancha avenida donde antes despegaban y aterrizaban aviones.
El asfalto está desgastado, escasamente plano. Las 12 manzanas de asentamiento se esparcen a los lados. Un sol inclemente durante la mayor parte del día hace del espacio uno silencioso, calmado, por el que pasan motocicletas y triciclos motorizados.
Los pocos automóviles que transitan son aquellos de la cooperación internacional, que reúne unas 30 organizaciones multilaterales en Maicao.
Dérmides Tolosa es un líder social en La Pista. De origen colombiano, vivió casi toda su vida en Venezuela. Lleva ya ocho años acá, donde creó un pujante negocio de venta ambulante de café. Es, como les dicen en el mundo de la cooperación, un «retornado».
Mientras afila unos cuchillos con los que va a preparar un sancocho para la comunidad, Tolosa, que porta una gorra del equipo de béisbol los Leones de Caracas, hace una vehemente crítica de la ayuda humanitaria: «Deberían ayudar a crear empresas, a empujar al migrante, y no solamente dedicarse a darles».
«Pero ellos no quieren que se les muera la vaca que les da la leche. A ellos les conviene que uno siga en la pobreza. Se gastan un dinero innecesario en ayudas cuando podrían crear microempresas que saquen, realmente, al migrante de la necesidad«, sostiene.
Castellanos, de Acnur, da su opinión: «La vulnerabilidad es tan alta que por más asistencia humanitaria que haya, esta no es suficiente para solventar la supervivencia de las personas (…) El Estado es el responsable de garantizar el acceso a derechos humanos (…) La cooperación siempre será complementaria».
Una de las grandes problemáticas que se viven en La Pista, coindicen Tolosa y Castellanos, es la cantidad de niños que no pueden asistir al colegio, pasan sus días deambulando y están amenazados por el crimen, que puede reclutarlos o acercarlos al consumo.
El problema con los niños
Yusmelina Ávila es líder de la comunidad en la manzana 4, donde gestiona un centro de formación para niños llamado Aldeas.
Ávila se graduó de enfermera en Venezuela, pero en Colombia no ha podido convalidar su título. Entonces trabaja con su esposo en la producción y venta de peto, un dulce de maíz.
Pocos meses después de haber emigrado, su bebé de 9 meses murió por una crisis respiratoria. En parte vino a Colombia porque la salud es mejor, pero el hospital de Maicao no pudo salvar a su hijo.
Hoy lamenta haber recibido tratamiento anticonceptivo, porque «me quedé con un solo hijo».
Las familias grandes son una parte esencial de la cultura wayuu. Acá en La Pista hay madres solteras de 23 años que tienen hasta diez hijos. Se estima que un tercio de la población acá es menor de edad.
«Se supone que la gente vino acá porque hay mejores servicios de cuidado, y sí, Colombia ha brindado protección, hay métodos anticonceptivos, pero la gente no lo hace, hay gente que ha parido dos veces en cuatro años que llevan Colombia», dice Ávila.
Y no hay colegio para tanto niño ni los que hay son suficientemente buenos.
La mayoría tiene que ir a colegios en rancherías, un formato único de la zona, dónde, según Ávila, los profesores dan prioridad a la cantidad de niños que reciben en lugar de la calidad de la educación. Les pagan por alumno registrado.
«No en toda La Pista vas a escuchar la misma historia», señala Ávila. «Cada líder habla de su comunidad, en nuestra manzana solo dos niños están descolarizados».
Con la ayuda de Pies Descalzos, una fundación creada por la cantante Shakira, en la manzana 4 lograron sacar a la mayoría de los niños de la comunidad de las rancherías escolares e inscribirlos en colegios formales.
En Aldeas, un colorido espacio con techo de madera y una suerte de salón de clase al aire libre, decenas de niños reciben todos los fines de semana clase para aprender a hacer toallas sanitarias y repelentes de insectos, entre otros.
Ávila, o la la «profe Yusme», como la llaman, concluye: «La clave para que (los niños) no se vayan con malas juntas (compañía) es que se mantengan ocupados cuando están fuera de la escuela. Porque acá se pierden rapidito. Hay que darles qué hacer».